Domingo, 8 de junio de 2008 | Hoy
Por Antonio Berni
A Gombrowicz lo conocí en años de crisis. Roger Pla vino a pedirme el estudio para un escritor polaco inmigrado que daría una conferencia para un público restringido, con pago de entrada, ya que lo necesitaba porque había llegado sin nada y estaba “corriendo la liebre”. Poco dinero podía juntar entonces Pla para ayudarlo, y los invitados a quienes podía interesar tal conferencia eran pocos y en su mayoría tan abandonados por la suerte como Gombrowicz. Mi estudio lo tenía en una casona, resto de un antiguo casco de estancia hoy demolido, frente al parque Lezica, al costado de un pasaje y refugio nocturno de parejas. Una glicina centenaria generosamente extendía sus ramas por la vecindad. Asistieron, si mal no recuerdo, Emilio Soto, Sigfrido Radaelli, Conrado Nalé Roxlo con Arturo Frondizi, futuro presidente de la Argentina, que vivían a cincuenta metros, y una docena más de personas. Gombrowicz se refirió a la inmadurez de nuestras generaciones intelectuales; la palabra “inmaturo” la repetía con insistencia en un castellano que aún no dominaba. Un caído del cielo, a mi lado, al que le hicimos pagar doble, se dormía roncando, tenía que despertarlo a cada rato con disimulados codazos.
Desde entonces mi amistad con Gombrowicz fue constante. Me acuerdo de que nos encontrábamos en un café de la calle Corrientes; Gombrowicz se miraba en un espejo que revestía un muro contra el cual se apoyaba nuestra mesa, hacía muecas y tomaba actitudes de emperador, obispo o militar. Le pregunté: “¿Estás dialogando con tu doble del espejo?”. Sin dejar de gesticular, me contestó serio, pero lleno de su particular humor: “Miro mis rasgos de aristócrata; parece que mis facciones, día a día, registran mejor todo mi linaje”.
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