Viernes, 30 de mayo de 2014 | Hoy
MEMORIA HISTóRICA TLGB DEL ALTIPLANO
La edición del libro Memorias Colectivas. Miradas a la historia del Movimiento TLGB de Bolivia recupera varios hitos del lento proceso de salida del closet del país andino y rescata del olvido la vida del “Q’iwa” Gerardo Rosas, el bailarín que les daba ganas a todos de beber más y más chicha, artista folklórico de los años ’50 y ’60, pionero activista y agente de diversión.
Por Nicolás G. Recoaro
Otras penas por el estilo cantaba Gerardo Rosa dejando mudas a las siempre alborotadas audiencias de las chicherías de la ciudad de Sucre: “Nunca desde que he nacido / he conocido la dicha / porque siempre la desdicha / andará delante de mí. / Dicha que hoy poco duró / desdicha la llamo yo / desdichado el dichoso / que de aquella dicha gozó”. Gerardo Rosas dejaba mudas a las siempre alborotadas audiencias de las chicherías de la ciudad de Sucre con esta declaración de penas. En las chicherías populares enclavadas en los arrabales de la capital de Bolivia todo era distinto, quizás un poco más democrático, y ahí Gerardo encontró un espacio con menos prejuicios, donde se ganaba todas las noches el mango zapateando, cantando y vendiendo el áureo brebaje que nace de la fermentación del maíz. Así lo hizo durante tres décadas, y hasta logró trascender ese espacio: llegó a grabar varios discos y obtuvo cierto reconocimiento dentro de la música folklórica de Bolivia, hasta que su historia quedó en el olvido. “Gerardo fue un valiente, que se abrió espacio en una sociedad conservadora respondiendo con canto e ironía a la burlas, los golpes y persecución”, explica desde las alturas paceñas David Aruquipa, integrante del colectivo travesti la Familia Galán y miembro del TLGB de Bolivia. A 30 años de la muerte de Gerardo, su figura es recuperada en el libro Memorias Colectivas. Miradas a la historia del Movimiento TLGB de Bolivia, escrito por Aruquipa, Paula Estenssoro y Pablo Vargas. Según sus autores, “el objetivo es rendir un homenaje a los primeros activistas, cuya lucha y valentía estaban quedando en el olvido, pero también profundizar en la historia de las primeras organizaciones sociales, para generar debate pero desde una mirada diferente, nos hemos dado cuenta del aporte que hemos hecho a la cultura de Bolivia, desde la música y la danza como expresiones artísticas hasta la generación de pensamiento para lograr la inclusión, el ejercicio de la democracia y el respeto pleno de los derechos a favor de todos los bolivianos”.
Caballeros de alta alcurnia, bohemios de bajos recursos, aristócratas, plebeyos, señoras de casas bien, cholas de casas mal, empleados grises y artistas algo descoloridos. En los años ’50, las chicherías eran reconocidas como un espacio libertario, igualador social, donde todas las clases sociales confluían. “En este microcosmos social se practicaba una amplia democracia totalmente desconocida en cualquier otro ámbito de la sociedad oligárquica de Bolivia. Lo que no podía la política lo conseguía la fraternidad de la chichería. De pronto, en lo más íntimo, todos se sentían por igual cholos y mestizos, en fin, ‘vallunos’”, cuentan Gustavo Rodríguez y Humberto Solares en su artículo “Utopía y disciplinamiento de la chicha”. Corrían los primeros años de la revolución que había estallado el 9 de abril de 1952, y el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) impulsaba la reforma agraria, la educación básica y la nacionalización de las minas. Pero además, el MNR daba carta de ciudadanía a las relegadas comunidades indígenas, el derecho al voto a todas las mujeres bolivianas y crédito a la postergada cultura popular dominada por una cosmovisión andina algo folklorizada. Aruquipa afirma que “las chicherías forman parte de estos espacios cotidianos de socialización popular, que logra imponer su origen indígena en una sociedad racista y prejuiciosa hacia todo lo que tiene origen campesino, indígena y popular. En las famosas chicherías se daba un fenómeno social complejo, donde diversos personajes eran parte de este encuentro. Y precisamente estos ámbitos populares fueron los espacios donde se manifestaron y visibilizaron los homosexuales, maricas y ‘q’iwas’ que aún permanecen en el imaginario de la cultura popular de Bolivia. Gerardo Rosas fue uno de ellos”.
Dicen que Gerardo siempre jugaba de local en las chicherías de Sucre, sobre las mesas agitaba su jopo y meneaba su cintura, mientras cantaba y zapateaba en éxtasis con sus tacos cubanos. “En su tiempo, Gerardo era una ‘aka bandera’, es decir, una persona que atraía a la gente para el consumo de la chicha en los boliches. Las dueñas iban a buscarlo hasta su casa para que fuera a sus chicherías, todas tenían una mesa capaz de resistir el zapateo del Q’iwa Gerardo, porque de un salto subía y bailaba muy lindo. Era flamenco criollo, al estilo nacional, con música del bailecito”, recuerdan algunos de los testimonios rescatados en Memorias Colectivas.
En quechua, la palabra “q’iwa” está asociada a los cantos de los pájaros y los llantos de las llamas que pueblan el Altiplano. Pero también significa “doble espíritu”, ya que se dice que, en épocas prehispánicas, en las comunidades había personas q’iwas dotadas de talentos únicos para comunicarse con el mundo espiritual masculino (“dioses del arriba”, representados por las montañas) como con el femenino (la terrenal Pachamama). Pero desde la sangrienta conquista española, y hasta la actualidad, el término “q’iwa” es utilizado en forma peyorativa para llamar a los homosexuales. En su investigación, Aruquipa da voz a diversos amigos y compinches de Gerardo, como la chola chuquisaqueña Chunchuna, que recuerdan los versos irónicos y las sonrisas socarronas que el artista les dedicaba a los que despectivamente le gritaban “q’iwa”: “En una época social prejuiciosa y moralista, irrumpía utilizando sus habilidades artísticas, como la música, el canto, la danza, la broma, la improvisación, con las que contestaba, cuestionaba y criticaba al poder, y son estos atributos los que hacían imprescindible su presencia en estos ambientes. Esto podría verse como una aceptación de la presencia de Gerardo desde un sentido utilitario y servicial para promover la diversión, la alegría y el entusiasmo, que le permitía tejer una relación momentánea de clase y estatus, pero se rompía el momento de volver a la vida cotidiana, donde no dejaba de ser señalado desde la marca moralista de la época”.
Para finales de los años ’60, Gerardo pudo dar el gran salto dentro del liliputiense mercado discográfico boliviano. Grabó tres discos para el sello Capital, trabajó asiduamente en varias radios locales y se transformó en una respetada figura de la música folklórica. Algunos dicen que “rompía las taquillas y su público hacía largas colas para comprar sus discos” en Sucre y La Paz. Sonriente, feliz y rodeado de flores se lo puede ver en la tapa de sus LP Gerardo Rosas. Canta a Sucre. Sin embargo, en esa época también debió ocultarse por la persecución llevada adelante contra los homosexuales por los gobiernos militares, que a punta de pistola manejaban los destinos el país andino. Los “fondeos” en el lago Titicaca replicaban en Bolivia la metodología que había aplicado el gobierno del dictador Ibáñez en Chile, durante los años cincuenta. “Como en los barcos del general Ibáñez / Donde aprendimos a nadar / Pero ninguno llegó a la costa”, escribió Pedro Lemebel en un fragmento de su demoledor “Manifiesto”, haciendo referencia a aquellos barcos de la muerte de la Marina chilena.
“En un ambiente de tal prejuicio, hay que considerarlo valiente, mil veces valiente, porque se enfrentó a una sociedad que le hacía sufrir. Sin embargo, él reía ante las estrecheces de una sociedad pagana y conservadora”, se destaca en la investigación de Aruquipa. Durante los años setenta, Gerardo retornó a Sucre y vivió intensamente la bohemia hasta el último de sus días. Una cirrosis fulminante se lo llevó en 1984, el día de la fiesta del Señor de los Milagros. Tenía 60 años.
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