Viernes, 3 de junio de 2011 | Hoy
No es por azar que al armar una cartelera sobre cine y diversidad, aparezcan películas con monstruos, vampiros y muchas vampiras, escenas terroríficas con estética camp o bañadas de un romanticismo queer. Quienes contribuyeron a un cine diverso hallaron muchas veces en el placer monstruoso la posibilidad de poner en evidencia una pasión con potencia de shock. El ciclo “Cine y Diversidad” que se presenta en el Malba durante todo el mes de junio incluye un amplio espectro de películas donde se vislumbran lo raro y lo ordinario, lo cínico y lo solemne, lo estable y lo mutante de ser lo que cada cual es.
Por Diego Trerotola
Si se lo mira desde el ángulo indicado, desde algún rincón oscuro, el cine de terror es un género eminentemente erótico: el susto, esa conmoción del cuerpo, es una “pequeña muerte”, la misma forma con que los franceses llaman al orgasmo. ¿No se tiembla de miedo igual o parecido a las sacudidas por el shock orgásmico? Claro que es un miedo estético que se vive con la seguridad de espectador/a que puede gozar de su experiencia como hedonista del escalofrío. Se espera, en todos los casos, que el julepe pase por el cuerpo, que embista de una imagen a otra, en un golpe de montaje, sonoro y visual, que electriza, que pone la piel de gallina para cacarear la emoción en un grito primario, para que se abran los poros como esfínteres receptivos del placer horroroso. Lxs voyeurs de cine de terror saben que el secreto mal guardado del género, el que lo hace vigoroso y cala hondo en las masas, es la seducción del monstruo, el goce de su presencia desafiante, la atracción por su figura desfigurada, que incluso a veces, con mecanismos explícitos, nos hace identificarnos con él o ella, ser monstruos como fantasía, como mambo deforme, perverso. Si lo monstruoso es, en términos generales, el calificativo reservado a lo que se aparta de una normalidad, que se define por sus diferencias con un parámetro de conducta y aspecto aceptado como propio por una sociedad de pertenencia, entonces toda empatía, todo magnetismo, todo deleite con algún grado de monstruosidad es un placer queer.
“Gran parte del siglo XX, los homosexuales, como los vampiros, rara vez pudieron reflejarse en el espejo de la cultura popular”, escribe Harry M. Benshoff, con precisión e inteligencia monstruosa, en la introducción a su erudito libro Monsters in The Closet, una lectura de la historia del cine de terror a partir de la representación de la diversidad sexual, publicado hacia fines de los ‘90 pero nunca traducido al español. Para Benshoff, la categoría de “monstruo queer”, no sólo le sirve para analizar la homofobia cristalizada en retratar a homosexuales y trans como figuras horrorosas, mortíferas, sino también para reivindicar la idea de ruptura de los órdenes naturalizados de la sexualidad y del género, recuperando la fuerza del movimiento queer para desestabilizar, casi como una estrategia terrorista, las ideas y las imágenes que se mecanizaron, petrificaron sobre qué significa ser hombre o mujer, tanto como qué es ser gay, lesbiana, trans o cualquier forma alejada de la heteronorma. Es decir que el rechazo hacia el monstruo que la política asimilacionista del movimiento gay-lésbico había promovido, al denunciar y rechazar imágenes grotescas y repulsivas de la diversidad sexual, no debía ser un punto de llegada que termine por congelar del lado de la normalidad, regulando toda representación pero también perdiendo la capacidad de explorar y desarrollar con libertad verdadera el valor crítico de las diferencias de personalidad. Tal vez, todo esto lo sintetice nuestra poeta local trans-pirada Susy Shock cuando canta, recita, replica versos donde propone “reivindicar el derecho a ser un monstruo”. Tampoco es que los movimientos queer de los ‘90 y el posporno hayan inventado este orgullo monstruoso, porque como documenta Richard Dyer en su libro sobre el cine glttb antes de la visibilidad permitida, ya a mediados de los ‘40 una nota de Robert Duncan en la publicación de izquierda Politics describía así la estrategia de un grupo proto-queer: “Como las primeras brujas, los activistas homosexuales han rechazado cualquier lucha por la igualdad social y, lejos de buscar dinamitar la superstición popular, han aceptado el rótulo de demoníacos”. Tal vez, esta misma creencia tenía el cineasta gay James Whale para crear el díptico de Frankenstein y La novia de Frankenstein, desglosando en dos la novela gótica de Mary W. Shelley: su capacidad para representar al monstruo queer como paria, como perseguido e incomprendido social pero también la ironía sobre ese retrato, lo hicieron crear el camp terrorífico, un estilo que haría escuela entre la complicidad para leer guiños encriptados en los relatos macabros sobre la sexualidad. Un ejemplo de su humor es que si el terror debe poner los pelos de punta, nada mejor que crear un ícono de esa idea: Elsa Lanchester con peinado batido vertical en plan proto-glam-punk es la versión extrañamente femenina y pop de Lady Frankenstein, moldeado en una peluquería. Como prueba del poder seductor, de la potencia mujeril y maricona de ese tocado, sirva de prueba que La novia de Frankenstein es la primera película que recuerda, como niño, haber visto Manuel Puig, y que eso fundó su estética de glamour cinematográfico como afrenta al patriarcado. La obra de Whale fue muy analizada desde una perspectiva queer, gracias a su carácter fundacional, y a la película Dioses y monstruos, que expuso masivamente la sensibilidad homoerótica del cineasta.
Una saga de terror adolescente, la primera de la historia del cine pero no tan analizada en su justa medida, había presentado a un Frankenstein teen, un atleta musculoso en plan pin-up, interpretado por el chico Playgirl Gary Conway. En la película del final de la trilogía, Cómo crear un monstruo (1958) de Herbert Strock, Conway se interpreta a sí mismo, y es seducido por el maquillador que lo convierte en monstruo-chongo. Es que la relación homoerótica entre el Dr. Frankenstein y su criatura cambió de paradigma con la de moldear a un ser apolíneo, en lugar de horrible y anómalo, pero conservando una dimensión monstruosa por sus músculos, su físico hipertrófico y que fue recién continuada en los ‘70 por Flesh for Frankenstein (1974) de Paul Morrissey y la troupe de Warhol, y por Rocky Horror Picture Show (1974), con el personaje que da título a la película, un efebo producto del laboratorio de Frank-N-Furter, transexual alienígena.
Benshoff, no se sabe por qué, omite a La hija de Frankenstein (1959) de Richard Cunha, gema clase B, tal vez superior en su poder de transgresión queer que la película de Strock del año anterior. Hay dos monstruos femeninos, el primero, una mujer peluda metamorfoseada a partir de una pócima. El segundo es un mutante creado a partir de cerebro femenino introducido en un cuerpo masculino, la primera criatura trans del cine de terror. Llamar “ella” a una figura tan viril, como repetidas veces se hace en la película sin ironía explícita, es un desafío a los géneros que, posiblemente, cause terror, especialmente al adolescente target de La hija de Frankenstein.
Tanto fue el poder de seducción glam-gay de las películas frankeinstenianas de Whale que, más de seis décadas después, La novia de Chucky (1998) del guionista fuera del closet Don Mancini, creador del muñeco diabólico ochentoso, volvió a las fuentes del maestro del terror camp para remixarlo explícitamente en plan descontrol del deseo monstruoso mezclado con el metaterror de los noventa, en una película de barroco entramado de referencias culturales, que incluye a un personaje gay (difícil de encontrar en películas de terror de esa época) y a Alexis Arquette, el más queer de los actores mainstream. A partir de la película, la familia de Chucky, su novia y su hijo totalmente queer que aparece en la secuela (y que desacomoda la expectativa de género y orientación sexual que sus padres esperaban), fueron convertidos en souvenirs queers para adolescentes. Ni la gran imaginación de Mary W. Shelley se hubiese imaginado hasta dónde llegó su personaje, pero seguro estaría orgullosa.
Cuando Bela Lugosi relame sus colmillos de Drácula al inicio de la década del 30, mientras mira la yema del dedo sangrante de Renfield, y se tienta con chuparle el dedo viril, es tal vez la forma más deliciosamente obscena de fundar el homoerotismo vampírico cinematográfico. Puede que no haya más pistas para leer a contrapelo la sexualidad hétero del vampiro en esa película, pero el Conde no esconde su principio de placer: ver esa gota basta para saborear la sangre queer y entender el cariño a ese Drácula, el más famoso de la historia del cine, desde la mirada de su director Tod Browning, que demostró un compromiso amoroso por deformes y marginales, en toda su filmografía, en especial con Freaks. Es que de chupasangre a queer hay un solo paso, que el cine dio varias veces. Porque es obvio, mucho más que en el frankeinsteinismo, que los rituales vampíricos son fetichistas, sadomasoquistas y estimulan la bisexualidad: la sangre y la yugular no tiene sexo ni género. Se trata sólo de morder, beber, amar sin preguntar con quién. En otras palabras: los no-muertos no le hacen asco a nada, a pesar de que la actual saga Crepúsculo trata de sostener un pacato universo para poner límites disciplinarios a los monstruos adolescentes, las venas del horror circulan libremente. Vampiro que se trasforma en murciélago es negra mariposa nocturna y siente orgullo por la oscuridad de su deseo. El pálido rostro del vampiro parece abrevar del mismo maquillaje que usaba Rodolfo Valentino, prueba de ello es el Drácula de Paul Morrissey, producida por la Factoría Warhol, que se inicia con un delicado Udo Kier maquillándose frente a un espejo, con la ironía camp implícita por la imposibilidad del reflejo, como un narciso imposibilitado, que igual puede sostener sus afeites de mariconería monstruosa. Como escribe Paul Roen en su guía de cine gay High Camp, “el guión debía designar a Kier como heterosexual, pero su performance cinematográfica es totalmente gay. Lo mismo para su asistente Arno Juerging”. Y si se suma que está Joe Dallesandro, modelo chongo del under warholiano, no hay vampiro que pueda resistir la carne de varón. Pero la más prolífica raza de vampiros fue lésbica y se multiplicó hasta ser como la segunda representación más popular del erotismo y del sexo entre mujeres en la cultura cinematográfica del siglo XX, después del porno heterosexual, con el que comparte bastante. Porque las vampiras lésbicas, a veces, parecen moldeadas por la mirada masculina, pero su presencia perturbadora no pareciera tener la misma domesticación para la mirada machista. La hija de Drácula (1936) de Lambert Hillyer, pionera con Gloria Holden en su rol de Condesa Zaleska, vamp bisexual, que igual, reduccionismo mediante, se transformó en un ícono del lesbianismo en la pantalla. Pero como sostiene Benshoff en su libro, la película plantea una alianza que marca una representación de la diversidad sexual como forma comunitaria al establecer una asociación entre Zaleska y su sirviente, interpretado con teatralidad queer por Otto Kruger. La primera forma de comunidad reunida por su orientación sexual en el cine estadounidense fue monstruosa y, más allá de pertenecer al género fantástico, contiene un guiño documental: la acción transcurría en el barrio Chelsea de Londres que, como el Greenwich Village de Nueva York, era un barrio de trasgresión sexual ya en esas épocas. Tal vez, La hija de Drácula sea una de las primeras películas en testimoniar una estrategia de presencia territorial como visibilidad basada en una experiencia real de resistencia diversa en la luz y en las sombras.
En la década del 60 comenzó la explosión y explotación lésbica del vampirismo en cine, y una de las pioneras fue Domingo negro (1960) de Mario Bava, elegante especialista gótico-gore del terror tortuoso. La protagonista es la gélida dark diva Barbara Steele, tal vez la máxima expresión en horror femenino, que hace un doble papel, angélica y demoníaca, acosándose a sí misma, mujer contra mujer en un especular y erótico juego de duplicidad. La escena clave: ella, en versión vamp, ataca a su lado inocente pero es repelida por la cruz de su escote, símbolo cristiano para espantar a los colmillos sedientos. Puede que sí, puede que no, pero el crucifijo entre esas tetas, vista la película desde su gótico gusto por la deformidad, es una denuncia, que otras del mismo género vampírico harán sobre la moral cristiana y la represión sobre el cuerpo (especialmente el femenino) y sobre el deseo. Anticlericalistas o no, herejes o no, los crucifijos de películas de vamps lesboerotizadas funcionan como arma fálica de la que las mujeres huyen, casi tanto como de las estacas que las aniquilan, y tal vez también sea otra afrenta al cristianismo como forma de legitimar el patriarcado, reivindicado en la superioridad masculina de la lógica de las jerarquías eclesiásticas. No es raro que Steele sostenga una impronta réproba de teatralidad antimachista, de la que se convirtió casi en símbolo, como dominatrix que no se subleva, monstruosa emancipada en su gélida forma de encarnar el horror, incluso cuando se parodia a sí misma en el papel de la chica leather que castiga a latigazos al Vittorio Gassman de La armada Brancaleone (1966). Pero si la Steele se debía multiplicar para mostrar su deseo polimorfo, la productora Hammer, especialista en terror erótico, contrató a una brigada de mujeres para encarnar a la trilogía de la condesa Mircalla Karnstein, el logro más importante del vampirismo lesbo-softcore, siendo posible su desnudismo festivo gracias al ascenso del porno chic de principios de los ‘70. Dos partes se programarán en el ciclo del Malba, en doble función, para potenciar su exceso carnal: Ataúd para un vampiro y Las hijas de Drácula, ambas de 1971, y con ganas de multiplicar el morbo en escotes de pulposas disponibles para sangrar de amor-terror. Acá se desarrolla, llevando a una potencia puerca, el fetiche de las poseídas por el deseo de sangre de morder las tetas más que los cuellos, como práctica sexual superlativa del kamasutra lesbo-vamp.
Cuando Peter Jackson, hasta ese momento director de películas de terror, ciencia ficción y exceso gore, decidió dirigir Criaturas celestiales (1994), basada en el caso real de las adolescentes lesbianas, neocelandesas y asesinas, tal vez no hubiera leído nada de la teoría queer que empezó a circular en los años anteriores, pero tenía como referente todo un cine de terror, que ya citaba en su obra anterior, que le dio la clave para tener una visión romántica del monstruo queer, casi como hacen las dos protagonistas, que crearon un universo paralelo, a partir de las películas, a la medida de sus deseos, para poder habitarlo y superar la lesbofobia institucional de la década del 50. La película empieza con ellas corriendo ensangrentadas por un bosque, como si fuesen vampiresas empachadas de una película de la Hammer. Y la primera vez que ambas se conocen, y se enamoran, una elogia una cicatriz de la otra, como reconociendo el rasgo que la hace una Lady Frankenstein. Es que la educación sentimental y cinematográfica de ellas, de Jackson y de toda persona que contribuyó a hacer del cine algo más diverso, encontró en el placer monstruoso la forma privilegiada de un amor que no quiere perder su potencia de shock, su primigenio y gozoso temblor emotivo.
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