Viernes, 21 de enero de 2011 | Hoy
SOY POSITIVO
Por Pablo Pérez
L no pudo dormir en toda la noche, escuchando el tic tac del reloj que daba ritmo a su cantinela “Qué boludo fui, tic tac tic tac, tendría que haber cogido con ellos cuando me invitaron, tic tac tic tac, estuve mal con La Masa, no tendría que haberle dicho impotente, tic tac tic tac tic tac...” De tantas vueltas que dio, la cama estaba deshecha, las sábanas en el piso y las almohadas transpiradas y con las fundas salidas. Se levantó, caminó en penumbras hasta la cocina, se preparó una leche tibia y se sentó a tomarla en el balcón, al lado de la planta de marihuana que le había regalado La Masa. Le había tomado cariño, la regaba todos los días y le conversaba, era la primera vez que tenía a alguien a su cuidado, alguien y no algo, se decía, porque aquella planta parecía escuchar sus confesiones: desde que se enteró de que era portador de HIV sentía haber pasado a una dimensión donde todo era nuevo: había fumado su primer porro; había curtido con una travesti y le había gustado, sobre todo verse a sí mismo vestido de mujer; también sentía que se estaba enamorando de un heterosexual casado, bueno, heterosexual al menos hasta donde sabía, porque aunque La Masa creyera que no era gay, fue notoria su erección cuando pelearon cuerpo a cuerpo revolcados en el pasto; por último, V, la mujer de su amigo: L hasta ahora nunca había estado con una mujer, pero si a La Masa se le pasaba el enojo y hubiera otra oportunidad de enfiestarse, lo intentaría también, ¿por qué no? Si cogía con hombres, travestis y mujeres, ¿era trisexual?” ¡¿Y vos qué decís, plantita?! L se reía solo cuando sonó el despertador como festejándole el chiste. “¡Hora de ir a laburar!” se dijo L.
Llegó a la oficina dormido. La Masa, que custodiaba firme la entrada, se hizo el sota y no le respondió el saludo. Tal vez estaba ofendido o avergonzado por la erección que había tenido con L, después de que no se le parara con su mujer. Esta vez L se excitó con solo verlo, porque ahora sabía toda la belleza que escondía bajo el uniforme. “Ya se le va a pasar”, pensó. Fue hasta su sección, bajo el imperio de la Sargenta, que esta vez lo saludó con una amabilidad que le desconocía. “¡Hola, querido!, ¿cómo estás?” Nunca la había escuchado llamar “querido” a nadie. La seguidilla de saludos inesperados siguió; hasta el cajero, con el que nunca hablaba, cuando se cruzaron en el baño, le preguntó “¿Cómo estás, man?”. L empezó a preocuparse. El cambio de actitud de sus compañeros lo intrigaba, y a medida que avanzaba la jornada, estampando sello tras sello, iba alimentando la idea de que La Masa, con lo bocón que era, hubiera tomado revancha ventilando en la oficina que L era seropositivo. Se había equivocado al confiar en La Masa. El ruido de los sellos se volvía cada vez más violento, ¡pum, pum, pum! “¡Hijo de puta!”, mascullaba, y pensaba en cómo devolverle el golpe donde más le doliera.
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