Sábado, 26 de diciembre de 2009 | Hoy
La maternidad es un ejercicio cotidiano, un aprendizaje constante. Claro que para las mamás trans ese ejercicio y ese aprendizaje se enfrenta, a diario, con prejuicios sociales y obstáculos legales que las convierten además en duchas buscadoras de atajos y recursos que protejan tanto al vínculo como a los niños y niñas que crecen a su amparo. Cali Riveros, Noelia Luna y doña Pocha cuentan sus historias, dando cuenta de cuántas hebras diversas consiguen formar ese entramado llamado familia.
Por Damián Martino
“Hola, ¿papá? Soy Rocío”, dijeron del otro lado del teléfono. Cali Riveros nunca imaginó que esa llamada cambiaría su historia por completo. Habían pasado doce años desde la última vez que había visto a su nena y aquella mañana, a medio vestir, a punto de maquillarse y con el mismo apuro de todos los días por llegar a tiempo a la peluquería donde trabaja, su hija regresaba a su vida con el firme propósito de no irse más. A la distancia, Cali aún recordaba el día en que siendo todavía un muchacho culposo que no resolvía el tema de su identidad, le prometió a Alejandra, su ex novia, no volver a acercarse a Rocío. Y así fue. Pasaron los años y su transformación. Así empezó lo que parecía una mañana como cualquier otra, en aquella casa ubicada en la localidad de Lomas de Zamora.
“Mi hija se presentó en la casa de mi papá y, cuando desde ahí me llamó, se me vino el mundo abajo. Lo único que alcancé a decirle fue que ya iba para allá; así que agarré el jogging y la remera más suelta, busqué una gorrita y pensé: ‘Que sea lo que Dios quiera’”, recuerda Cali, mientras prepara el mate. Frente a ella, Rocío escucha atentamente y ríe al recordar las discusiones cotidianas, en las que Cali la reprende con un “¡Más respeto que soy tu padre!”, y ella remata contundente: “¿Qué parte de que sos mi mamá no entendés?”. Sin vacilaciones, la joven de 17 años tiene en claro que su madre es su madre. “Las notas del colegio están dirigidas a la señora Riveros y así debe ser; yo no voy a ocultarla. Con mis amigos pasa lo mismo, la primera vez que los traje a casa, mi vieja se empezó a perseguir y yo le dije de una que si a ellos no les gustaba, que se jodieran.”
La tanda de mates se extiende. Madre e hija se apasionan, se corrigen, discuten, aclaran, pero siempre es Rocío quien toma la delantera. Hace poco más de dos años, aquella adolescente de fuerte temperamento decidió salir sola de una realidad aberrante: el abuso de su padrastro. “Estaba harta de la situación y me fui de mi casa. Para colmo, mi vieja no me creía y eso me superaba; así que me fui a vivir con la mamá de un amigo, que obtuvo mi custodia”, explica la joven. Luego de denunciar a la pareja de su madre e iniciarle una causa penal, se armó de valor para salir en busca de su padre biológico.
“Me enteré de la existencia de Cali a los 13, en medio de una discusión con mi vieja. Obviamente, ella no me contó toda la verdad y sólo dijo: ‘El no es lo que vos pensás’”. El tiempo que siguió a aquella declaración fue sólo incertidumbre. Roció tenía un papá que no era el que siempre había creído, y del verdadero no sabía más que lo único que su madre le había dicho: “El no es lo que vos pensás”. Entonces, ¿Quién era su padre? O mejor dicho, ¿qué era? Si bien no estaba segura, la joven contaba con su intuición: “Desde el primer momento me imaginé que el secreto que rodeaba al tema de mi viejo tenía que ver con la sexualidad. No sé por qué lo sospechaba, podrían haber sido mil cosas, ya lo sé, pero yo me lo veía venir”.
Tiempo después y alejada de Alejandra, Rocío terminaba con sus dudas tocando a la puerta de la casa de sus abuelos, esperando encontrar ahí a su papá. “No bien toqué el timbre, ya estaba llorando. La que atendió fue mi abuela. Me sorprendió mucho que me conociera. Todos me recordaban, mi abuelo también, y mi mamá me había dicho que ellos nunca se interesaron por mí”, recuerda la joven.
Aquel día, Rocío se desayunaba de un tirón con la otra parte de la historia: sus padres estuvieron de novios y, meses después de su separación, Alejandra se presentó ante Cali con la noticia de su embarazo. Sin dudarlo, aquel muchacho, que recién comenzaba a incursionar en el ambiente gay, se comprometió a correr con todos los gastos, pero desechó la posibilidad de una reconciliación. “Fue en ese momento cuando la madre de Alejandra me amenazó con un chumbo en la cabeza y me dijo que desapareciera de la vida de su hija o me mataba”, recuerda Cali, quien hizo caso a la advertencia, pero nunca dejó de estar en contacto con Rocío. Tres años después, una nena de ojos claros se presentaba en su casa. Estaba con su madre y un hombre. “Alejandra vino con su pareja y una historia falsa. Ellos pensaban que les quería sacar a Rocío, así que me dijeron que no jodiera más. Y así fue, desaparecí. Yo comenzaba a transformarme y era todo muy duro. Debía hacerlo”, remata.
Y el momento del reencuentro llegó. Rocío y Cali estaban frente a frente y podían reconocerse con sólo una mirada. “Yo no paraba de llorar y de lamentar todo lo que me había perdido por no conocer la verdad. Ella me pedía disculpas, pero no había nada que perdonar. Además, no me importaba lo que era, yo quería estar con ella sea como sea”, dice ahora Rocío. Desde ese día, madre e hija no volvieron a separarse, pero todavía quedaba un largo camino por recorrer y muchos obstáculos que derribar para llegar a la escena de los mates en casa.
“Cuando mi hija vino a buscarme, ella estaba a cargo de una tutora, ya que no podía volver a la casa de la madre mientras su padrastro estuviese allí. La denuncia estaba hecha y la causa judicial, iniciada. De todas maneras, yo no figuraba como su padre biológico y no podía tener su tutela.” La custodia de Rocío no era una meta fácil de alcanzar y pasaría por varias manos antes de llegar, definitivamente, a las suyas. Es así como, superada por la situación, la tutora entregó el poder que tenía sobre la joven a la Justicia y en su lugar, una familia cercana a Cali asumió la tutela y de allí pasó a un hogar de menores. Rocío recuerda ese episodio como el momento más “horroroso de su vida”. Luego de una discusión con sus tutores, la joven se escapó de la casa y ese acto de rebeldía le costó el boleto de ida a un instituto de Longchamps. “Las visitas en ese lugar eran muy limitadas y a mí me fastidiaba ver a Cali sólo una o dos horas a la semana. Además, lo único que yo quería era estar con ella, y los asistentes sociales sólo repetían que no podía vivir con alguien que no tuviese un vínculo formado conmigo”, agrega.
A pesar de ser su padre biológico, Cali no estaba reconocida por la madre de Rocío. Además, su condición de trans era un obstáculo para obtener la tutela. Mientras tanto, a medida que pasaban los meses, los informes psicológicos del instituto de menores declaraban que la joven mantenía una “actitud de rebeldía e indisciplina”, porque le restringían las visitas con “Riveros”. “Cada vez que veía a su mamá, mi hija tenía cambios de humores, armaba quilombo y siempre peleaban delante de la gente de la institución. Conmigo era diferente y ellos se daban cuenta”, relata Cali Riveros.
Y así llegó la oportunidad de hacerse visible dentro del hogar. Y la posibilidad de demostrar que ser madre se gana. Desde hace diez años, Cali vive con vih y si bien hoy se encuentra muy bien de salud, los primeros años la pasó muy mal, de aquella época surge Ave Fénix, la institución que preside, dedicada a brindar apoyo y sustento a pacientes con sida y que se convirtió además en el pasaporte para ganar la confianza de las autoridades del instituto. “La directora del hogar me propuso efectuar una serie de charlas educativas para las adolescentes y, gracias a mi trabajo, me permitieron ver a Rocío sin un régimen de visitas y hasta llevarla a mi casa durante los fines de semana”, confiesa Riveros.
“Así fue como, de una vez por todas, se dieron cuenta de lo bien que yo estaba con Cali. Cuando volvía de su casa, estaba tranquila, serenita y nunca decía nada”, arremete Rocío antes de que su madre la interrumpa: “Igual se mandaba bastantes cagadas la chica; si no rompía las rejas de su cuarto para salir a fumar, se agarraba a las piñas con alguien”. Sin inmutarse, Rocío sigue con su relato: “Cuando vieron lo mejor que estaba, los psicólogos del hogar decidieron que pasara con ella los tres meses de vacaciones y que volviera al instituto cuando empezaran las clases”.
Las cuestiones de identidad y género habían quedado a un lado, y el vínculo entre madre e hija ganó terreno en la mirada de los jueces. La gran noticia no tardaría en llegar: terminadas las vacaciones y vencido el plazo de custodia, un informe del juzgado reconocía a Cali como progenitor de Rocío, sin necesidad de realizar ningún tipo de análisis clínico, y le otorgaba su custodia total hasta la mayoría de edad. Desde hace nueve meses, Rocío vive en aquella casa ubicada al sur del conurbano, espera a cumplir la mayoría de edad para ser una Riveros y es ella quien, por momentos, educa a su madre: “Cali se persigue demasiado. Más de una vez me puso un pero cuando le dije que salgamos juntas, porque tenía el temor de la mirada ajena. No todos están a la expectativa de quién es ella y, además, a mí me importa muy poco lo que digan. Al que no le guste, que se cague”. En el barrio, la familia y la escuela todos saben que Cali es la Señora Riveros y la madre de Rocío, no su padre.
En el barrio le dicen “la Pocha”, y “con la Pocha no se jode”. A pocas cuadras de la estación de Laferrere, no hay un vecino que no conozca a la tarotista de la calle Sudamérica y, mucho menos, su temperamento. Casi treinta años atrás, aquella señora implacable y “de armas tomar”, como opinan sus conocidos, llegaba a la localidad bonaerense para comenzar a vivir su historia de amor con Fabián, el hombre que había podido penetrar su coraza de hierro. Rápidamente, la Pocha se hizo famosa por sus pronósticos con el tarot, y sus aciertos no tardaron en difundirse.
Ocho años después, con una clientela fija en el negocio de la futurología y la resaca de un amor lastimero que la condujo a una profunda depresión, la señora trans que había logrado el respeto de todo el vecindario, se enfrentaba a la decisión más difícil de su vida. Nunca antes habían fallado sus predicciones. Era la primera vez que las cartas no le pronosticaron lo que estaba a punto de suceder, por lo que la noticia de su maternidad llegó sin previo aviso. “Un día como cualquier otro, una clienta me propuso que me haga cargo de su hija recién nacida ya que, por motivos económicos, ella no la podía criar”, recuerda la Pocha, luego de definir ese momento como “el más importante”, luego de su transformación.
La tarotista aún no se recuperaba de la partida de Fabián y nunca había contemplado la posibilidad de ser madre, razón por la cual fue implacable en su negativa. Sin embargo, el peso de sus 38 años y la soledad en la que estaba inmersa desde su separación, fueron motivos de sobra para que, a los pocos días, trajera a la beba a su casa. “Yo no podía seguir triste y deprimida, pero tampoco quería implicarme en cuestiones legales. Dudé mucho en traer a la nena a casa, hasta que un día me harté de pensar e hice lo que tenía que hacer”, comenta la Pocha en conmemoración al día en que Yanina “cayó”.
La beba había llegado y la señora de la calle Sudamérica debía volver a enfrentar la vida con su fortaleza característica. En principio, tenía que darle un marco legal a toda la situación. “Sin dar muchas vueltas en el asunto, resolví que mi hermana fuera la tutora legal, para pasar por alto los quilombos judiciales que podría haber tenido si era yo quien reclamaba la custodia”. Es así como la tía de Yanina fue quien se registró como madre ante la ley aunque en la práctica fue la Pocha la que se constituyó como tal y enfrentó con el cuerpo, la mente y el bolsillo las tareas de una verdadera mamá. “Uno de los momentos más difíciles que pasé fue cuando tuve que internar a la nena a causa de una bronqueolitis que casi la mata. Fueron 30 días en los que estuve en el hospital con ella.”
Con un nuevo integrante en la casa, las adversidades económicas no tardaron en aparecer y el tarot no fue suficiente para cubrir las necesidades de Yanina, a pesar de la numerosa clientela y las sorprendentes predicciones de la Pocha. El respeto y la buena voluntad del barrio tampoco alcanzaban para afrontar la crisis, ni para callar las demandas. “Fue muy duro no saber cómo hacer para darle de comer a la nena, así que no lo pensé mucho y volví a la prostitución. Trabajaba todos los días en Pompeya hasta a las 24, mientras una vecina cuidaba de mi hija; así pudimos salir a flote y, con el tiempo, dejé la calle y volví al tarot”, dice con la frente bien alta la Pocha a sus 60 años, en un presente que la consagró como “la señora de las cartas”, según sus vecinos.
Y así, con un remo en cada mano, alimentó a Yanina durante toda su vida, la cuidó, la protegió y le brindó su hombro mágico cuando más lo necesitaba; con la inexperiencia de una madre primeriza, consoló el llanto de una niña indefensa, la vio crecer y convertirse en una mujer. “Ahora es ella quien me contiene en los momentos difíciles, como cuando perdí a mis padres y me peleé con mi hermana por intereses en los que no me quiero meter. Ya no existe mi familia y Yanina es todo lo que tengo”, confiesa Pocha.
Desde la ventana de la cocina, se oye una voz que a la tarotista le resulta familiar. Es Yanina que acaba de llegar de la parrilla donde trabaja a pocas cuadras de su casa. A sus 22 años, a la joven aún no se le conoció ningún novio y Pocha asegura que en caso de tener uno, “la nena” ya se lo hubiese dicho. De todas maneras, sus aires de señora chapada a la antigua impiden inocentemente que pueda ver a su hija como una mujer y darse cuenta cuánto creció. “Aunque hasta ahora no lo hice, creo que es mi deber aconsejar y acompañar a mi hija en esta nueva etapa, donde va a tener nuevas amistades y conocer a otros chicos. Es mi responsabilidad cuidarla y voy a hacer lo que sea para que nunca la pase mal, ni nadie se atreva a hacerle daño”, asegura desafiante la tarotista. La rigidez en su cara lo demuestra fehacientemente: “Con la Pocha no se jode”, y mucho menos con Yanina.
Es lunes, faltan diez minutos para las 11 y en aquella casa ubicada en el Barrio Independencia ya se palpita lo que serán los próximos tres meses de verano. El calor de la mañana y la presencia de un sol pleno dibujan el escenario perfecto para que Gastón (12), Victoria (9) y Agustín (6) disfruten el primer día de sus vacaciones escolares. En la cocina, Noelia Luna prepara el mate, mientras que Fabián, su pareja, retira del horno las últimas tostadas. Ellos son una familia como cualquier otra, salvo por un detalle: Noelia es travesti y su historia, como la de muchas otras, ha sido invisibilizada.
Casi 25 años atrás, Fabián concurría al templo de la religión africanista de su barrio, sin saber que aquél no sería un día como cualquier otro. Esa tarde conocería a la mujer de su vida, pero no iba a darse cuenta de inmediato. “Apenas lo vi, me le regalé y, encima, el caradura me rechazó. Eso conmigo no va”, comenta Luna. Fabián es una de esas personas que se caracterizan por esconder su extrema sensibilidad en una fachada de hombre duro y tatuado. Lejos de sentirse avergonzado, el hombre que se dejó cautivar por los encantos de Noelia confiesa haber dejado “el palo del rock, el arito y la onda heavy metal” para estar con ella. Casi una década después, la pareja enfrentaría un nuevo desafío: la maternidad y la paternidad.
“La llegada de los chicos no tuvo complicaciones ni papeles de por medio, siempre se realizó de persona a persona. La primera en llegar fue Victoria y todo comenzó cuando su madre, conocida de Noelia, se presentó ante ella y le dijo que no iba a poder mantener al niño que esperaba”, explica Fabián en detalle. El camino fue sencillo y, antes de que tuvieran tiempo de asimilarlo, la pareja había formado una familia. “Fue así como mi mujer corrió con todos los gastos del embarazo y cuando nació Vicky, fue anotada con el apellido Luna. Desde un primer momento, Noelia fue reconocida como el padre biológico de la bebé y la madre renunció a la patria potestad”, agrega el papá adoptivo.
A partir de aquel día, la vida adquirió un nuevo sentido en aquella casa ubicada en el Barrio Independencia y Noelia se enfrentó a la prueba más difícil: el rol de madre. “Victoria fue el desafío que yo necesitaba para comprobar, realmente, si quería ser mujer, porque para serlo no sólo es necesario tener lolas y una vagina, sino construir una familia, una identidad y el día a día en base a eso. Es así como comencé a dedicarme a la militancia, porque detrás de todo ese mundo de lujo en el cual vivía, había una realidad que conocí luego de ser madre y caer en la cuenta de que mis hijos iban a ser víctimas de mi elección y mi género”, reflexiona Noelia, actual coordinadora del Movimiento de Identidad Sexual, Etnica y Religiosa (Miser).
Poco tiempo después, la llegada de un nuevo integrante volvería a conmocionar al grupo familiar. El año 2001 terminaba con el efecto de una crisis que marginó, aún más, a lxs marginadxs sociales. En ese contexto, la familia de Noelia debía tomar soluciones rápidas y efectivas que procuraran el bienestar de Vicky, que acababa de cumplir el primer año; por lo que, como tantas y tantos argentinos, el único remedio para los Luna era irse del país. Estaba todo listo para partir a Roma, donde Fabián se emplearía en una fábrica y repuntaría la economía familiar. Nadie contaba con la aparición de Gastón, días antes de que abandonaran Argentina.
Gastón es el hermano de sangre de Victoria y llegó a la casa de los Luna a los tres años, debido a que su madre biológica tampoco podía hacerse cargo de él. La operatoria judicial para obtener la custodia tampoco contó con complicaciones burocráticas pero, una vez más, volvió a establecer implícitamente una paradoja: Noelia afianzaba su identidad femenina en el rol de madre, pero para la ley era el padre legítimo de los niños. “Dado que su mamá no había reconocido a su papá biológico, inmediatamente pude figurar como tal en el registro civil y así obtener la tutela completa de Gastón”, asegura.
Desempleados y con dos hijos a quien criar, la pareja enfrentó su peor momento. “Con Gastón viví mi mayor prueba de fuego. En principio, por cómo debimos remarla para que a ninguno de los dos les falte nada y, por otro lado, porque tuve que lograr que el nene también me adopte a mí, ya que, para él, su madre era otra”, asegura Luna. Implacable, Noelia no dudó en pedirle a Fabián que le traiga pañales y leche del supermercado que estaban saqueando, a tres cuadras de su casa, cuando la crisis llegaba a su punto máximo de dolor.
Y como no hay dos sin tres, otro bebé llegaría para completar el cuadro familiar, cuatro años más tarde. Recuperado de la depresión económica, Fabián se despertaba aquella mañana sin imaginar que, cuando abriera la puerta para ir a trabajar, se encontraría con un bebé en una canasta de mimbre, junto a una nota que rezaba: “Mejor que con ustedes no va a estar”. Fabián lo recuerda con memoria fotográfica: “Cuando llegó Agustín, tenía 6 meses, estaba todo sucio, con el pañal quemado con cigarrillos y tenía una mamadera llena de agua. No hacía más de un mes que Juan Castro nos había hecho una nota para su programa y, al margen de las repercusiones que generó nuestra familia, también movilizó a esta madre que no pudo hacerse cargo del nene”. Al igual que Gastón y Victoria, Agustín también pasó por todo el procedimiento judicial pero, a diferencia de los dos primeros, fue reconocido por Fabián. “Para la ley, el último es hijo mío”, asegura.
El mediodía se acerca y los tres chicos en fila copan la cocina para robar unas tostadas de la mesa. Cada uno de ellos conoce, con las limitaciones de su edad, que Noelia es una madre trans. “Si bien en el colegio son todos iguales y los nenes no ven a una persona a partir de su genitalidad, en el curso de Gastón se ha hecho visible nuestro modelo de familia y él ha sabido explicarles a sus compañeros que también soy una mamá, aunque diferente de la de ellos”, confiesa Luna, quien logra, año a año, que sea cada vez mayor el número de madres que concurren con los hijos a los cumpleaños de los suyos.
Producción: Diana Sacayán
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