Domingo, 13 de marzo de 2011 | Hoy
Por María Moreno
Su lectura de la literatura argentina no ha sido superada y la zarpa de sus logros alcanza aun a sus enemigos. El método es bipolar (Criados y favoritos, Negreros y literatos, Mitristas y Roquistas): rico en iluminaciones que invitan a la complicidad risueña. Radica más en explotar instrumentos de eficacia lograda que en explorar remoces cosméticos o vueltas de tuerca bajo nuevas lecturas, como quien ha adquirido algo de una vez y para siempre y deja que se someta sólo a los cambios propios de la práctica. Usa el marxismo como una heráldica. En la intervención mediática, Viñas argumentaba menos de lo que increpaba, no exhumaba archivos para otra justicia, ocupaba una posición y procedía por ráfagas retóricas. Lo que iba a decir se sabía de antemano, lo que importaba era el estilo. En ese sentido tiene razón Saccomanno, al remarcar cómo la figura del polemista ha empañado la del escritor de ficciones.
Hijo del Yo acuso, ejercía su mismo totalitarismo del nombrar donde señalaba a los de la parroquia al mismo tiempo que distribuía penitencias. Su arte de la injuria era notable: llamó a Neruda “un boludo con vista al mar”.
Como muchos miembros de izquierdas, era fóbico al otro en cuerpo presente –proletario, “cabecita”, gay, homeless, tilingo, cualquiera– y prefería moverse en el campo de las ideas. Era debido al fantasma viril de la humillación a ese otro o por parte de ese otro a cuyo servicio imaginó su pluma y era el fondo neurótico, aunque no la sustancia, de su antipopulismo. Es que espontáneamente se ofendía como un señorito, por eso su obra adquiere valor precisamente en su condición de conjuro –una de sus palabras favoritas– y sobreponerse de la razón.
No era grupal, hacía lo que quería, podía comportarse como Silvio Astier. Sus enemistades solían ser ex amistades. En la cátedra sedujo con la puesta en escena de sus pasiones a través de los gestos de la comedia del arte cuya escuela no ignoraba: grandes paseos por la escena hasta conquistarla, movimientos de cejas, oportunos “morcilleos”, remates espectaculares. Los personajes más antípodas se confiesan fascinados por él, incluso los más radicales posmodernos, que lo festejan como excepción. Es por eso que en un blog de fans de la facu, su nombre puede convivir con el de Daniel Link o el de Tomás Abraham.
En la parroquia su huella furiosa es visible aun en las cortesías barrocas de Horacio González, tajea el Martínez Estrada de Cristian Ferrer, es homenaje declarado en María Pía López, tal vez su mejor discípula –puesto que el maestro eficaz transmite sobre todo lo que le falta, esta joven intelectual es comprensiva y hasta curiosa de lo que la pone en cuestión, orejera de las diferencias.
Muchos que lo han leído poco agradecen devotamente su parada en diversos bares de la calle Corrientes. No hay que equivocarse por la cabellera que adelantó en canas como la de Andy Warhol, no encarnó el mito del padre sino el del hombre solo, de cuño militar o curial, más allá de las queridas, los favoritos y las izquierdas, que identifica a la Patria y no a la familia.
Alguna vez se lo vio en Plaza de Mayo disponiendo granos de maíz sobre sus brazos. Las palomas no tardaron en posarse como si él fuera una estatua. La escena es candorosa pero significativa.
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