Domingo, 10 de julio de 2005 | Hoy
aEl Holmes norteamericano, la tradición de detectives gordos, el misterioso Charlie Chan, el duro que mataba mujeres en medio de un strip tease... Una recorrida por los detectives que no fueron Sherlock Holmes.
Por José Pablo Feinmann
El espejo de Sherlock Holmes es –en la narrativa policial norteamericana– Philo Vance. Evité adjetivarlo porque buscaba escamotear durante unas líneas mi pasión por este personaje. Denostado por los cultores de la policial dura, Vance no está de moda pero tampoco está muerto. De hecho, quien desee escribir una policial rigurosa, intelectual, habrá de releer sus novelas. Si a usted le gusta Holmes no puede ignorar a Vance.
S.S. Van Dine, su creador, del que se dice escribió sus primeros textos a causa de una hepatitis que, coherentemente, lo postró durante un buen tiempo, tan bueno como para escribir y encontrar el sentido de su vida, le dio matices distintos a los de Holmes. Vance desborda dinero, es un dandy, un snob, un tipo desaforadamente culto, fuma cigarrillos Regie’s y se desplaza en un Hispano Suiza. Su cultura le permite resolver sus casos. En El crimen del escarabajo sabe tanto de egiptología que le resultaría imposible no resolver el problema. En Los crímenes del alfil (mal traducido como “del obispo”) encuentra el cadáver de un suicida. El tipo se ha pegado un tiro sobre una mesa, su cabeza yace entre sangre ya oscura y seca y, a su lado, hay una torre hecha con cartas de póquer. “Algo nos quiso decir haciendo esa torre de cartas antes de matarse”, dice el fiscal de distrito Markham, especie de Lestrade que lo acompaña asiduamente. “No”, dice Vance. “La torre de cartas es una señal y un desafío del asesino. Demuestra que este hombre no se suicidó. Las cartas se habrían desmoronado al caer su cabeza muerta sobre el escritorio. Esa torre la hizo el asesino luego de matarlo y algo quiere decirnos con eso.” No está mal. Vance habría sido capaz de decir una frase como la célebre de Holmes: “Una vez que hemos eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, es la verdad”. Porque Vance está tramado por el estilo y la estética de la policial británica.
También los de John Dickson Carr, cuya característica es la de ser gordos. Holmes y Vance, flaquísimos y, como todo flaco que se precie, elegantes. Los de Dickson Carr, cultos, brillantes pero algo sudorosos, algo lentos al caminar y decididamente sedentarios. Uno es Gideon Fell. El otro, Sir Henry Merrivale, para el que Dickson Carr usa un seudónimo: Carter Dickson. Las novelas de Dickson Carr son las del “cuarto cerrado”. Es el maestro de esta modalidad que heredó del Gaston Leroux de El misterio del cuarto amarillo. La cosa es simple: ¿Cómo salió el asesino si la habitación está herméticamente cerrada por dentro? En rigor, a esta altura de mi vida (es buena la expresión “altura de mi vida”, ya que uno siente que su vida sube y no, como sí ocurre, decae hacia el insondable abismo, en fin) el célebre problema del cuarto cerrado me parece algo idiota. Lo importante no es averiguar cómo demonios el asesino salió de la habitación y ésta quedó cerrada por dentro. Lo importante es agarrar al asesino y condenarlo por el asesinato que cometió. Pero Dickson Carr ama más la lógica que la vida. Un muerto, para él, es un enigma con mayor o menor importancia. Lo que importa en grado sumo es el asunto del cuarto cerrado. Escribí mucho sobre este tema. El crimen entre paredes implica su impolutibilidad (¿qué palabra, eh?). O sea, no contamina nada. No salpica con su sangre a la sociedad burguesa. Es como un pecado secreto. La sociedad no tiene nada que ver con eso. La sociedad es inocente. En una de sus obras maestras Dickson Carr liquida al muerto con una ballesta. La cosa es así: un cuarto cerrado por dentro, un cadáver ahí y Gideon Fell que encuentra una ballesta y dice lo liquidaron con esto. ¿No da culta la cosa? Una ballesta no es un palo de amasar. Queda descartado el crimen doméstico o femenino. Una ballesta es un instrumento medievaloide más raro que (iba a escribir: “que la mierda”. Por ser guaso nomás. Pero esa expresión es absurda. No hay nada menos raro que la mierda), que, entonces, una golondrina en verano. (Qué bonito quedó. Si usted quiere ser educado: entre una golondrina y la mierda, la golondrina.) Vuelvo a la ballesta. No recuerdo cómo termina la cosa. Fell resuelve todo. Pero le importa más la ballesta y cómo se cerró el cuarto que la vida perdida del desdichado cuerpo del delito. Notable expresión: el delito tiene cuerpo, y sus cuerpos son cadáveres.
Durante la década del treinta hacía furor en EE.UU. el “peligro amarillo”. Peligro que, ahora sí, es real: los chinos se devoran el capitalismo en una década y sin Fu Manchú. Este peligro dio una, al menos, cara buena: la del detective Charlie Chan, que era chino pero de Honolulú. Esto siempre fue muy complicado para mí. Chan es chino y chau. Chan, cuyo autor fue un refinado graduado en Harvard, Earl Derr Biggers, gusta de las frases. He aquí una: “¿A dónde ir desde la cima sino hacia abajo?”. En cine lo hizo Warren Oland en unas producciones de la Fox cuya cima fue Charlie Chan en la ópera, con Boris Karloff de músico loco y con score de Oscar Levant. Después, como él vaticinaba, se fue abajo.
Hay detectives pulp que raramente regresen. Edgar Wallace creó a J.G. Reeder y lo siguió su discípulo John Traven. Al menos en la traducción berreta de Tor que yo leía de pibe, Reeder se distinguía por decir a menudo: “Caramba, carambita, carambola”. Reeder, como Holmes, era un maestro del disfraz. Así, Traven presentaba un personaje estrafalario. Nadie sabía quién era. Pero el tipo se iba y Traven remataba así el capítulo: “Al doblar la sombría callejuela se le oyó decir: ‘Caramba, carambita, carambola’”. ¡Y ahí sabíamos que el disfrazado era Reeder! Ahora –con el paso de los años– también me parece un poco bobo esto. Al menos si en lugar de “Caramba, carambita, carambola” Reeder se hubiera habituado a decir: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”. Imposible: uno habría creído que el disfrazado era Neruda. Otro detective pulp era Sexton Blake, que hasta anduvo por Buenos Aires. Y mi predilecto: “La Sombra”, cuya risa infernal pero helada llenaba de pavor el alma tortuosa de los delincuentes.
El detective más políticamente incorrecto fue Mike Hammer. En la TV lo hizo Darren Mac Gavin y, en el doblaje de los tempranos ‘60 (cuando Broderick Crawford, allá por el paleolítico, decía “Veinte cincuenta llamando a jefatura”) todos, por aquí nomás, le decían “chiquita” a su novia porque Mike les decía “chiquita” a todas las hembras que descaradamente se le entregaban. La gran novela de Spillane (furioso macartista) fue Yo, el Jurado. El título apesta a Ingeniero Santos. Al final, Hammer se enfrenta con la chica. Pero la chica, que es la mala de la historia, empieza a sacarse la ropa para seducirlo. Mike, con poca paciencia y bastante mal humor, le pega un tiro. Ni una miserable teta le da tiempo a mostrar. Ella, antes de morir, muriéndose, dice: “¿Cómo pudiste?” El guarda el revólver, le echa una última, despectiva mirada y dice: “Fue fácil”. Para un asesino machista y fascistoide como Hammer, sí. Lo era.
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