Domingo, 16 de marzo de 2014 | Hoy
CINE La semana que viene se estrena Gran Hotel Budapest, la nueva película de Wes Anderson, uno de los cineastas más discutidos, más celebrados y más interesantes de la actualidad. Como siempre, la crítica se divide entre los que consideran que su mundo artificioso es banal y frío y los que consideran esa creatividad una forma de melancolía valiente y encantadora. En este caso, Anderson se mete con la Europa de la Segunda Guerra Mundial inspirado en la obra de Stefan Zweig. Y esa nostalgia por un mundo que ya no existe en clave de comedia ingeniosa con un reparto superpoblado de estrellas funciona de una manera extraña, como si la ligereza fuera un arma contundente contra la desdicha y la opresión.
Por Mariano Kairuz
A pesar de que ya lleva década y media consolidándose como un cineasta de culto, uno de los que más expectativas generan, estrenando sus películas en los festivales más importantes del mundo y recibiendo la adoración incondicional de buena parte de la prensa europea, Wes Anderson tiene unos cuantos detractores entre la crítica norteamericana, que encuentran su obra sencillamente irritante. Lo interesante es que muchos de los argumentos que esgrimen quienes lo detestan tienen que ver básicamente con los mismos aspectos de su cine por los que sus fanáticos lo veneran: los mundos deliberadamente artificiosos en los que se despliega cada uno de sus relatos. Donde unos ven un nivel de creatividad, ingenio, precisión, y encanto irresistibles, otros consideran que no es más que la obra de otro de esos cineastas de estilo “publicitario”, más ingeniosos que inteligentes, que lo vuelcan todo en un diseño de producción cool, que hacen pura cáscara; que debajo, nada. Que sus personajes son caricaturas que se mueven al compás de coreografías perfectas pero perfectamente vacías; que no los anima una sola emoción genuina. Que todo es ironía y distancia, nada de corazón.
Sus detractores habrán de encontrar esa maqueta que tanto odian de la obra previa de Anderson en su última película, Gran Hotel Budapest, estrenada el mes pasado en el festival de Berlín (de donde se llevó el Gran premio del Jurado, el Oso de Plata) y a estrenarse el próximo jueves en Argentina; y no sólo eso: probablemente lo encuentren potenciado a su máxima expresión, desde los primeros minutos, cuando vemos el helado y montañoso paisaje europeo-oriental en el que se encastra el hotel titular, una pintura tan ostensiblemente artificial como las escenografías de las películas de la década en la que se ambienta y a la que a su modo homenajea (la de 1930), o como el gigantesco cuadro que preside el enorme salón comedor de este alojamiento de lujo en el que arranca y transcurre buena parte del asunto. De algún modo, aunque el diseño de orfebrería de las películas de Wes Anderson –esa cosa de casa de muñecas y miniatura que tanto encandila a sus admiradores y enfurece a los otros– estuvo presente desde siempre en su obra, es posible que Gran Hotel Budapest sea la que tematiza este gusto por el artificio de manera más explícita que ninguna otra, y a través de sus protagonistas, esta presunta falsedad, su afecto por el ensayo, el cálculo y el engaño.
En su centro está el jefe de conserjería de este hotel-institución, Gustave H. (Ralph Fiennes, sorprendentemente gracioso), uno de esos personajes a los que es tan afecto Anderson, algunos de ellos auténticos muertos de hambre que han conseguido abrirse camino en el mundo alimentando sus aires y aspiraciones aristocráticas, sus veleidades artísticas o literarias, con una elegancia aprendida y entrenada. Gustave, y también el recién llegado botones, Zero Moustafa (el desconocido Tony Revolori, la revelación de la película), el chico que empieza cada mañana pintándose un ridículo bigotito anchoíta para asumir su servicial papel, y que deviene protegido y amigo de Gustave. Es decir, dos personajes que aprenden a sobrevivir, y se hacen su lugar en el mundo mediante máscaras.
De fondo, hay un continente a punto de enfrentar su hora más oscura: porque aunque la película transcurra en la ficticia república de Zubrowka y el hotel ubicado en medio de las montañas pronto comienza a ser asediado por tropas que avanzan asesinando gente a su paso y colgando unas banderas ominosas con una doble Z, está claro que esto no es otra cosa que Europa al borde de la Segunda Guerra y que éstos son los nazis, en una versión ligeramente alternativa, dislocada, de uno de los períodos más trágicos del siglo XX. Y que ésta es la primera vez que Anderson aborda un trance histórico de estas características, y, yendo más lejos, según dice él mismo, la primera de sus películas que tiene algo realmente parecido a un “argumento”. A una trama. Plot. Sus palabras.
Como ocurre con buena parte de las películas anteriores de Anderson, no es fácil contar las vueltas argumentales de Gran Hotel Budapest, enredadas alrededor de su reparto coral de personajes; pero puede empezarse por describir parte de su estructura narrativa para dar una idea del tono y el tipo de “nostalgia por un mundo perdido” al que apunta toda la cuestión. El primer plano es el de una chica con un libro en la mano parada frente a la tumba de un escritor. Inmediatamente pasamos al siguiente plano, que es en rigor anterior; el escritor, en 1985, a los ¿60 y pico? (Tom Wilkinson, en una viñeta breve y divertida), grabando una introducción sobre el origen de su libro, sobre cómo muchas de las grandes ideas literarias parten de historias reales con las que los escritores se topan en su camino. Y de ahí a los años ’60, cuando el escritor, todavía un aspirante en pleno viaje en busca de inspiración (Jude Law) se encuentra en el hotel –ahora convertido en apenas un vestigio de sus tiempos de gloria, aislado en un mundo devastado por la guerra y la pobreza– con el dueño del legendario edificio. El dueño del hotel es un anciano, el Sr. Moustafa, interpretado por F. Murray Abraham, actor de larga trayectoria pero popularizado en los ’80 por componer a Salieri en el Amadeus de Milos Forman. El encuentro del joven escritor con este hombre mayor empeñado en sostener este testimonio de un universo que ya no existe es, digamos, fortuito, pero propicia el comienzo de un tercer relato en flashback, la aventura central, la historia de cómo Moustafa comenzó a trabajar bajo las órdenes del legendario Gustave, de cómo se hicieron amigos y cómo vivieron una aventura increíble en los ’30 (y de cómo Moustafa pasó de ser el botones al propietario del majestuoso palacete mitteleuropeo).
Como parte de su férreo código de servicio perfecto a los y las huéspedes, este improbable bon vivant que es Gustave –“que entretiene a mujeres mayores, ricas, vanas, rubias”, enumera; que sabe que su trabajo consiste en anticiparse a las necesidades de sus huéspedes, “en ser invisible y a la vez estar a la vista”–, cuenta entre sus múltiples amistades a Madame D, anciana dueña de una enorme fortuna (Tilda Swinton, muy maquillada para un papel pensado para Angela Lansbury, una vieja de verdad), quien en su último hospedaje le confiesa al conserje y amante una oscura premonición. Un día después, bajo los titulares tamaño catástrofe que indican que la guerra está a punto de estallar, el diario informa de la muerte de la octogenaria en primera plana. Entonces Gustave parte raudo, con Zero de asistente, rumbo al hogar de Madame D, donde se encuentra con que ésta le ha legado –tal como informa el escrupulosísimo abogado interpretado por Jeff Goldblum– el cotizado cuadro renacentista Chico con manzana. Allí también conoce a la familia de la mujer, una runfla de personajes de apariencia siniestra, empezando por el hijo de la fallecida (Adrien Brody), su matón personal (un vampiresco Willem Dafoe), y los también sospechosos mayordomos (los franceses Mathieu Amalric y Léa Seydoux). El cuadro en cuestión es motivo suficiente para que el hijo de Madame D salga con los dientes afilados a la caza de Gustave, dando pie a una fuga y un derrotero impredecible, con escalas en una prisión aparentemente inexpugnable, un monasterio y diversos hoteles cuyos conserjes forman parte de una suerte de logia secreta, lo cual da pie a la multiplicación del reparto de famosos (aparecen, en personajes de mayor y menor significación y duración, Harvey Keitel, Edward Norton, Saoirse Ronan, Bob Balaban y los fijos del reparto: Anderson, Bill Murray, Owen Wilson, Jason Schwartzman). Pero aun tratándose de la historia más oscura y sangrienta de Anderson, su relato de persecuciones, asesinatos y protonazis está puntuado por su estructura de viñetas de timing preciso, sus diálogos de pretensiones literarias, las actitudes caricaturescas de sus personajes, sus diseños visuales perfectos, es decir, por sus marcas de estilo acostumbradas.
En cuanto a lo que tiene de nuevo –el ominoso trasfondo histórico– su inspiración principal proviene, tal como está acreditado en la película, de la obra del escritor vienés Stefan Zweig, a quien Anderson dice haber descubierto hace unos pocos años revisando librerías europeas, ya que a pesar de considerárselo un autor esencial de la Europa de entreguerras, habría caído en el olvido en lo que respecta a la academia estadounidense. Criado en una familia judía de buena posición económica, Zweig se permitió viajar y escribir múltiples novelas, biografías y piezas periodísticas, en las cuales comenzó a militar rabiosamente contra la intervención alemana en la Gran Guerra; para mediados de los ’30, cuando sus libros fueron prohibidos en Alemania, comenzó a viajar por Latinoamérica, instalándose en Brasil en 1941, convencido de que la vieja cultura europea había comenzado a perderse para siempre. Al año siguiente, cuando se quitó la vida, pesaba sobre él la certeza de que el Reich tarde o temprano se apoderaría de todo el planeta. Su libro de memorias El mundo de ayer, una elegía por esa Europa que creía desaparecida para siempre, y que fue publicado de manera póstuma en 1944, es una de las fuentes principales en las que se inspiró Anderson para su nueva película. Como indica un personaje al recordar a Gustave H., el hombre vivía en un mundo que hacía largo tiempo que había dejado de existir.
Esta incursión en aspectos tenebrosos de la historia europea del siglo XX le valió a Anderson, sin embargo, una renovación aumentada de las impugnaciones que sus detractores le hicieron casi desde su aparición: “No van a escuchar la palabra judío acá, pero Zweig era más fatalista. ‘Europa está terminada, nuestro mundo destruido’, se lamentaba el escritor, que huyó de Europa cuando Hitler ascendió al poder. Pero en lugar de darse fin a sí mismo con barbitúricos, Anderson quiere celebrar ese mundo que fue... que es también, sospechamos, el mundo en el que él y sus personajes siempre han querido vivir”, escribió algo indignada la crítica Amy Nicholson en el Village Voice. Otros vieron como una burla que Anderson siguiera jugando con sus maquetas, como un nene, a representar las bien reales tragedias de otros; que convirtiera a las SS en la ZZ (la Zig Zag Division) como chiste, y a la Europa de preguerra en un universo dominado por el color rosa de los encantadores pasteles artesanales que fabrica uno de los personajes (extraordinaria Saoirse Ronan, la chica de Expiación). Pero se trata de una acusación por lo menos injusta, desatenta: está más claro que nunca esta vez que la comedia melancólica de Anderson no es una mera caricatura, sino la expresión poética de ese anhelo fútil del protagonista por ese universo en desaparición; así como de un sentimiento real por los descastados como él, que aflora, tarde pero genuino, cuando entiende que Zero no es un mero inmigrante sino un auténtico refugiado proveniente de una tierra y una familia arrasadas. Y que la película se atreve a ofrecer sobre el final, sin perder el tono ni la elegancia pero sin ocultar tampoco la tragedia intrínseca del relato, una nota triste, que a pesar de toda su estilización, difícilmente pueda ser tachada de cínica o indiferente. La discusión es vieja y eterna, irresoluble, los guardianes de la corrección política ya le cayeron con saña a Tarantino cuando filmó Bastardos sin gloria, pero, aunque no es difícil ponerse de acuerdo respecto de lo irritante que puede ser un ejercicio de vanidad como La vida es bella, de Begnini, también están las películas de Ernst Lubitsch, obras maestras contemporáneas al horror que abordaban con gracia como Ser o no ser, otra de las influencias declaradas de Anderson (junto con Ninotchka y El bazar de las sorpresas, también de Lubitsch, o Carta de una enamorada, de Max Ophuls adaptando a Zweig). En defensa de Anderson (“que no, no es una realista”) y de Gran Hotel Budapest, A. O. Scott se refiere en The New York Times a estas comedias clásicas que “combaten la tiranía con ironía, fivolidad y un carisma imbatible: no hace falta decir que se trata de armas inadecuadas y tal vez inapropiadas para enfrentar a los tanques y a la policía secreta, pero aún hoy, con toda la sanguinolenta perspectiva del tiempo, podemos apreciar la lección de que es posible oponer cierta ligereza y risa a la pesada mano de la opresión política. La película de Anderson hace una maravillosa parodia de la historia, convirtiendo sus horrores en una serie de agraciados chistes y gestos maliciosos. Pueden llamarlo escapismo si quieren. También pueden pensar en todo esto como una venganza”.
Fue en la comedia negra Escondidos en Brujas y en una puesta teatral de Un dios salvaje, que Anderson se convenció de lo improbable: de que Ralph Fiennes, ese tipo tan serio, era ideal para su nueva película. Su Gustave es el perfeccionamiento acabado de esos hedonistas que son una especialidad de Anderson. No pierde la compostura ni su impulso vitalista siquiera en la cárcel, ni de cara a los agentes de la Gestapo que lo increpan en el tren en el que inicia su aventura. “Franz, querido”: así, en su florido estilo de siempre, es como, apelando a “los destellos de civilización de ese matadero salvaje al que llamamos humanidad”, se dirige Gustave al coronel cara de perro que podría mandarlo al otro mundo en un segundo sin dar explicaciones, porque así están las cosas en Europa ahora.
“Ese ridículo es también un arma contra las fuerzas del mal”, dice Fiennes sobre su personaje, ofreciendo a la vez una clave de lectura para toda la película. “Un ridículo realmente inteligente. Por dentro, algo muy serio ocurre al final, algo cambia.” Es una comedia, una maqueta y una pintura preciosista, todo, pero no deja de ser por eso “una historia triste, muy triste”.
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