Viernes, 18 de julio de 2008 | Hoy
Es cierto, pocas personas saben quién es Alan Turing. El iniciador de la inteligencia artificial, padre de la cibernética, abuelo de las modernas PC, parece no formar parte de la selecta familia de la ciencia. Su condición de homosexual, que figura en el origen de sus investigaciones y que no ocultó siquiera en tiempos de duras persecuciones, lo llevó primero a la castración, luego a la muerte y finalmente al olvido. La leyenda dice que sigue vivo en la manzanita de Apple.
Por Marianino
Sólo una vida queer puede servir de pasta para un relato que mezcle sin mayores inconvenientes los primeros desarrollos de la cibernética, la historia de Blancanieves, el espionaje internacional, la homofobia de las instituciones estatales y la manzanita glow in the dark que late en el lomo de las laptops de Apple. Esto, y mucho más, es lo que encierra la biografía de Alan Turing, niño prodigio, matemático, pionero de la informática, criptógrafo, filósofo, inglés y puto avant la lettre.
Padre de la inteligencia artificial (craneó la “prueba de Turing”, que servía para determinar si una máquina podía ser considerada “inteligente”), padre de la cibernética y abuelo de nuestras PC, Turing también tuvo un papel destacado en la Segunda Guerra Mundial. Fue uno de los miembros centrales —si no el más importante— del equipo científico de los aliados encargado de decodificar los mensajes en clave del ejército nazi. En especial, Turing ideó un método para derrotar las enormes capacidades de enredo de la encriptadora Enigma, una máquina de codificación que los alemanes usaban entre otras cosas para dirigir sus ataques con submarinos. Una vez destronada, de ser una formidable arma secreta, Enigma pasó a ser una bocina que indicaba los pasos del ejército alemán como en altavoz. La intervención de Turing logró evitar miles de muertes y que muchos barcos y submarinos fueran bombardeados. Con este prontuario, la poca familiaridad del nombre parece inexplicable.
De acuerdo con la crítica norteamericana Avital Ronell, que estudia a fondo “el caso Turing” en su libro Pulsión de prueba (Interzona, 2008), la historia de la ciencia se ha caracterizado por silenciar la vida de los científicos en general. “Las experiencias, pasiones, impulsos e intereses que han llevado a un individuo a hacer ciencia en primer lugar son mantenidos en un cauto silencio en las narrativas tradicionales. Poco sabemos de la infancia de Einstein, los amores de Newton, la familia de Stephen Hawking. Se supone que todo eso no nos dice nada sobre estos hombres en tanto científicos, menos aún sobre sus trabajos en sus respectivos campos.” La vida de los científicos, en general, no se lleva bien con la pretendida seriedad de la ciencia. Pero el roce entre “vida y obra” llega a escándalo cuando hablamos de alguien que transita carriles no convencionales y se empecina en obedecer y desplegar un deseo homosexual aún no tolerado. En ese caso, la única opción es el silencio: a Turing se lo ha borrado de las historias mainstream de la ciencia, cuando un mínimo criterio de justicia histórica indicaría que sus aportes deberían ser tan celebrados como los de Einstein, los de Gödel o los de Bill Gates. Hasta ahora, la ciencia ha renegado de su científico gay. O lo ha disimulado. Precisamente porque la homosexualidad de Turing no es un detalle que pueda ocultarse: está en el origen de su curiosidad y en el final de su aventura científica.
Concretamente, Turing comenzó sus primeras exploraciones tras la muerte de su primer amor, un compañero de secundaria llamado Christopher. Devastado por esa pérdida, el pequeño Turing se pregunta si la mente de Chris seguirá viva más allá de su cuerpo, si su intelecto seguirá funcionando bajo formas no humanas. Según los pocos biógrafos con los que cuenta —entre ellos figura, de manera sobresaliente, su madre—, esas dudas fantasmales, motorizadas por su deseo, son el combustible inicial de toda su investigación en torno de la inteligencia artificial. En su obra Rompiendo códigos, que en nuestro país fue dirigida por Alejandro Maci y protagonizada por Arturo Puig hace casi diez años, el dramaturgo y guionista Hugh Whitemore le hace decir lo siguiente a un Turing ya postrado: “Fue una obsesión que me acosó durante años. ¿Qué son los procesos mentales? ¿Pueden tener lugar en algo distinto a un cerebro vivo? De alguna manera, una manera muy real, muchos de los problemas que he tratado de resolver en mi trabajo retrotraen directamente a Christopher”.
Comprometido con el futuro, con los fantasmas, con el desciframiento de códigos secretos, Turing también estaba comprometido con su sexualidad disidente. En una época en la que la homosexualidad era directamente ilegal en Gran Bretaña (seguía vigente la ley que había condenado a Oscar Wilde a principios de siglo), Turing tenía sus novios, sus amantes y sus compañeros de lecho ocasionales. Uno de ellos, confirmando todas las previsiones del sentido común sobre el calvario gay, era además un ladronzuelo, y con ayuda de un cómplice entró en la casa de Alan durante su ausencia para hacerse con una serie de cosas sin demasiado valor. Consternado, paralizado, se diría que falto de juicio, Turing decide ir a la comisaría a presentar una denuncia. Los policías, muy amables, le piden que dé los detalles del caso. El genio de Alan habla como loca y cuenta todo. Sí, me robaron. Entraron con una llave. Sí, porque uno de los muchachos era mi amante. Bueno, dormimos juntos un par de noches. Sí, tuve novios, pero ahora no tengo una relación estable. Sí, sólo me acuesto con hombres. Muchas gracias. Hasta luego.
Turing volvió muy contento a su casa y días después se encontró con lo que no había previsto: una denuncia en su contra por “indecencia grave y perversión sexual”, y la citación a comparecer ante el juez por sus actos de sodomía. El juicio avanzó sin problemas y en 1952 se lo condenó a prisión. La misma sociedad que alentaba el carácter experimental de su aporte científico condenaba el carácter experimental de su estilo de vida. Como compensación, el tribunal le ofrecería seguir experimentando consigo mismo: podría cumplir con arresto domiciliario si aceptaba someterse a un tratamiento con hormonas femeninas tendiente a debilitar su libido torcida. El tratamiento con estrógenos aún no había sido testeado. Los biógrafos de Turing no se explican por qué eligió esta opción. Ronell sugiere que probablemente lo sedujo la idea de volver a ponerle el cuerpo al futuro, la idea de ser pionero de un porvenir aún no comprobado. Como sea, eligió el arresto domiciliario. Y enseguida empezó a tratarse con las dudosas hormonas. Resultado: trastornos en el sueño, ansiedad generalizada, incapacidad de concentrarse, mareos, aumento de peso. Como efecto colateral le crecieron un par de pechos redondeados. Y quedó impotente. Hubo también otros efectos residuales, menos ligados a su estructura celular: sufrió el escarnio público, perdió su trabajo como decodificador (durante la Guerra Fría los homosexuales eran considerados traidores potenciales), su hermano declaró a los medios británicos que sentía vergüenza de Alan, etcétera.
A poco más de un año, Turing no aguantó más y decidió acabar con su vida. Se acordó de su cuento de hadas favorito, Blancanieves, y fue a comprarse una bolsa de manzanas. Volvió a su casa, eligió la más roja, la roció con cianuro y le dio un mordisco. Lo encontraron al día siguiente, en el piso, con una manzana mordida en la mano, la misma que Steve Jobs decidió colocar en el lomo de su primera Mac.
A más de cincuenta años de su muerte, esta víctima de los experimentos de la homofobia sólo recibe contados y bien discretos reconocimientos. La obra teatral de Whitemore es uno. La biografía de su madre, otro. El logo de Apple, nunca esclarecido (a veces se lo adjudica a la preferencia del creador de la compañía por las manzanas; a veces se habla de un guiño al sello inglés que sacaba los discos de Los Beatles), el más notable y el más silencioso. Todos ellos cautos homenajes al impotente Turing, padre intelectual de nuestro presente artificial.
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