Viernes, 1 de junio de 2012 | Hoy
Su condición de gay destinado a ser galán, su condición de lindo que luego del accidente lo convierte en casi nadie, hicieron de Montgomery Clift un icono molesto, siempre a punto de ser olvidado. La obra de teatro Cliff (Acantilado), dirigida por Alejandro Tantanian, pone en escena las relaciones entre diversidad e industria del cine, belleza, felicidad y las consecuencias de un closet en pantalla grande.
Por Paula Jiménez
“Yo conocía a Clift de verlo en algunas películas pero nunca fui un fanático suyo”, cuenta Alejandro Tantanian, el director de la obra basada en este personaje y que vuelve a poner en escena al icono difuso que es Montgomery Clift: “Quizá porque nunca se transformó en un icono popular. No es un actor como James Dean o Marilyn Monroe que entraron a la fama por la muerte joven y la belleza. El licuó un poco ese efecto a partir del accidente que lo desfiguró. Si hubiera muerto en ese momento habría entrado al panteón de los bellos jóvenes muertos, y sin embargo entró a otro panteón, más anónimo”.
Minutos después del accidente casi fatal del 12 de mayo de 1956, una amiga suya se metió entre los hierros retorcidos del auto para salvarle la vida. El actor tenía dos dientes clavados en la garganta, que ella –Liz Taylor– le sacó para que pudiera respirar, entrándole con sus pequeños dedos en la boca partida en pedazos. Aquí comenzaba la historia de la decadencia de Clift, el bello que pierde la belleza. ¿O empezó antes? Esta escena es uno de los primeros datos que sabemos de Clift cuando lo miramos desde la platea de Cliff (Acantilado), la obra dirigida por Alejandro Tantanian, escrita por el español Alberto Conejero López, e interpretada magistralmente por Nahuel Cano. “Hollywood vendió y sigue vendiendo la historia de Clift desde el accidente hasta su muerte en el ’66 como un suicidio largo, el más largo en la historia del cine. Yo creo todo lo contrario”, sigue Tantanian. “Lo extraordinario fue que después del accidente no se suicidó, sino que trató de reinventarse y mostrar al mundo lo que podía hacer. Detrás de un rostro arruinado en el accidente había un actor con vocación y con enorme ansia de demostrar cuán grande era. Una persona atravesada por conflictos, con una sexualidad que no aceptaba de ninguna manera y por eso toda esa época se le hizo muy cuesta arriba, por eso tanta droga y alcohol. No fue un suicidio, sino un intento desesperado de seguir viviendo. La obra intenta dar cuenta de eso.”
El accidente es el punto de partida para desarrollar la historia de los años más críticos, sus últimos diez. Son los del alcoholismo y la adicción a las pastillas con las que aliviaba los dolores de un rostro que se destruyó (y que para que el actor pudiera seguir rodando El árbol de la vida fue reconstruido en tiempo record). Son los años en que su subjetividad parece haberse dividido más que nunca entre la necesidad de seguir en el candelero y la de defender su verdadera vocación teatral (en la obra, lejos de los éxitos de taquilla, lo que anhela Montgomery es volver a interpretar La gaviota de Chéjov junto a su amiga Elizabeth, en una pequeña sala).
Son también los años en los que se agudiza su pelea contra una industria cinematográfica que lo confinó desde el comienzo al rol de galán de Hollywood (ahora desfigurado), un papel que nunca lo convenció demasiado y que pudo sostener a costa de silenciar su homosexualidad (considerada por los productores como mala prensa). El, después del accidente, cuenta Tantanian, “intentó demostrar que detrás de la cara bonita había un actor gigante. Cuando leí la obra por primera vez, me conmovió por su intertexto con La gaviota, por esa mirada sobre el trabajo del actor, por esas ideas que tiene sobre qué hacer frente a una situación dolorosa, cuál es la posibilidad de salir si es que se sale, cuán grande es el peso de los sueños”. En una de las escenas de Cliff se proyecta una serie de fotos del porno gay y en muchas de ellas parece ser el propio Montgomery el fotografiado. La industria porno que, paradójicamente, tan apartada de la moralina de Hollywood parece estar, fue y es, sin embargo, el lugar en donde muchas de sus estrellas dieron los primeros pasos a la vida pública (el negocio sexual queda también insinuado en otra escena en la que Clift le recuerda a su amigo Marlon Brandon los lugares por donde ambos han tenido que transitar hasta convertirse en lo que fueron).
Cliff (Acantilado) es un monólogo de casi una hora y veinte en el que la tensión dramática no decae en ningún momento y que comienza con un joven Clift de hablar enfático, que baila ante el público raptos de un twist mecánico para conquistarlo por el fácil camino del entretenimiento, y termina con otro Clift que, tras haber recorrido completa la parábola del éxito y el desastre, se arroja desnudo, como un trapo viejo, en un rincón del escenario. Pero ni el desastre ni el éxito llegan solos a la vida de nadie ni son siempre obra caprichosa de un azar. En Cliff hay una historia que los precede y que pudo haber comenzado con una madre piadosa y posesiva que generó en su hijo tan amado una deuda impagable. “Hiciste tanto por mí, mamá, que me llevará toda la vida deshacerlo”, dice el personaje de Montgomery, sentado frente a una mesa pelada donde sólo hay un whisky, un atado de cigarrillos y una máquina de fotos. La máquina servirá para fotografiar a un efebo que lo visita, al que Clift mira tras la lente con su ojo izquierdo destruido por el accidente, un joven al que, entre el deseo reprimido y el desprecio, maltrata paranoicamente. Pero no lo maltrata solamente a él a causa de su propia homofobia –que también cuenta, claro–, sino que el Montgomery Clift de esta historia maltrata a todo el mundo. Su ego desmesurado, sumido, además, en un alcoholismo violento y en el dolor, parece haber perdido dimensión de los otros. Desde esta perspectiva, Conejero López, su autor, no pudo haber encontrado mejor forma para narrar esta porción de la biografía de Clift que la de un largo monólogo. Los otros, esos a los que el personaje les habla (Liz Taylor, Marlon Brandon, su madre, sus propios productores, Lorenzo –su amante–, y el efebo), en la puesta quedan sugeridos del otro lado del teléfono, de la mesa, del escenario, del otro lado de todo. “¿Cómo puedo no ser Montgomery Clift?”, se pregunta Monty (así se presenta él mismo). Lo hace al mirarse en un espejo que le devuelve un rostro reconstituido que ya no es el suyo, o sentado en una butaca de la sala, entre los espectadores, fuera de una escena vacía que ya no lo tiene en su centro. Traducido a interrogantes más filosóficos y universales, esta pregunta que el personaje se hace también podría ser: ¿cómo se llena una identidad?, ¿cómo se hace para asumir el peso social que esa identidad impone?, ¿cómo se puede no ser lo que se es, aunque eso que se es, cambie, envejezca, se transforme y ya no podamos reconocernos en lo que somos o fuimos? Alejandro Tantanian, en la dirección, y Conejero López en el guión, encontraron la manera de dotar de complejidad una subjetividad aplanada por el estereotipo del actor famoso. El Montgomery Clift de Cliff parece haber buscado hasta último momento la manera de salir de la trampa que le tendió Hollywood, aunque terminara cayendo por el acantilado de la desesperación y las adicciones y muerto a los 45 años (un final que en la obra se sugiere como un suicidio desde el momento en que el personaje de Clift hace mención al tiro que se dispara Treplev, el personaje de La gaviota). Para el gran público, su recuerdo ha quedado bajo la sombra de otros mitos de su tiempo, como James Dean o Marilyn Monroe, y poco se ha sabido de su vida y de su obra. El director Alejandro Tantanian se está ocupando de devolverle la visibilidad que la industria y la homofobia hollywoodense le han quitado. En la cuidadísima puesta de Cliff predominan el blanco, el negro y el gris del cine de aquellos años, la música lounge, el twist, algunas voces en off como la de Marilyn Monroe cantándole al presidente Kennedy el feliz cumpleaños y la de otra mujer –que podría ser Liz– cantándoselo a él. Poco más que esto. Una buena actuación, una estética elegante y austera y una atmósfera de gran emotividad, conjunto de elementos que, merecidamente, se lleva los enfáticos aplausos de una sala donde sólo queda libre la butaca en la que el personaje de Montgomery Clift, cansado de sostenerse en pie, se sienta de a ratos.
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