Viernes, 13 de mayo de 2011 | Hoy
Carlos Agüero trabajaba en el campo, estudiaba de noche y visitaba las redes sociales como cualquier otro chico de 17 años. Pero ese ejercicio lúdico de encontrarse con otros y otras se fue convirtiendo en una pesadilla a partir de que un grupo de compañeros de colegio empezaron a agredirlo porque no parecía lo suficientemente macho, porque no había tenido novia, porque sus anteojos eran demasiado grandes. Lo tildaban de puto, con todo el menosprecio que puede cargar esa palabra cuando en lugar de decirla se la escupe. El nunca pudo hablar con nadie acerca de su sexualidad, la vergüenza y la sensación de encierro lo llevaron a colgarse de una soga cerca del lugar donde trabajaba. Murió solo, tan solo como se había sentido en la escuela que no quiso o no pudo contenerlo, que sólo exige que sobre su caso no se hable más.
Por Flor Monfort
Carlos Agüero tenía una confidente. Su prima María era, además, su mejor amiga, su compañera de banco, su cómplice cuando lloraba por los gritos, los insultos o los comentarios en Facebook. “Putazo” le escribieron en una foto que subió a su perfil y él, que no quería tener problemas con nadie, solamente lloraba con María. Carlos Agüero tenía 17 años cuando se colgó de un árbol en el medio de un campo cerca de Chepes, el pueblo donde vivía, a 240 kilómetros de La Rioja capital. Su tío lo buscó toda la noche del 16 de abril y lo encontró al amanecer, desnucado. No dejó cartas y su círculo jura que no había indicios de que iría a matarse, pero sí hay una historia que reconstruir, un rompecabezas que revela la discriminación y el terror de un chico que, como tantos, intentaba pasar desapercibido entre vecinos y compañeros por miedo a que le pegaran, lo burlaran, lo despreciaran. “Yo no podría creer que él no me contara si era homosexual, pero ahora, que no puedo creer lo que pasó y no puedo dejar de acordarme de él, pienso que tal vez ese era su secreto”, dice María. Ella junto a Franco, el hermano mayor de Carlos, reconstruyen los días anteriores al suicidio.
Franco: –Fue el último día que Carlos fue al colegio. Nos levantamos temprano, somos cuatro en casa y nos organizamos para que cada uno haga algo. Cuando terminamos de hacer las camas y limpiar la casa, a la hora de la siesta, nos pusimos a tocar la guitarra porque yo le estaba enseñando. Después tomó la merienda y partió para la escuela.
María: –Ese día lo vi muy callado pero no pensé que pasara nada. En la mitad del segundo módulo pidió permiso y le fue a hablar a un chico, Franco Soria, que lidera el grupo de los que siempre lo molestaban. Se acercó a él y le dijo por qué le habían puesto “putazo” en la foto de Facebook y por qué no se lo decían en la cara. A Carlos siempre le gritaban “chau morocha” o decían “mirá cómo camina”, era una burla constante, pero él no quería tener problemas con nadie, ni quería que los padres se enteraran y además era muy frágil físicamente, así que la idea de tener una pelea lo aterraba.
El acto de valentía de acercarse a hablar con ellos por primera vez fue respondido con insultos y risas. Franco se puso a llorar en clase, y la preceptora lo sacó del aula y le pidió que se fuera a la casa. “No me dejó que lo acompañara y nos dijo al resto ‘que de esto no se entere el vice’”, cuenta María, que no está sorprendida por la actitud irresponsable de la escuela de dejarlo irse solo, a la noche, cuando además él había sido la víctima de las burlas. Disciplinar a través del miedo es moneda corriente en la Normal Quiroga, según la prima y el hermano de Carlos, que también fue a esa escuela.
Franco: –Yo compartí un año con él y ya desde el principio me comentaba estos ataques que sufría, pero yo le decía que no les diera bola. Lo jodían porque no le conocían novias o porque era muy estudioso. En una época íbamos a bailar salsa al Club Comercio y menos mal que no se enteraron, porque les hubiera dado tela para la joda. Este chico Franco, que era el más obsesionado con Carlos, había perdido la mamá hace poco tiempo, entonces la preceptora le dijo “entendelo, que está pasando un mal momento”, pero en general nunca reprendían a los malos y, además, ¿a Carlos quién lo entendía?
María: –Cuando terminó la clase me fui a buscarlo. Lo encontré en Cerro Carril Viejo, un galpón donde vamos los jóvenes a escuchar música. Estaba ahí solo, llorando. Me hizo prometerle que no le contaría a nadie lo que había pasado. Yo le dije que sí pero le pedí que él me prometiera que el lunes volvíamos juntos a la escuela, con la frente bien alta, y que esto no lo iba a afectar más. El me lo prometió. Yo cumplí pero él no cumplió su promesa.
Franco: –Nosotros queremos que la escuela se haga cargo, esto no puede quedar en la nada porque puede haber otros chicos o chicas en esta misma situación. Por eso llamamos al Inadi: yo creo que mi hermano no era gay, porque alguna vez me había dicho que tenía una novia, pero tampoco me interesa. El sufría discriminación y lo dejaron muy solo en la escuela. La policía está investigando, no-sotros les dimos el celular de él para que vieran los mensajes donde lo atacaban pero por ahora nadie declaró ni pasó nada con la causa. Como es un suicidio, puede quedar en la nada.
La escuela efectivamente hizo poco por contener a un adolescente que necesitaba ser escuchado. Que esa noche lo haya dejado volver solo a su casa puede parecer una anécdota que cobra sentido ahora, sabiendo que Carlos se sintió, más que liberado, sin salida. Pero es evidente que poner el velo del “secreto” en todo el episodio era la peor opción posible, igual que haber ignorado las señales de alerta durante los cuatro años de escolaridad de Carlos. Jamás citaron a los padres, nunca le preguntaron cómo se sentía, mucho menos castigaron de alguna manera la actitud violenta del resto. Pero ¿con qué herramientas cuenta una escuela cualquiera, no sólo en un pueblo aislado por la geografía, para tramitar este tipo de eventos? ¿Cuánto sigue pesando el mandato de que hay cosas de las que es mejor no hablar, sobre las que es mejor no preguntar, como si pertenecieran a la intimidad de cada uno, de cada una? De hecho, con la ley de educación sexual en suspenso de hecho, ¿en qué ámbito chicos y chicas pueden poner en juego sus dudas, sus temores, sus deseos?
Marcelo Lucero, representante del Inadi en La Rioja, explica que a raíz de este caso hicieron un relevamiento de Chepes, que es un pueblo muy chico, casi un paraje. “La escuela le dio la espalda al sufrimiento de Carlos. Era el segundo mejor promedio, jamás había tenido problemas de conducta y sufrió cantidad de maltratos en el aula. Las maestras y preceptoras en lugar de contenerlo y tratar de que el problema no pasara a mayores, lo dejaron ir esa noche. Un delirio, porque vos no podés dejar que el chico se vaya solo a la casa, mucho menos si asiste al turno noche. Es un caso que golpeó muy duro a La Rioja, porque gracias a varias cosas que están empezando a ocurrir, desde la ley de matrimonio y desde que cierta gente se niega a mirar para otro lado, tuvo bastante difusión. La directora de la escuela, Mili Vega, está tratando de tapar todo para desligarse de la responsabilidad, pero lo cierto es que su comportamiento es vergonzoso: la Escuela Normal Electrónica de Chepes es una institución estatal, sin embargo su gestión trata al alumnado como si fuera un colegio de curas y monjas, los obliga a llevar uniforme como si fuera un privado y ahora intenta que se deje de hablar del suicidio de Carlos”, dice Lucero, descargando la responsabilidad en actitudes individuales.
Apenas fue notificado, el Inadi local se comunicó con el Ministerio de Educación de la provincia, a cargo de Walter Flores, para que intervenga, no sólo en esta escuela en particular sino para que el caso motorice la reflexión general de la institución educativa y haya espacio para hacer charlas y jornadas de reflexión, pero Flores no respondió los llamados y circulares del Inadi. “Por lo bajo, nos acusan de ser ultra K, y nos mandan a pedir ayuda al gobierno nacional. Esta es una provincia muy conservadora, no es ninguna novedad, pero ignorar el suicidio de un joven por cuestiones políticas, ya me parece redoblar la apuesta de la gravedad del asunto”, concluye. También podría advertirse que exhibir la interna política, explicar lo que no se hizo sólo delata justamente eso: lo que no se hizo, lo que falta hacer.
El 27 de abril, familiares, amigos y muchos vecinos y conocidos de la familia Agüero marcharon desde la casa de Carlos hasta la plaza del pueblo para exigir la visibilidad del caso. Franco dice que necesitaba hacer las pancartas, salir a la calle, sentir que la gente se lamentaba por su hermano. Vio mil veces esa escena en la televisión: gente marchando en silencio, pidiendo justicia, tomados de la mano intentando reparar algo del dolor. No puede entender cómo su hermano no le insistió en que necesitaba ayuda, ni le dejó una carta o le dio una señal, pero también está convencido de que él sólo no puede cargar con esa responsabilidad. “El suicidio de Carlitos podría haberse evitado, tal vez yo no debería haberme callado su sufrimiento, pero él tenía terror de que papá y mamá se acercaran a la escuela para pedir que interviniera y me hacía jurarle que no iba a comentar nada, si no el grupito que lo tildaba de gay le iba a decir que era una nena de mamá.” Fátima y Roberto Agüero, los padres de Carlos y Franco, son gente de campo; ella es ama de casa, él trabaja los fines de semana en el Pozo San Carlos, un paraje donde están las bombas hídricas que proveen de agua al pueblo. Ninguno quería que este caso se difundiera, pero esto ocurrió de todas maneras, un poco por casualidad, otro poco porque hubo ciertos ecos en medios alternativos que multiplican las voces en Internet. Así, algo que en este momento puede estar ocurriendo en otros lugares, pequeños como Chepes, enormes como las grandes ciudades, empieza a salir a la luz gracias a quienes no quieren callarse. Uno de ellos es Facundo Moya, tiene 27 años y es ayudante en la cátedra de Antropología de la Universidad de Córdoba, donde temas como género, identidad, racismo y salud diferencial son centrales. Estaba en La Rioja cuando fue el suicidio de Carlos y sus padres conocen a la familia Agüero de toda la vida, por lo que el hecho lo motivó a escribir por primera vez una nota en el portal Indymedia que le dio más visibilidad al caso. “El motor para escribir la nota fue la bronca de pensar: ‘esta familia está hecha mierda y a nadie le importa un carajo’, de leer las notas diminutas de los diarios de allá y ver cómo obviaban la realidad, de hablar con Claudio Saul, el intendente de Chepes, y plantearle lo de la discriminación y que me conteste que no cree que este suicidio venga por ese lado, porque él construyó un polideportivo muy lindo para que los jóvenes puedan entretenerse, y me termine haciendo propaganda de su gestión, con la ‘música de fondo’ del llanto más desgarrador que escuché en mi vida, el de Fátima, la madre de Carlitos. Así que quizá fue, al menos en parte, una especie de intento egoísta de exorcizarme un poco de esa bronca. Si sos puto, y además de clase media, excéntrico y rubio, tenés más posibilidades de subsistencia que si sos o parecés puto, vivís en una villa, o trabajás en una fábrica, o tuviste la mala pata de nacer en un pueblo de 10.000 habitantes”, dice. Al trabajo de Facundo se sumó la acción de Fernando Baggio, presidente de La Glorieta, una organización que trabaja intensamente en el ámbito de la provincia de San Juan, muy cercana al sur de La Rioja, donde vivía Carlos. “Apenas me enteré del suicidio hice un comunicado que luego tomó la revista digital Sentido G y provocó un comunicado de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans. Intentamos darle visibilidad porque la discriminación en Cuyo es muy fuerte; no son pocos, lamentablemente, los casos de adolescentes que nos contactan porque viven diversas situaciones de violencia, por parte de sus pares, vecinos, en la escuela e incluso de sus propios padres”, explica y apunta que éste es tal vez el suicidio más visible que se ha logrado asociar al bullying escolar desde la promulgación de la ley de matrimonio igualitario.
En Estados Unidos, el acoso escolar a los jóvenes lgbt ganó notoriedad en la prensa el año pasado. Tyler Clementi, de 18 años, estudiaba violín en la Universidad de Nueva Jersey y se tiró del célebre puente Washington al río Hudson cuando un compañero de cuarto difundió un video donde se lo veía teniendo sexo con otro hombre. Billy Lucas, de 15 años, se colgó en su cuarto del Greensburg High School, en Indiana, por los tormentos recibidos durante años. Estos suicidios engrosaron la lista de los seis ocurridos sólo en septiembre de 2010 por bullying escolar a chicos o chicas gays y puso la lupa en la estadística general, que registra entre 5 y 8 suicidios por mes por esta causa.
The Trevor Proyect, una organización que brinda asesoramiento y contención en el paso a la adultez de los adolescentes lgbt, estima que los jóvenes homosexuales son hasta cuatro veces más propensos a intentar suicidarse que sus pares heterosexuales y calcula, gracias a su línea telefónica, que nueve de cada 10 estudiantes lgbt sufrieron algún tipo de acoso en su paso por la escuela. Basta poner “joven”, “suicidio” y “gay” en cualquier motor de búsqueda para registrar cantidad de casos en todo el mundo. Twitter, Facebook y otros redes sociales ayudaron a propagar el maltrato: en el caso de Clementi la voz de alerta sobre el video comenzó en la web de los 140 caracteres y luego se subió al perfil de unos de los acosadores, quien había puesto una cámara en el cuarto que compartía con Clementi para tomar las imágenes. En el caso de Lucas, sus propios compañeros llenaron su perfil de Facebook contando cómo eran testigos del acoso que él sufría, una especie de mea culpa masivo que daba cuenta del infierno sufrido por el chico.
En el caso de Clementi, los “buchones” están procesados por invasión a la privacidad y podrían tener hasta cinco años de cárcel, pero en general el bullying como delito es muy difícil de probar, se diversifica en distintos compañeros, se ampara en el anonimato de la red y no existe como figura legal. En este sentido, la causa abierta en la fiscalía de Chepes por el suicidio de Carlos no registra ningún movimiento ni se prevé una denuncia particular por parte de la familia hacia la escuela, quien, dicho sea de paso, jamás se comunicó con los Agüero para solidarizarse o excusarse por lo sucedido el día anterior a la decisión de Carlos.
Luis De Grazia, militante lgbt independiente y uno de los autores del cuadernillo “Salí del clóset” que el año pasado editó la Comunidad Homosexual Argentina, dice que éste es un caso más de los tantos que se registran cuando el colegio se transforma en un infierno para adolescentes lgbt. Algunos terminan en suicidio, como el de Carlos, otros tantos, según pudo comprobar él en la investigación preliminar a la redacción del cuadernillo, son intentos de suicidio que marcan a los chicos y los terminan de estigmatizar, y muchas de las historias de jóvenes marginados y acosados en sus lugares de estudio provocan la deserción del ejercicio escolar. “La escuela es una constante entre los chicos que no salieron del closet, porque hay un clima de convivencia donde está naturalizado el maltrato entre los compañeros. Ese discurso de ‘los chicos son crueles’ es muy pobre, porque en todo caso lo cierto es que los chicos ven adultos crueles y reproducen esas conductas. En la escuela se remarcan los estereotipos: está el negro, el boliviano, la puta, el chorro y el puto, y esa marca genera una vulnerabilidad enorme. Por tener que convivir todos los días con esa rutina tan jodida muchos chicos y chicas eligen no salir del closet hasta que terminen la escuela. Los miles de casos de homofobia, de misoginia y de transfobia tienen raíces muy profundas que no se destierran con una ley.” El proyecto del cuadernillo fue una excusa para ir a dar talleres en escuelas, cuenta De Grazia, y esa experiencia fue un exponente de las ideas que siguen circulando. Los chicos preguntaban ¿cuándo te hiciste homosexual? o insisten con que la homosexualidad es una enfermedad. En ese sentido, los relevamientos que existen en Estados Unidos sobre casos de bullying escolar a chicos y chicas lgbt señalan muy bien los contextos en los que se dan estos casos y remarcan la importancia del sin salida, la encrucijada que supone no tener apoyo en la casa, sentirse humillado en la escuela, no poder abrir la boca ni con un confidente. La información que recaban los sitios de The Trevor Project o de la campaña It gets better son útiles para encarar la militancia y las políticas públicas con otro matiz. “Hay cambios que se producen con mucha rapidez que tienen que ver con los debates o mismo con la ley, por eso son importantes, pero el horizonte sigue siendo el horizonte.”
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