Viernes, 20 de mayo de 2011 | Hoy
ADELANTO EXCLUSIVO
Malva es chilena pero vive en este país desde que a los 17 años decidió cruzar la cordillera a pie con "otros amigos mariconcitos" para escapar de un cepo familiar y social. Las luces porteñas de los años ’40 la recibieron con una calle dura pero encantadora, le dieron nuevos oficios, amores pasajeros y nuevas amistades. Los años del peronismo aparecen aquí como sinónimo de razzias, persecución al diferente, edictos y cárcel. Mi recordatorio. Autobiografía de Malva –Libros del Rojas– es por el momento el único documento en el que una travesti revisa, sin intermediarios, un pasado que da cuenta de casi un siglo, de una mirada personal, de una voz propia. Si los lectorxs se asombran por cierta incorrección política o juzgan algo confusa la manera en que Malva se ve a sí misma, valen las palabras de Marlene Wayar que aparecen en la introducción: "Más allá de la manera en la que nos autonominemos, a las personas trans se nos ha reducido a sujetos simplificados bajo nuestra condición ‘marica’ y entendiendo ‘hombre y mujer’ como lo humano posible, nuestra subjetividad ha sido des-humanizada en una coherencia nefasta: demonización, criminalización y patologización." La autora de estas memorias vivió en la época en que esta tríada estaba totalmente afianzada en el poder. Vayan, como ella misma dice, estos recuerdos de un mundo peor, para que todos los mariconcitos y mariconcitas de este siglo XXI sepan cómo vivían y cómo pensaban los que vivieron antes.
Lo primero que se me ocurre exponer para su consideración tiene relación con mi primera relación sexual. Esto sucedió a los casi once años, a raíz de una circunstancia muy especial.
En el pueblito en el que vivía en ese momento se tenía por costumbre, en los meses de verano, que los varones se bañaran para refrescarse, completamente desnudos. Una tarde en que me pude escapar de la vigilancia de mis hermanos varones, logré llegar al estero usado como pileta, para espiar cómo ellos se refrescaban dentro del agua. De inmediato fui sometido a una broma de mal gusto, que con el correr de los minutos se transformó en un acto serio. Las razones para que ocurriera fue que ellos me consideraban la mujercita del grupo y debía intimar con el jefe de la barra, según el código de comportamiento que los regía. El muchacho que hacía de jefe contaba, en ese momento, según sabía, con diecisiete años. Fue mi primera experiencia concretada. Confieso que no fue una violación, fue con mi consentimiento. Desde ese momento comprendí que mi vida sexual iría por otro camino. Después de lo sucedido fueron pocas las veces que tuve relaciones con ese muchacho, no porque no lo deseara, sino por el temor a que se enteraran mis hermanos varones, ya que eran muy respetados por el resto de la muchachada y hubiese sido una situación incómoda para ellos.
La última vez que me relacioné con ese chico cuyo apodo era Moreno, yo había cumplido los catorce años, a pesar de mi corta edad me di cuenta de que estaba enamorada de él.
Pero lo bueno no es eterno, pues muy a mi pesar me vi obligado a no verlo más, ya que a raíz de la muerte de mi padre me trasladaron a Santiago para vivir de ahí en más con mi hermano mayor. El deceso paterno trajo como consecuencia la separación de mis hermanos, una vez liquidado lo que nuestro padre nos dejó como herencia. Significó que cada uno tomó el rumbo asignado a sí mismo. Tanto otro hermano como yo quedamos a cargo del mayor. Mi otra hermana menor siguió el profesorado y logró ubicarse en la ciudad de Valparaíso. Mi separación de Moreno fue traumática. Ni él ni yo nos aveníamos a la idea de no vernos más; estábamos desolados. La escena de la separación, a pesar de los años transcurridos, jamás la he olvidado. Para mí fue la pauta de lo definitivo, mi preferencia por los hombres. A pesar de mis casi catorce años, tomé conciencia de ello.
(…) Bajamos la montaña sigilosamente, mirando hacia todos lados. Estábamos aterrados por lo que pudiera llegar a sucedernos si nos descubrían. Se agregaba a este estado de psicosis la soledad absoluta en la que nos encontrábamos.
Estábamos solos en un lugar completamente desconocido, sin más compañía que la inmensidad, con su silencio sepulcral, quebrado por el suave gemir de un viento casi gélido y el murmullo tímido y pedregoso de los deshielos, como queriendo armonizar ese silencio que por momentos nos daba miedo.
Todos los que integrábamos el grupo viajero ya conocíamos de lejos a esa enorme pared montañosa a la que siempre llamamos Cordillera de los Andes, eternamente pintada de blanco. Pero nunca imaginamos que dentro de ella se pudieran vivir sensaciones tan extrañas.
Tuvimos suerte, ya que al bajar cautelosamente el camino hecho durante la noche, nos dimos cuenta de que en cierto tramo de la ladera habíamos estado justo sobre el lugar en que se encuentra la aduana chilena que controla la entrada al túnel. Deberíamos, en consecuencia, bajar con sumo cuidado la ladera rocosa que desemboca justamente a un costado del retén de carabineros (ellos eran quienes vigilaban el lugar en cuestión).
Descendimos por un costado, casi en cuclillas, protegidos por las enormes rocas que en este caso nos sirvieron de pantalla, y nos evitaron así quedar descubiertos. Recuerdo que un carabinero salió del edificio, estuvo por unos momentos en el exterior del mismo, y volvió a entrar. Fue en ese instante y poniendo a prueba nuestro coraje, que nos arrastramos uno a uno por debajo de la ventana buscando ansiosos la entrada del túnel.
Aún era de día, y hasta hoy no me explico cómo es que no nos vieron, ya que desde el edificio de forma cuadrada hasta la puerta mencionada mediaban, según mis cálculos, unos siete metros a campo abierto, y otros tantos hasta el camino que bordea el río en formación.
El caso fue que favorecidos por la suerte nos encontramos dentro del túnel, corriendo desesperadamente al costado de la vía del tren. Teníamos que llegar al lado argentino antes de que cerraran los portones (sucede que el cierre del túnel internacional no coincide por la diferencia horaria. Ese detalle no lo ignorábamos, y nos manejamos de acuerdo a ello).
Corrimos y corrimos desesperadamente, tratando de hacer el menor ruido posible, evitando hablar en voz alta, ya que el eco podía delatarnos.
Los primeros tramos de nuestra carrera los hicimos envueltos en la oscuridad. Nos pareció haber doblado un codo dentro del túnel, ya que a la distancia observamos un círculo muy claro. Era la luz de la tarde que se extinguía.
De pronto, la luz de dos focos bien de frente nos encegueció. Se trataba de un auto con gente adentro. Es posible que se hubieran dado cuenta de que éramos un grupo de clandestinos. Nuestro coraje, hasta allí, daba sus frutos. Los portones aún estaban abiertos. Metros antes de la puerta de salida nos arrastramos sigilosamente, observando el panorama ante cualquier imprevisto, hasta que logramos llegar a una especie de cuneta, separada por un corto espacio de los arbustos y malezas cordilleranos. El terror y el asco nos invadieron de golpe. El lugar en el cual nos habíamos refugiado estaba lleno de arañas pollito. El instinto de conservación fue superior al miedo. Nos quedamos quietos sin hacer ningún movimiento, para evitar las mordeduras. Las arañas caminaban en todas las direcciones. Creí que iba a enloquecer. Los otros maricones en ese momento pasaban por la misma situación.
Luego de un largo rato de estar así, aparecieron tres gendarmes que procedieron a cerrar los portones, haciendo efectiva una norma internacional. Paradójicamente, bien cerquita de ellos había cuatro putitos que habían burlado el control aduanero. (…)
(…) A juzgar por los rasgos observados del conurbano, me di cuenta de que la Capital Federal era una ciudad extensa, muy poblada y llana, en donde la temperatura era infernal y agobiante. Igualmente, estaba fascinado.
El tren local nos llevó desde Caseros hasta Retiro en menos de una hora. A medida que avanzábamos fui observando las paradas con sumo interés. Villa del Parque y la estación Devoto llamaron mi atención. (…) Me sorprendió la característica fisonómica de la gente que ocupaba los bancos de la plaza mencionada, o de los que la cruzaban. En casi todos observé un patrón de apariencia común. Morochos, bajos de estatura, caras redondas y una manera de expresarse modulada de forma casi monótona. Comparé las caras de la gente que yo observé con la etnia araucana del sur chileno o el cholo del Altiplano. Particularmente, la impresión que yo tenía del hombre común de la Ciudad de Buenos Aires se remitía a la ya conocida a través de las películas, en las que prevalecía su particular lenguaje y un aspecto personal que en nada se parecía a lo que yo estaba viendo en ese momento en la plaza. (…) Por el desconocimiento de ciertos vocablos, mi curiosidad dio paso al recelo y luego al miedo. En cierto momento me pareció estar dentro de un antro peligroso. Ese lugar que menciono se llamó, hasta que lo demolieron, El Chispazo, lugar de encuentro de malandrinaje y del putaje capitalino.
"Vamos a venir de noche para que vean lo que es este lugar", dijo el chongo de la marica que nos guiaba. "Por ahí consiguen candidatos"; concluyó.
Este bar por largos años estuvo ubicado justo a la entrada del Parque Retiro (antes, Parque Japonés). Hoy, en ese predio, se levanta airoso el hotel Sheraton. El mencionado parque se caracterizó en esa época por ser lo más adelantado en juegos mecanizados, por ser un rejunte barato de artistas callejeros y por sus vistosas tiendas, que ofrecían al público, por unas pocas monedas, números artísticos circenses de poca monta o bien cantantes o bailarines que procuraban ganar algún dinero ofreciendo sus descoloridos servicios. Casi siempre el stock del Parque Japonés se renovaba con algún número artístico que saliera de lo común. Era así que con alguna frecuencia se presentaban, en alguna tienducha, enanos que ofrecían sus cuerpos para ser enrollados por serpientes, gigantes capaces de levantar hasta trescientos kilos o alguna gorda que era afeitada por un barbero. Me pareció ver en ese parque un verdadero mercado persa de Las Mil y Una Noches, reflejado a través del cine americano.
Para nuestra sorpresa, algunos tugurios con pretensiones de Bar Salón, exhibían afiches en los que se anunciaba la presentación de conocidas orquestas de señoritas, o bien la presencia de afamados transformistas tales como Tamar o Mirco. Rezaban esos anuncios que entre actuación de estas figuras se podía disfrutar de la música de moda, a cargo de las señoras victroleras. (...) Frente al conocido bar Epson, lugar en donde actuaba un cantaor flamenco conocido por todos como "La Valencia", estaba la Plaza Manzini, lugar que en el pasado porteño albergó al puterío de aquel tiempo. Fue el cobijo necesario de cuanto maricón pisó el Bajo, fue el reducto de putas, fiolos, buscones y clientes sexuales. Cuando la noche caía sobre la plaza, ésta se transformaba en el verdadero infierno del Dante, entre las corridas, los gritos y blasfemias de las víctimas de los arrebatadores y punguistas. El enojo de los fiolos con los yiros que traían poca plata de ganancia, las peleas entre los putos, originadas casi siempre por la capacidad para levantar a un eventual marinero que buscaba una relación homosexual, más el pito chillón de algún guardaplaza borracho, hacían de este lugar un verdadero aquelarre.(…)
(…) Esa misma tarde nuestra amiga se puso al habla por teléfono con una maricona que regenteaba el comedor de un hotel de pasajeros (El Volteadero, ubicado en ese tiempo en la calle Charcas, casi esquina Libertad). La intención de dicha llamada fue la de ofrecer los servicios de uno de nosotros. De alguna manera nos había adoptado como sus hermanos menores.
Tuve suerte, ya que de inmediato resolvió tomarme para tareas de cocina.
Eleuterio y Ricardito fueron ubicados en otros lugares gracias a nuestra hada madrina. Desde ese momento comienza para mí una vida con distintos perfiles.
Mi primera experiencia en cuanto a lo sentimental fue la proposición de vida en común con un hombre que se enamoró de mí. Esta proposición siempre fue rechazada por mí, cada vez que tuve que enfrentarla. Percibía que, interiormente, esa idea me chocaba. Pretendo poner en claro que, a lo largo de mi vida hasta ese momento, y a esa altura, ya con capacidad suficiente como para entender las reacciones humanas, el hecho del maridaje en la convivencia entre personas del mismo sexo no fue una costumbre que yo aceptara, ni contemplada por la cultura relacionada con la homosexualidad. La convivencia entre hombres, por lo menos en mis tiempos, era mal vista, y por ende, socialmente rechazada (el respeto hacia el modelo familia tradicional fue un factor que siempre predominó en la vida común chilena).
Bajo el gobierno de Ortiz-Castillo, fue posible el paisaje de tolerancia sexual que encontramos a nuestro arribo a la ciudad. Su tendencia fue catalogada como conservadora, aunque el caso fue que los maricones pudieron vivir con libertad y exentos de persecuciones policiales. Luego, la política del país dio un vuelco trascendental al aparecer en escena dos generales archiconservadores que pusieron en jaque al binomio presidencial mencionado, posibilitando años después la llegada de Juan Domingo Perón a la presidencia. Estos generales fueron Pablo Ramírez y Edelmiro J. Farrell.
En este contexto, tanto en el caso de Eleuterio como en el de Ricardito, sus conductas personales tomaron un rumbo equivocado, motivado tal vez por el deseo de experimentar emociones distintas, a las que por su formación cultural no estaban acostumbrados. La curiosidad y el deseo jugaron un papel importante en sus comportamientos personales, enredándose en la inexperiencia y fantasía, que los condujeron a situaciones dolorosas de las que no pudieron escapar. El error más grave, de acuerdo a mi criterio, fue el mezclarse con individuos marginados y convivir en pareja. Por el hecho de ser mariquitas y de origen chileno se los involucró en la misma actividad ejercida por sus parejas, pungas. Esto les trajo como resultado el ser prontuariados como pederastas y delincuentes. (...) El dictamen fue inapelable, se los rotuló como delincuentes y amorales (esto último equivalía a la pena de muerte). Pude observar en ese informe maldito que no se mencionaba su calidad de inmigrantes clandestinos. Sólo se señalaba la supuesta actividad delictiva y su color sexual.
Tuve que aceptar esa resolución arbitraria por la falta de organismos defensores de los derechos humanos. El Pacto de San José de Costa Rica creo que aún no existía. El caso fue que ante la situación que afectaba a mis amigos, no tuve más remedio que asumir la realidad y resignarme a ella.
Mi debut en la cárcel de Villa Devoto se produjo a fines de 1949, precisamente en el esplendor del régimen peronista, justo en la época en que desde el balcón de la Rosada se hacía ver la pareja entre el delirio de la multitud allí reunida para escuchar la particular perorata siempre referida a lo mismo. En cuanto a mis vueltas a Devoto, en todas ellas comprobaba la renovación del plantel de maricones presos. Desde ya que provenían de distintos estratos sociales. Los había de condición profesional, estudiantes, trabajadores comunes y también de las "ranchadas" del puerto, o sea, putos sin oficio. Todos estábamos en la misma situación, la de sobrellevar de la mejor manera posible nuestro arresto, pero sin dejar de practicar el código de convivencia interno, en el que se establecía la elección de la comadrona, la distribución común de todo y el repudio al puto ortiba. En una de mis vueltas a Devoto ("Tovode" o "La estancia", como llamábamos a este lugar), con 21 días sobre mi cabeza, me encontré con la novedad de que se había encontrado la manera de hacer más llevadero nuestro encierro. Tal novedad consistió en fabricar una llave ganzúa para abrir el candado que aseguraba la puerta de la celda. Esta tarea fue encomendada a un maricón con oficio de cerrajero, que de casualidad cumplía un arresto de treinta días. Se debía tener acceso a un corredor cuyo extremo daba a los baños del cuadro 11, destinado en ese momento a la detención de políticos e infractores a la ley del agio. Este decreto-ley iba en contra de todo comerciante que incurriera en el delito de aumentar los precios de los productos de manera no autorizada. Tal infracción era castigada con un arresto de iba desde los noventa días, y a veces sin días estipulados, vale decir, sin fecha de término. De hecho, tanto políticos como agiotistas estuvieron en ocasiones detenidos por meses.
Dicha llave se fabricó con un fin bien claro: salir del cuadro a la madrugada para confraternizar sexualmente por entre los barrotes con algunos de los detenidos.
La dichosa llave trajo para las maracas un resultado placentero que hizo más llevadero el encierro forzoso. A consecuencia de ello hubo entre nosotros momentos de desacuerdos, ya que todos queríamos salir al mismo tiempo para atender a los chongos, y así recibir los regalos que nos hacían por los servicios prestados (cigarritos, comida y dinero). Ante las dificultades surgidas que pusieron en peligro nuestra travesura, se impuso afortunadamente el buen criterio y fue la comadrona la que sugirió la idea de salir de a dos para evitar inconvenientes.
Pero todo empieza y todo termina, digo esto porque el decreto en contra del agio fue derogado y los infractores fueron liberados. En cuanto a los políticos, se los llevaron a otro cuadro. Es de imaginar que la llave ganzúa perdió su valor. Creo que las autoridades de Devoto nunca se enteraron de su existencia.
Mi Recordatorio. Autobiografia de Malva, se presentará el 15 de junio en el auditorio del Centro Cultural Ricardo Rojas, a las 19, con la presencia de la autora, Marlene Wayar y Cristian Alarcón.
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