Viernes, 17 de octubre de 2008 | Hoy
Tarde llegan para Miguel de Molina los homenajes y el amor de España que, otra vez, a cien años de su nacimiento, lo quiere muerto, pero en su tierra. Perseguido tanto por rojo como por homosexual, el artista de las blusas a lunares y el lujo recargado propio de mantones de Manila no condicionó su coming out al termómetro de la falsa tolerancia sino que pagó el precio de su libertad con lágrimas; aunque resistiendo con risas y cachondeos.
Por María Moreno
Miguel Frías Molina, como es habitual en la tradición gay, no tuvo un solo nombre sino varios: Miguel de Molina, “Niño Bonito” o “La Miguela”. Recordarlo no es llegar tarde a la conmemoración de su nacimiento, que fue en Málaga el 10 de abril de 1908, sino volver atemporal el homenaje que se debe a los precursores, aquellos que no sometieron su coming out a los vaivenes de la tolerancia sino que vivieron pagando el precio de su libertad con lágrimas, pero resistiendo con risas, cachondeos y hasta bravuconadas, como cuando decía frente al público: “Mi nombre es Hércules”, y luego, poniéndose de espalda, “para mis amigos Her... culito”.
Su expulsión de España, luego de la Argentina, por su condición de rojo y homosexual, publicitada como ejemplar, resultó paradójicas en cuanto sensibilizó sobre la existencia de un castigo sin delito y ejercido sobre un personaje popular, aplaudido hasta por sus enemigos.
Miguel de Molina murió el 15 de marzo de 1993. Es probable que no haya llegado a concurrir a ninguna Marcha del Orgullo, pero su autobiografía Botín de guerra, coordinada por Salvador Valverde con investigación de su sobrino Alejandro Salade, debería formar parte de un archivo queer nacional; el hecho de que su autor haya dejado múltiples apuntes de su puño y letra autoriza a que se denomine al libro “autobiografía”. Molina utilizó para contar su vida el dorso de hojas de radioteatros en el que escribía con tinta de distintos colores (¡ay, cuánto marca la política de la blusa!). De ese modo ahorraba con esa monotonía de niño de dos guerras que, si lo dejan y aun cuando haya hecho fortuna, se empeña en hacer papel higiénico con diarios viejos abollados con las manos y cortados en cuadraditos para colgar de un gancho junto al inodoro. Los cuadernitos eran apaisados, la originalidad ante todo.
Hijo de un zapatero y una empleada doméstica, sobrino de una usurera con colmao y nieto de un exportador de pasas de uva con un sentido muy estético –las envasaba en latas con imágenes de bellas andaluzas de mantilla–, Molina tuvo una infancia pobre, pero inventora. Lo primero que se le ocurrió fue armar con unas tablas un escenario para entretener a los niños de su barrio de Salamanca, mientras sus madres trabajaban en las fábricas. En Botín de guerra dice en broma haber inventado el jardín de infantes, pero el poeta Fernando Noy diría que puso niños en barbecho. Empezó su carrera organizando juergas por Andalucía, pero antes fue ayudante en quilombos más o menos encubiertos, como el de Pepita la Limpia, en donde era chico de los mandados, bueno para conseguir la mejor pescadilla y la sidra de oferta, entre personajes que rodeaban el ambiente del toreo y del cante jondo y que llevaban alias como Antoñito el Divino, Pepita la Modernista o Curro Candao. En Marruecos conquistó a un príncipe árabe al que los disturbios políticos hicieron huir del palacio sin “concretar” con el joven al que llamaban “Niño Bonito” y que había llegado en barco desde Algeciras.
Pero el niño bonito supo encontrar un argumento para su gusto por los muchachos más arábigo que griego, y en Botín de guerra se lo adjudica a un proxeneta con fez de fieltro colorado y borla de seda negra: “Me dijo después que muchos de esos hombres pertenecientes a una raza viril y ardorosa sostenían el rito del amor con una gran pureza y rechazaban la palabra ‘sodomía’ por considerarla despectiva para el elevado concepto de la iniciación amorosa de muchos adolescentes”. Su verdadero debut fue con un moro llamado Samido y lo cuenta como calcando la canción que lo hiciera famoso, “Ojos verdes”: la noche de pasión, el silencio elocuente sobre lo acontecido, como encareciéndolo y el despostar embelesado “y nunca una noshe maj bella de mallo he vuelto a viví”.
Miguel de Molina dice no haber grabado más que veinte temas: las películas en que participó andan por ahí (Luces de candilejas y Así es mi vida), pero los cortos Pregones de embrujo y Luna de sangre se perdieron. Queda la memoria precaria de los que lo vieron en vivo y de los que desplazan su imagen a la de Manuel Banderas cantando “La bien pagá” o “La niña de la ventera” en Las cosas del querer.
Lo suyo no era el cante, pero enrulaba los finales y sabía arrancarse el taconeo con una fuerza persuasiva que le valió que le dieran el papel de Carmelo en El amor brujo de Falla. Soledad Miralles y Amalia Isaura fueron sus compañeras antes de que la blusa inventada, la cinturita de avispa, los pininos aprendidos en las cuevas del Sacromonte, le dieran para solista.
Fue republicano sin énfasis, actuó de ese lado, amó a algún miliciano, firmó solicitadas, no ocultó su devoción por Lorca. “¿Entonces, por qué a mí?”, solía preguntarse.
Su rival tenía un nombre inquietante, “Concha”, que a él debía despertarle imágenes tan impresionantes como la ídem que Alejandra Rampolla utiliza como utilería pedagógica en tamaño catástrofe: cuando la pupila Camelia quiso iniciarlo en lo de Pepita la Limpia, él se replegó en su lecho de engripado: estaba caliente, pero de fiebre. Sin embargo, no faltaron mujeres que lo amaron con obsesión, como una tal Mami Malena, que era de la oligarquía argentina, y la misma Amalia Isaura, más una serie de monjas y madamas que lo llenaron de preferencia y zalamería con esa pasión de algunas hétero por el gay confidencial y de lengua desatada. Concha Piquer era franquista y las revistas del corazón insistían en que había provocado la expulsión de España de Miguel de Molina.
–Una vez Miguel nos citó con Paco J’mandreu en Plaza Italia –cuenta el poeta–, porque se ve que ahí iba a comprar revistas, venía con la bolsa de la feria con un repollo, zanahorias, no sé si flores. Estaba como escondido entre los puestos, como temeroso, porque tenía ese lorquismo de la persecución política. Yo quería hacerle un reportaje para la revista Privado. Me pidió 200 dólares, porque la loca, una vez que se le abolló la luz, había puesto el taxímetro. Yo quedé en consultar con el director de la revista. El apareció por esos días en el programa de Susana, pero cuando yo ya tenía el ok, se murió. Me acuerdo de que nos contó que Conchita Piquer no había sido la que pidió su expulsión sino que su enemigo era un alto miembro de la Falange, padre de uno de sus amantes.
Reprimir exige sus burocracias. En la España de Franco, primero se lo torturó, luego se le prohibió trabajar, y luego se lo desterró en pueblos sin salida al mar: Cáceres y Buñol. El 10 de noviembre de 1939 es una fecha que no olvidó. Acababa de comunicar a su empresario que cumpliría el contrato por el que ganaba diez veces menos que antes de la Guerra Civil a cambio de seguridad falangista y que luego se pondría de independiente con su compañera Amalia Isaura. En el Pavón de Madrid hizo función a la tarde y se fue a descansar a su camarín. Lo vinieron a buscar tres tipos que él describe en Botín de guerra como gangsters al estilo hollywoodense: las solapas de las camperas velando el rostro, cinturones gruesos y boinas vascas. Allí los nombra con eufemismos como “el sindicalista del espectáculo” o “el escritor más conocido por sus servicios al franquismo que por su obra”, el responsable de la Dirección General de Seguridad de Madrid –a éste sí lo identifica, se llamaba Mayalde–. El relato tiene los detalles de toda detención ilegal; el descampado adonde lo llevan puede ser el mismo de Operación Masacre, la misma sensación del sobreviviente de que los agresores, luego de cumplida su misión, permanecen emboscados para rematar, el mismo deambular cubierto de barro y sangre ante puertas que se cierran y autos que no se detienen. Le dan “máquina” –él escucha la palabra y se aterroriza, tal vez el significado de la palabra sea universal–, pero no se trata de la picana: le cortan el pelo como a mordidas en esa tradición facha de castigar a lo coiffeur. Lo tratan de rojo y maricón mientras le rompen los dientes y el labio. Luego le hacen beber aceite de ricino como si quisieran aleccionarlo en el lugar por donde lo acusan de gozar. Molina aclara que, como no ha comido nada, larga el ricino como un grifo. Todo el relato destila una conmovida identificación con Federico García Lorca, de quien era fan, aunque el granadino prefiriera la machorrez de Ignacio Sánchez Mejía al “Niño Bonito” adicto a las blusas de lunares. El deseo de hombre a hombre o de mujer a mujer siempre busca una aguja en un pajar y la encuentra: en Cáceres, Molina se hace amigos de dos alférez falangistas, uno de los cuales es poeta y con el que tiene un romance; en Buñol se desnuda en las acequias con un tal Rex.
Años después, en la Argentina, en donde se blanqueaba cantando “Ojos verdes” en programas familiares emitidos por Radio Belgrano, forradísimo de plata por la marca de aceite Ricoltore, y mientras arrasaba en el Avenida taconeando con golpes de yunque, la detención bajo el gobierno del general Ramírez fue legal. Sucedió el 31 de julio de 1943. Entonces hizo esperar a la policía y se cosió diamantes en los hombros de la chaqueta; ya antes, en la España en donde se le cambiaba la letra a “Ojos verdes” (en lugar de “Apoya en el quicio de la mancebía”, había que decir “Apoya en el quicio de tu casa un día”), en momentos de justificada paranoia, había escondido joyas en un pan con sobrasada. Según Juan José Sebreli, en su Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires, Molina era habitualmente amenazado por las revistas Cabildo y Pampero; cuando subió al Monte Urbasa que lo devolvía a España, lo hizo esposado. Sebreli dice que lo que Molina describe en su autobiografía como “una invitación a salir del país” era la aplicación de la Ley de Residencia 4144 que daba al Poder Ejecutivo una coartada legal para librarse de inmigrantes con ideas anarquistas o de izquierda.
Durante su prisión en Devoto le tocó compartir celda con un comunista que le daba la lata ideológica; nada que ver con El beso de la mujer araña, el Molina verdadero no se enamoró del militante, ni le contó películas: el tal Leonardo no conocía ninguna copla y, al parecer, no tenía siquiera el encanto del profesor de Los compañeros.
Miguel de Molina volvió a Buenos Aires luego de recibir la venia de Evita, que lo comprometió a hacer patria peronista pidiéndole algunas actuaciones a beneficio: la más notable fue en el Teatro Colón, en donde él se mostró astuto al no sobrepasar la zona de la corbata para disimular su voz chiquita, que el ambiente de los sindicatos aplaudió ruidosamente, incluido Domingo Mercante, que en el ’46 haría prohibir en provincia el voto a los homosexuales. Molina participó en fiestas de homenaje a Perón y Evita, donde él aceptó cantar hasta “La otra” que pertenecía al repertorio de Conchita Piquer y a la que se le atribuía el haber dicho al pasar por Buñol: “Aquí está recluido el maricón de Molina, al que yo hice que le prohibieran trabajar”.
Aquí su popularidad fue inmensa: alcanzó el más alto grado de fama como la Dolores de la copla, dando pie a estribillos burlescos. “En ese momento –escribe Malva Sáez en su libro Pequeñas historias diferentes– era tal su popularidad que de inmediato el ingenio popular se hizo escuchar por intermedio de una copla, cuya música respondía a una conocida ‘seguidilla’ llamada ‘La niña de la ventera’. La letra fue la siguiente: ‘Que tendrá Molina que está en Devoto / El traje a rayas y el culo roto / Su madre le ha regalao un culo para cagar / Pero el hijo de puta lo usa para culiar...”
En Botín de guerra, Miguel de Molina identifica como el responsable de sus dos expulsiones a un funcionario de Relaciones Exteriores, secretario de Serrano Suñer, con atributos fuera de España, que terminó cayendo luego de manosear a un agregado militar de un país centroeuropeo en un cabaret de Madrid. Durante un reportaje que nunca se publicó, porque él se negó a cargar las tintas contra la Piquer, se vengó, sin embargo, de ella, a la manera de una gran loquesa, es decir con una maldad colateral; la Piquer le habría pedido que le enseñara a dar unos pasos por bulerías: “Ya que la gente comentaba nuestra competencia, su pedido me pareció un acto de caradurismo, pero acepté enseñarle los pasos. El resultado fue fatal porque para bailar por bulerías hay que saber colocar los pies juntos para arrancarse bien. Concha tenía los pies abiertos, como Chaplin. Ahí se probó una vez más que, en toda su vida, no podría bailar un paso de flamenco”.
Miguel de Molina siempre se preguntó por qué había tanta saña con él, sospechando que la homofobia nunca es tan coherente, ni tan especializada. En pleno franquismo, su colega Vianor mariconeaba de lo lindo en San Sebastián y nadie le tocó un pelo; un tal Mirko abandonó la bata de cola por el traje masculino y no cambió de repertorio: nadie lo molestó. El nunca había llegado a cantar cuplé vestido como una manola como se estilaba en la monarquía. Se vistió de mujer en la infancia, sólo para emparejar una barra de niños bailaores de sevillanas en donde había cuatro chicos y dos chicas. Cuestión de contabilidad y él, como siempre paranoico, se apresura a declarar en su libro, “me imagino las lucubraciones y deducciones que estarán haciendo con esta confesión los aprendices de psicólogos”.
Su política de la blusa fue un invento genial y un eufemismo. La primera tenía dos metros de ancho, era georgette verde Nilo con lunares de terciopelo del mismo color bordeados de bijouterie: “Estaba de dulce”, se conmueve en Botín de guerra.
Antes de instalarse en Buenos Aires se le adelantó Juan José Padilla, el gitano enigmático al que luego la aparición del original dejó sin trabajo. En Madrid están dando Miguel de Molina, la copla quebrada de Borja Ortiz de Gondra con producción ejecutiva del sobrino Alejandro Salade; en Buenos Aires, Miguel de Molina, cantares y exilio de Arialdo Giménez, en donde se sigue su autobiografía al pie de la letra a la manera de cuadros vivos, con mucho cambio de vestuario y un aire de colmao abstemio en el Auditorio del Pilar, la tela de las blusas abaratada en el Once y con apliques, pero la voz de la ex Miguela hace olvidar el playback un poco apático. Estas obras, tan sostenidas en su figura como Las cosas del querer, por la que no pudo cobrar ni un peso en nombre de la coartada de la ficción y dos muestras (una en el Museo Evita, otra en el Museo Larreta, en donde se ahorró en catálogo), formaron parte de los homenajes a cien años de su nacimiento. Poca cosa para quien amaba el lujo y no de oferta sino sin reparar en gastos. El gay público de los años ’50 solía subrayarse en pose provocativa, hacía el coming out, pero bajo el axioma “antes muerta que sencilla”. Cuando llegó a la Argentina para trabajar en el teatro Cómico, Molina le hizo torcer el brazo a Lola Membrives, que era la dueña, haciendo poner en el escenario una cortina de brocado color palo rosa, tapizando su camarín de raso y cubriendo el hall con mantones de Manila y capotes. Llegó a exigir un escenario sobre los lagos de Palermo, pero ya retirado concurrió al programa de Susana Giménez sólo a cambio de una nevera, una bicicleta fija, un grabador y una cocina. Antes había dudado en aceptar porque nada quedaba del “Niño Bonito”, pero por último se vistió a todo trapo con brillantes en la camisa, traje de terciopelo negro y capa y fue un éxito. Le gustaban los regalos que sobresalen, como la bandera española de raso hecha por artesanos valencianos que le regaló a Perón y la mantilla de Chantilly y la pollera de encaje de Bruselas que hicieron las monjas de Játiva para la reina Victoria, pero que él compró y regaló a Evita (versión Botín de guerra). La apoteosis del divismo es la caída final como enjuiciamiento de los demás y en su libro no falta: a los choferes que le abollaban el Cadillac o eran borrachos o jugadores; al representante chorro llamado Polín al que no dudó en importarle la esposa y el hijo alquilándoles a todos una suite en el Plaza; a los okupas que le arrasaron el galpón donde guardaba sus cosas de teatro; a los que compraron por una bicoca sus muebles, incluidos los que llevaban grabadas escenas del Quijote o aprovecharon el remate que coincidió con su prisión en Devoto; a los empresarios que lo demandaron por incumplimiento de contrato mientras él estaba preso; a los periodistas que insistían en hacerle hablar de Conchita Piquer y hasta al bailarín Antonio, que lo acusó de ser olfa de Evita y que declaró que Perón se burlaba de él cuando, con el pretexto de hacerle cantar, lo obligó a decir una y otra vez “Yo soy la otra”.
Tarde le llega la Orden de Isabel la Católica y el discurso pomposo: “Don Miguel Frías de Molina, Miguel de Molina va a llevar desde ahora sobre el pecho lo que siempre llevó dentro del corazón, el recuerdo de España, un incontenible amor y una insobornable lealtad a la tierra donde nació”. Bla, bla, bla. Su tumba está en la Chacarita, en donde están enterrados Carlos Gardel y la Madre María. El no había dejado ninguna instrucción que impidiera ese trámite. Ahora su hermana Asunción se opone a la repatriación de restos que reclama España. Después de todo, se puede decir –como broma macabra– que no es la primera vez que su país lo quiere muerto.
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