Domingo, 18 de octubre de 2009 | Hoy
> YENDO DE LA CAMA AL LIVING (1982)
Por Marcelo Figueras
Para la generación que escapó de la depredación tan sólo porque era imberbe (en sentido literal, no como aquel otro que resonó en la Plaza), 1982 fue El Año Que Vivimos En Peligro. El 30 de marzo habían reprimido una protesta del modo más brutal. El 2 de abril amanecimos con las noticias de “la Reconquista”. Entre las colectas televisadas, la súbita ubicuidad del “rock nacional” y las proclamas que socializaban la victoria (“Estamos ganando”, decían, cuando uno estaba habituado a la versión de Les Luthiers: “Perdimos otra vez”), las semanas siguientes nos llevaron al filo de la locura. Me recuerdo dividido entre la justicia de la causa, el disgusto ante el método y el rechazo a la idea de aplaudir a aquellos a quienes detestaba por tantos y tan buenos motivos, por más que los medios (¡los mismos medios de hoy!) me incitasen a la celebración. ¿Otra manipulación a escala nacional, otro Mundial ’78? Demasiado para la pobre y ya vapuleada cordura.
Pronto se reveló que el único que la tenía clara era el coronel Nepomuceno de Alfa, “autor” de la marcha que interpretaban Les Luthiers. Después de la derrota militar, los diques (los medios, anagrama de miedos) se rajaron y las historias sobre desaparecidos circularon abiertamente. En ese contexto, la frase Yo no quiero volverme tan loco era más que el título de una canción de Charly: sonaba, más bien, a rezo desesperado.
Que García decidiese cerrar el ’82 tocando en Ferro (un día después del nacimiento metafórico del Mesías, o del nacimiento del Mesías metafórico, y dos antes del Día del Inocente) no podía ser, insisto, una decisión ingenua. El simple hecho de que Charly viniese a las puertas de casa, a trastrocar los recuerdos de tanta práctica insolada para La Fiesta del Color (que así le llamaban al espectáculo a lo Leni Riefenstahl manqué que los niños representábamos en Ferro, nos gustase o no, cada verano), auguraba algo especial. Era la primera vez que un músico de rock local aspiraba a ocupar un estadio de fútbol (y a llenarlo de algo más que gente).
La ciudad desaforada que bordó Renata Schussheim en torno del escenario ofrecía espectáculo aun antes de que hubiese sonado una nota. Pero entonces las notas empezaron a sonar. García nunca cantó con mayor lirismo. La versión de “Los dinosaurios” sonó sobrecogedora en la dulzura con la que habló de lo que hablaba. Y las canciones, más que sucederse, se parieron una a otra. No sólo representaron la curva perfecta que la obra de Charly venía trazando: de Sui Generis (“Quizás porque”) a La Máquina de Hacer Pájaros (“No te dejes desanimar”), de Seru Giran (“Cinema verité”, “No llores por mí, Argentina”) a su por entonces flamante carrera solista, con el doble Yendo de la cama al living que incluía “No bombardeen Buenos Aires” y, por cierto, “Inconsciente colectivo”. Al mismo tiempo relataban lo que habíamos hecho todos esos años, o mejor dicho lo que habíamos podido hacer, apenas, cuando no estábamos viendo películas.
La narrativa que García armó para la ocasión me sigue produciendo escalofríos. Dejó de lado la negritud que Seru había expresado en canciones como “Noche de perros”. Y construyó una apelación a una felicidad posible (“la alegría no es sólo brasilera”, decía por allí) que no pasaba por la negación del dolor sino por su asunción: si queríamos trascenderlo no nos iba a quedar otra que abrazarlo, aupar aunque más no fuese en sueños a “los hambrientos, los locos, los que se fueron, los que están en prisión”, para entonces cantar. De nuevo. Una vez más, y todas las veces que hiciese falta.
El final fue catártico. La ciudad de Renata se destruyó al son de “No bombardeen Buenos Aires”, conjurando nuestros miedos (tan frescos, tan vivos) para convertirlos en risa: el escenario que tanto habíamos temido se descubría de cartón piedra. Y entre las ruinas resurgieron Charly y Nito (los imberbes que nos habíamos perdido Adiós Sui Generis, agradecidos) para decirnos “Bienvenidos al tren”, y después Mercedes –ay, Dios– para entonar “Inconsciente colectivo”.
Este recuerdo es uno de los motivos por los cuales le estaré siempre agradecido. García nos abrigó en los tiempos helados, les puso nombre a nuestros dolores, produjo una narrativa que le otorgó sentido a lo vivido y así, mediante la magia que, dormido Merlín, sólo practica el arte, evitó que nos volviésemos (tan) locos. (Otra muestra del genio, que convierte en oro aquello que parecía limitación, en este caso, la métrica: no se trataba de que no nos volviésemos locos, bastaba con que no enloqueciésemos tanto.)
Puede que, al igual que Moisés, se le haya vedado el acceso a la Tierra Prometida. Por las dudas no le confesemos que tampoco hemos llegado aún. El hombre hizo todo lo que estaba a su alcance para sacarnos del desierto, y más todavía; pueblo quejoso, remolón y lúcido de manera esporádica, los que no estuvimos a su altura fuimos nosotros. Que esta indignidad no diluya su mérito: esté como esté (flaco o gordo, entalcado o empastado, politizado o palitizado), García no deja de recordarnos que los hambrientos, los locos, los prisioneros y los idos todavía están acá. Y que por ende, muchachos y muchachas (diría Tita), es hora de que volvamos a cantar.
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