Viernes, 17 de octubre de 2014 | Hoy
DíA DE ACCIóN MUNDIAL POR LA DESPATOLOGIZACIóN TRANS
Las noticias lo anuncian así: “Por primera vez en la historia, la Organización Mundial de la Salud sacaría la transexualidad del capítulo dedicado a ‘trastornos mentales y del comportamiento’”. Sin embargo, la despatologización parece un punto todavía lejano en el horizonte. ¿Qué hay de bueno y qué hay de mejor? A estas y a otras cuestiones responde un activista clave en la mirada despatologizante que ostenta como excepción y como orgullo en el mundo la Ley de Identidad de Género argentina. Mauro Cabral es codirector de GATE, desde donde coordina su iniciativa internacional sobre el proceso de reforma de la Clasificación Internacional de Enfermedades.
Por Soy
Este año, tras dos años de deliberaciones y bajo una sostenida presión de l*s activistas por la despatologización, la OMS hizo pública la creación de un nuevo capítulo en el borrador online de la CIE-11: el Capítulo 6 sobre salud sexual, en el cual se han incluido las “incongruencias de género”, entre otros códigos. ¿Esto significa que en la nueva Clasificación las personas trans ya no están patologizadas? ¿Qué significa, después de todo, despatologizar? El activismo por la despatologización es una lucha emancipatoria, aunque los términos mismos de esa emancipación estén también en disputa. Para unos significa el pleno acceso a derechos sin requisitos diagnósticos; para otros, la eliminación de los diagnósticos y la subversión del orden medicalizado de los cuerpos. Entre una y otra posición –y sus múltiples variantes– se tensionan versiones contenciosas acerca del rol de la medicina en la definición de las diversas experiencias trans y en torno de la propiedad misma del cuerpo. La demanda de transiciones quirúrgicas y hormonales, ¿expresa formas radicales de incorporación protésica a través del recurso autónomo a la medicina como instrumento, o expresa formas conservadoras de expropiación tecnológica del cuerpo en los tiempos alienantes del biocapital? Mauro Cabral lo resume así: “La despatologización como horizonte se parece, en este sentido, a una cinta de Moebius: la apuesta por el máximo de libertad pareciera hacerle el juego al enmascaramiento de la biomedicina como principio regulador del deseo de transicionar; la apuesta por el mínimo, en tanto, pareciera hacerle el juego a la perpetuación de la lógica biomédica, diagnosticando el deseo transicional como patología personal y política.”
–Es cierto, ese mundo en que identificarse en un género distinto al sexo asignado al nacer es considerado un modo patológico de existencia no terminó. Sin embargo, en este tiempo tanto el Manual de Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) como la CIE han pasado por un intenso proceso de revisión y reforma.
–Primero en aclarar que ya si partimos de que se trata de un “Manual”, supone un límite infranqueable: cualquier categoría incluida entre sus páginas será, por definición, un trastorno mental. Ahora se ha eliminado el “trastorno de identidad de género” y se lo ha reemplazado por la nueva versión de un viejo diagnóstico: “disforia de género”. Si se toman en consideración las pretensiones totalizadoras del diagnóstico anterior –que patologizaba a las personas trans sólo por ser quienes somos–, la “nueva” categoría podría verse como un avance, puesto que enfoca la atención clínica en la experiencia trans específica del sufrimiento y deja de aplicarse una vez que ese sufrimiento desaparece. La verdad es que, en todo el mundo regido material y simbólicamente por el Manual y sus códigos, las personas trans seguimos estando atrapadas en una versión u otra de la enfermedad mental, y seguimos siendo catalogad*s como una especie de sufrientes. Y hay que recordar que los diagnósticos provistos por ese Manual siguen siendo condición imprescindible en muchos países del mundo para acceder a derechos tales como el reconocimiento legal y las modificaciones corporales, las cuales siguen siendo concebidas en este marco, e indefectible, como el “tratamiento” indicado para un sufrimiento diagnosticado, y nunca como un modo biotecnológicamente mediado de expresión de sí.
–En el caso de la Clasificación, el Grupo de Trabajo reunido por la Organización Mundial de la Salud también apuntó a reducir los alcances del diagnóstico y recomendó la eliminación de todas las categorías diagnósticas que afectan de una u otra manera a las personas trans, incluyendo el “trastorno de identidad de género” y el fetichismo travestista, entre otras. También recomendó la introducción de nuevas categorías en la próxima edición de la Clasificación: “incongruencia de género en la adolescencia y la adultez” e “incongruencia de género en la infancia”. Y, lo que es fundamental, recomendó finalmente evitar toda mención a las cuestiones trans en el capítulo sobre trastornos mentales.
–El “trastorno de identidad de género” es un diagnóstico tan nefasto que pareciera que cualquier categoría capaz de reemplazarlo tiene, por fuerza, que ser al menos un poco mejor. En ese sentido, la “incongruencia de género” también evita diagnosticar a las personas trans sólo por ser quienes son, atendiendo más bien al malestar que pudiera causar la incongruencia entre la identidad de género y el modo en el que se encarna. Sin embargo, como es obvio, sólo se puede patologizar la incongruencia a través de invocar implícitamente un ideal cisexista de congruencia (corporal, identitaria, expresiva). Y, además, se vincula taxonómicamente la incongruencia con el sufrimiento, y la congruencia con esa felicidad con certificación sanitaria de la que supuestamente gozan l*s congruentes y que l*s demás carecemos. Es decir: se ha propuesto que identificarse en un género distinto al que se nos dio al nacer deje de ser un trastorno (mental o de cualquier índole), pero lo que está en peligro de extinción es la posibilidad de vivir modos no estereotipados, disidentes, incongruentes, del género.
–La respuesta sigue siendo motivo de orgullo y dolor: sólo un país en el mundo –el nuestro– admite el acceso al reconocimiento legal de la identidad de género y el acceso a la salud transicional sin requerir un diagnóstico, psiquiátrico o de cualquier tipo. Dinamarca se sumó recientemente a la lista, pero sólo en lo que respecta al reconocimiento legal. Esto significa que en el resto del mundo aquellas personas trans que aspiran a modificar su inscripción registral o su configuración corporal, continúan requiriendo de códigos en el DSM o en la CIE para tener acceso a esas modificaciones (toda vez que acceso no sólo significa autorización sino también la cobertura de salud pública o privada). Ninguna de estas consideraciones justifica, sin embargo, la introducción de la categoría “incongruencia de género en la infancia”, y es por eso que gran parte del esfuerzo en pos de la despatologización está centrado en resistirla.
–La explicación más sencilla es que la diversidad de género en la infancia sigue siendo culturalmente insoportable, pero los argumentos “racionales” son otros. Se habla, por ejemplo, del abordaje clínico de la ansiedad que podrían sufrir papás y mamás de niñ*s que se rebelan contra las expectativas asociadas al sexo que les asignaron al nacer (es decir, se propone la patologización de la infancia como terapéutica adulta). Otro argumento habla de la influencia decisiva del diagnóstico en el mantenimiento y expansión de recursos para la investigación, incluyendo el financiamiento y las posibilidades concretas de publicar investigaciones, un argumento no sólo perverso sino además falaz: allí están décadas de investigaciones y publicaciones sobre la homosexualidad despatologizada. Hay quienes argumentan que el diagnóstico es la única manera de garantizar la inclusión educativa en un mundo donde la segregación por sexos ha sido tan naturalizada como despolitizada y donde, tristemente, se concibe los marcos diagnósticos como más efectivos que el marco de los derechos humanos. Finalmente, un argumento central entre quienes apoyan tanto el viejo como el nuevo diagnóstico es la capacidad de funcionar como historia clínica, es decir, el funcionamiento del diagnóstico como un archivo.
–Puesto que la primera intervención biotecnológica transicional es la administración de bloqueadores hormonales en la pubertad, hay quienes consideran que un diagnóstico infantil es necesario para garantizar el acceso inmediato al tratamiento. Esta posición universaliza la necesidad diagnóstica a partir de un tratamiento disponible en pocos países, y naturaliza esa misma necesidad (nada curiosamente, la “incongruencia de género en la infancia” es defendida por los mismos equipos médicos que proveen el tratamiento). Peor aún, este argumento instituye la hormonación como destino común, imponiendo el diagnóstico temprano como un modo de asegurar la transición futura. Tal y como lo sostienen desde el propio campo médico expert*s de la talla de Sam Winter o Simon Pickstone-Taylo, es obvio que todos estos argumentos fracasan a la hora de atender las dos necesidades principales de l*s niñ*s: crecer en un mundo que no les imponga formas normativas de la masculinidad o la feminidad a través del sometimiento diagnóstico, y la necesidad de contar con información, apoyo y contención.
–La Clasificación ya tiene –y va a tener– códigos no patologizantes que permiten el acceso a servicios capaces de brindar asesoramiento y acompañamiento, si fueran necesarios, sin la necesidad de diagnóstico alguno. Y para aquellas circunstancias en las que es necesario atender la depresión o la ansiedad infantil (producidas, en muchos casos, por la hostilidad y el rechazo que l*s rodea), la CIE ya tiene, y tendrá, códigos generales que permiten su cobertura.
–Sin dudas, aunque se trata de procesos distintos y de cuestiones distintas también. Abordar las cuestiones intersex desde una perspectiva despatologizadora implica no solamente afirmar que la diversidad corporal sexuada no es, ni debe ser considerada, una patología; implica también el trabajo cuidadoso de distinguir, en la configuración de cada cuerpo intersex, aquellas características que necesitan de atención médica de aquellas que no la necesitan. También es preciso incluir y articular las consecuencias irreversibles de la patologización en el activismo por la despatologización, incluyendo el dolor crónico, la esterilidad, la mutilación y la insensibilidad genital, el trauma postquirúrgico, las fístulas e infecciones crónicas, los cambios metabólicos generados por la extirpación quirúrgica de gónadas o los tratamientos farmacológicos de “normalización” corporal, es decir, el registro de que la patologización (nos) enferma.
–Desde mediados de los ’90, el movimiento intersex le disputa a la biomedicina su jurisdicción sobre la intersexualidad. Es evidente, por ejemplo, en las vicisitudes de la terminología. A finales del siglo XIX, el hermafroditismo mitológico fue resignificado como categoría de uso clínico y acompañado de sendos pseudo hermafroditismos para permitir un mayor rango diagnóstico. Al promediar la segunda década del siglo XX se volvió necesario introducir una nueva denominación, más acorde con el desarrollo de un vocabulario especializado; y entonces comenzó a hablarse de cuerpos intersex, aunque los términos anteriores aún sobreviven. El éxito de la lucha iniciada por el movimiento intersex en los ’90 en pos de la despatologización de la intersexualidad –y la apropiación y subversión del diagnóstico, transformado en identidad política– tuvieron como respuesta una nueva embestida patologizadora. En el año 2006 se creó una nueva clasificación, que no sólo reorganiza la multitud de cuerpos intersex en una taxonomía de “trastornos del desarrollo sexual” sino que, como argumenta la investigadora intersex Georgiann Davis, procuró restablecer la autoridad médica sobre esa jurisdicción en disputa: nuestros cuerpos. Un aspecto central por la despatologización intersex en este momento pasa por resistir la imposición de ese vocabulario y sus variantes, puesto que para el movimiento intersex existe una relación intrínseca entre nomenclatura y tratamiento. Mirtha Legrand diría: “Como te ven, te tratan”. Los avances de la genética y de las tecnologías de monitoreo fetal han extendido las fronteras de la medicalización hasta alcanzar a los embriones intersex –frecuentemente sometidos a de-selección a través del diagnóstico preimplantación–, promoviendo el aborto selectivo de fetos intersex y la administración prenatal de drogas para “prevenir” el nacimiento de niñ*s intersex.
–El propio activismo intersex enfrenta la patologización constante de sus demandas (nuestra lucha suele ser desestimada en tanto síntoma político de cuerpos trastornados). Y puesto que las intervenciones de normalización corporal tienen lugar habitualmente en la primera infancia, la mutilación genital infantil intersex pareciera infantilizar al movimiento, mutilando nuestra capacidad de ser reconocid*s como activistas adult*s con la expertise de más de veinte años de lucha sostenida. A pesar de estas resistencias, la fuerte presencia del activismo intersex en los sistemas regionales e internacionales de derechos humanos ha contribuido decisivamente a la identificación de prácticas médicamente innecesarias y no consentidas como formas de tortura, de abuso médico y de esterilización forzada, coercitiva o involuntaria, lo que es decir, como violaciones a los derechos humanos.
–Hace años circulaba por el mundo de habla castellana una oración que afirmaba: “Mi cuerpo, primer territorio de paz”. Me gustaría, un día, ser capaz de suscribirla. Hoy no es ese día. Mientras dure esta guerra (o mientras yo dure), lo que queda de este cuerpo es mi primer territorio de lucha.
Seminario sobre despatologización
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