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Viernes, 6 de marzo de 2009

NOTA DE TAPA

Por el amor de los muchachos

El escritor y diplomático francés Roger Peyrefitte representa en cuerpo y libros una figura del homosexual de principios de siglo. El bon vivant que deambula por escenarios grecolatinos y penetra en cuartos rosados persiguiendo al efebo que, antes o después, siempre se esfuma. Sus novelas, que gozaron de gran éxito en los años sesenta, develan con nombres y apellidos los hábitos y costumbres de un ambiente literario y burgués donde la palabra closet no existe todavía.

 Por María Moreno

“Todo lo mío es gay”, decía Roger Peyrefitte a principios de los años ’70, aunque no le gustaba la palabra “gay”: la usaba para no parecer vetusto, pero prefería “pederasta”, que además quiere decir otra cosa. Su salida del closet había sido más impactante que la de Evita al balcón, durante la escena del renunciamiento: lo hizo a través de una novela, Las amistades particulares, en donde transformaba la noche en los dormitorios de los colegios religiosos en orgías sofocadas en las que los sollozos delataban al excluido en un pase de cama a cama. O exagero; se trataba de “amor”, de “pureza”, de “preferencias”, aunque terminaran al menos con un suicidio. La primera persona estaba de más.

Roger Peyrefitte había nacido en Castres en 1907. Graduado en Ciencia Política y de buena familia, pronto esbozó una carrera diplomática que, entre 1933 a 1938, lo llevó a Grecia. No tuvo de qué quejarse, salvo de dos muchachos. Uno que le robó, lo puso en el brete de enviar una denuncia al Ministerio de Relaciones Exteriores griego, del que pronto partió un mensaje discreto pero preciso al embajador francés acerca de sus costumbres. Otro, que trabajaba de botones en el Primer Círculo de Atenas, soportó malamente sus caídas de ojos y sus insistentes de “lo espero esta noche”, hasta que un día le arrojó al piso el abrigo y el sombrero que acababa de recogerle. El otro se apresuró a abofetearlo. No se sentía despechado sino víctima de una injusticia: el botones era amante del almirante que presidía el círculo.

El homosexual de principios del siglo XX suele amueblar su gusto con toda la cultura grecolatina. Peyrefitte era uno de ellos: si leía versos ligeros, pensaba en el suicidio de Petronio; si participaba de una orgía, se creía Tiberio; si peleaba en un bar con otros pederastas, ya citaba a Aquiles y Patroclo. No le gustaba lo que él llamaba los “amores de confección”, ni las barbas.

Sólo los chicos

El amor pederasta tiene inscripto su propio fin: cuando la voz del efebo, luego de un período necesario de gallos, vira hacia la gravedad viril, los pantalones cortos se reemplazan por otros que bajan sobre unas piernas de sátiro y la maleta escolar, por un portafolios de empleado público: “Basta un verano para hacer del fino cabritillo un cabrón peludo”, dice Peyrefitte que dice la Antología Griega.

Para eludir la ley, él siempre insistió en que escribía ficciones.

Pensaba que un homosexual busca en otro, precisamente a otro, mientras que un pederasta busca a quien fue cuando niño: si no hay otro, no hay pecado. Las amistades particulares, publicado en 1944, se convirtió en el libro bálsamo para los amores prohibidos. Peyrefitte lo llama con inmodestia “mi intachable libro”. Más ambicioso que militante y más pederasta que ambicioso, repitió la fórmula en primera persona con Nuestro amor, Los dos amores y dos tomos de autobiografías, Propos secrets. Luego buscó cazar secretos en las embajadas y en el Vaticano. Lo hizo con enorme éxito, pero los niños primero.

En Nuestro amor cuenta la historia de su pareja de toda la vida: Alan Philippe Malagnac. Como buen pederasta, Peyrefitte pretende que el joven, a quien conoció cuando éste tenía doce años, hizo todo por conquistarlo a él. Se había presentado en el casting de monaguillo que hacía el director Jean Delannoy para su versión de Las amistades particulares. El joven había recibido el libro de manos de su madre; fulminado, se decidió a conocer al autor. En la Abadía de Royaumont, en los dormitorios, donde se filmó parte de la película, lo sedujo y se quedó con él. En el principio de Nuestro amor, Peyrefitte romancea sobre este encuentro: “Así, pues, había siempre chicos que vivían lo que yo había vivido y uno de ellos llegaba a vivirlo con las delicias de la plenitud. Volvía a encontrar en él algo mejor que mis héroes, volvía a encontrarme a mí mismo. Me apreciaba en él como él se había apreciado en ellos. Me embellecía en él, me coronaba en él”. Era literatura y una divisa. Malagnac dejó a Peyrefitte a la manera de los efebos: creciendo. Luego, en Capri, al cabo del tiempo se reconciliaron y el amor pederasta —se explica Peyrefitte— se transformó en un “amor homosexual de toda la vida”. Un Malagnac ya mayor apareció en los ’70 como productor de Sylvie Vartan, luego como marido de Amanda Lear, de la que se dice mujer trans cuyo pasado se resume en el nombre de Peki D’Oslo. Malagnac murió trágicamente en el incendio de su casa y Amanda Lear le hizo una performance de homenaje pero, a este original argumento, Roger Peyrefitte se lo perdió: había muerto dos años antes, en 2000, a los 93 años.

Nunca había dejado de recibir cartas de jóvenes: siempre fueron las bases de sus novelas. Quién sabe si eran apócrifas —los amores prohibidos no alientan la búsqueda de evidencias—. Algunas eran pésimas: una de ellas hacía rimar “Peyrefitte” con “Théocrite”. El origen de Los dos amores es la supuesta carta de un joven de Lieja que parece dominar las bellas figuras de la lengua literaria hasta hacer sospechar que puede tratarse de un nuevo Rimbaud y expresa devoción por Las amistades particulares, insinuándose un poco al autor, quien, puesto a autobiógrafo, consigna que no lleva dirección y apenas unas iniciales. Escribe que se enamora de ese papel anónimo. Luego, que planea un viaje a Lieja, pero luego desiste porque la estrategia le parece de mal gusto. Por fin se decide a publicar un aviso: “El autor de Las amistades particulares ruega al joven belga que le ha escrito desde Lieja, el 30 de diciembre de 1946, que le dé lo antes posible su dirección en casa de su editor, en París, número tal, calle tal”. Pero, ocupado por el próximo best-seller, difiere la publicación. Un poco desilusionado de que el corresponsal se haya replegado, le tiende la trampa de nuevas obras. En La muerte de una madre, uno de sus libros más perfectos, pudoroso y discreto, alude sin embargo a aquella carta. Entonces recibe la de otro joven de Lieja, esta vez con dirección, que le cuenta que conoce al corresponsal desconocido o, mejor dicho, lo ha conocido porque se ha suicidado ahogándose en el río Mossa. ¿Las razones? Que Peyrefitte, a quien llamaba “mi sol”, no lo hubiera buscado en Lieja. A ese segundo joven, el autor llega a conocerlo: los dos hacen un amor triste ante el retrato del ausente.

Peyrefitte escribe sin parar y sin parar de gustar: Les embassades (1951), La fin des embassades (1955), Les Juifs (1965), L’enfant de coeur (1978), Voltaire: sa jeneusse et son temps (1986), y otros libros que van de la historia al chisme, pasando siempre por la homosexualidad. Es preciso consignar que la abundancia de suicidios en las obras de Roger Peyrefitte se debe menos a la denuncia de la condición gay como desdichada que a hacer el propio encomio. En un caso se suicidan por él, en otro se suicida una rival. A menudo la literatura ha servido tanto para cumplir los deseos que en la vida, si no quedan sin cumplir, se cumplen a la manera de esa frase de Santa Teresa, que dice que se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por atender.

Chismes

Peyrefitte practica el arte de la injuria con la gracia de los bellos tiempos en que miss Nathalie Barney decía de Janet Flanner: “Es brillante como un botón, pero, ¿para qué sirve un botón?”. De Pablo Vl dijo que cuando era arzobispo salía con un actor, “y no es que lo supiese por los comunistas o por los porteros”.

Era amigo de Cocteau, quien prologó su libro El exiliado de Capri, pero le reprochaba su entrada en la Academia. Como muchos proscriptos en un aspecto, Cocteau intentaba ser oficialísimo en todo los demás: “Como ellos no tienen lo que nosotros tenemos, para nosotros es agradable tener lo que ellos tienen”, argumentaba ante Peyrefitte, rebelde cofundador de Arcadie, el primer grupo de liberación gay francés, a quien no le parecía explicación suficiente.

De André Gide —loca tapada por la lengua de Racine, que escribió de mil maneras lo que nunca escribió y que en El inmoralista sacrifica a la esposa, menos a los muchachos que a la tuberculosis que le ha contagiado el protagonista luego de que aquélla oficiara de devota enfermera— ha cotilleado con gracia: “Gide era pederasta, pero también está aparte en otro sentido. En efecto, nunca practicó, según sus palabras, más que ‘el amor frente a frente’ y tuvo este grito de indignación con uno de mis amigos que le confesó sodomizar a los pequeños árabes en Argelia. ‘¿Cómo? ¡Usted los maltrata!’ Por cierto, hay que proscribir la brutalidad (Byron tuvo que hacer curar a su mignon francés de Atenas, Nicolo Giraud, al cual había dejado mal): pero la pederastia consiste en poseer muchachos. En consecuencia, se puede decir de Gide lo que se decía de Fontenelle: ‘Ha sido un patriarca de una secta a la cual no pertenecía’” (digresión: pobre Nicolo Giraud, pasar a la historia por una fístula).

A Proust, por poco lo trata de pobre infeliz: “La homosexualidad de Proust era a base de impotencia y eso es un poco molesto (confiesa en una carta que hacer el amor le causa una sensación más débil que la de beber un vaso de cerveza fresca). ¡Pobre hombre!”.

El exiliado de Capri es —se ha dicho muchas veces, pero la calificación es lo suficientemente precisa como para no renunciar a ella— el quién es quién de gays y lesbianas del siglo XIX. Narra la historia de un escritor menor, el barón Jacques Adelsward-Fersen, tempranamente condenado en París por supuestas fiestas negras a las que asistían menores de liceo y en donde la cortesana Liana de Lancy hizo de Diana cazadora mientras que los menores hacían de ninfas. El barón de Fersen fue preso vestido de blanco y muerto vestido de rosa. Cometió suicidio —para la posteridad, capciosamente como Safo— por alguien del sexo opuesto. Falló y siguió sus orgías en Capri, en donde las lesbianas se hacían pasar por hermanas; los pederastas y sus pupilos, por tíos y sobrino, lo que convertía las familias imaginarias en numerosas. En sus últimos años se hizo adicto al opio y la cocaína.

—Escuchen cómo es de linda una música que se aleja —dijo desde su lecho de muerte, haciendo sonar con la uña un cáliz de plata repujada.

—¿Cuánto gramos has tomado? —le preguntó su primer efebo capriota, al que haría terminar de diariero, como antes de conocerlo había sido su destino. Ocultó el pulgar para indicar que cuatro... Y dejó de respirar.

En Capri, cuenta Peyrefitte, que era un riguroso investigador y un viajero anticuario más experto que lo que las mitologías que él mismo se ocupó en expandir permitían suponer, conocía a todos los barones con be larga. El barón Frederic Krupp, ricachón alemán, se había hecho hacer un Capri a su medida, transformando en alcalde al dueño del hotel en que paraba, el Quisisana, compró tres docenas de estatuas de Dante que hizo repartir en las sucursales de su empresa, repartió limosnas sólo en oro, incluidos los cañoncitos que hacía pegar en la camisa de los pescadores sobre la tetilla izquierda y, para que no se dijera que entre gays todo es francachela y falta de rigor, descubrió la larva prehistórica de la anguila.

El barón Manfred de Manteuffel, que preparaba un libro monumental para el Instituto de Investigaciones sexuales llamado Falofisionomonía, inspeccionaba las grutas en donde interpretaba las formas de estalactitas y estalagmitas en busca de evidencias del culto fálico. Era un Lombroso de mingitorios que concebía la identidad de los genitales más clara que la de los retratos y solía irse tras cada hombre que se levantara para hacer pis, volviendo a menudo con un ojo negro, pero con una observación científica, y llegó a ver marcas del culto hasta en los puestos de panchos callejeros. “Infería de Suetonio que, bajo Domiciano, los agentes del fisco levantaban la túnica de los hombres en plena calle para descubrir a los judíos y hacerles pagar los impuestos, y sacaba conclusiones”, anotaba Peyrefitte.

El duque de Saxe Cabourg-Gotha tenía 300 “mascarillas íntimas” que fueron presurosamente quemadas por sus herederos no sin que antes Manteuffel las inspeccionara.

Cuando a Roger Peyrefitte los datos le llegaban conjugados en potencial compuesto, no los desdeñaba. Flaubert y Baudelaire habrían tenido en su juventud “amistades particulares”.

Nadie es perfecto

Tanto en Nuestro amor como en Los dos amores, Peyrefitte se jacta de su amor por ciertas lesbianas, a las que cubre con eufemismos (“la joven de Reims”) o con un nombre ficticio (“Edwige”).

Nunca se tiene demasiado en cuenta las veces en que las pasiones prohibidas hacen preferir por sobre el seductor o el inocente, al cómplice en transgredir la ley. El protagonista de Los dos amores toma el té con su amante lesbiana, apoyando la vajilla en la misma servilleta en donde sus padres han hecho bordar el monograma del apellido familiar.

Acusado de racista, un poco comprometido en Vichy, Roger Peyrefitte debía ser tan impotable para los nazi-fascistas como lo eran un Pound o un Céline, a quienes hubieran terminado por fusilar a fuerza de verlos avanzar en primera fila y abriendo entusiastas sus brazos de acólitos. Con Genet se indignaba: “Acepto que fuera un ladrón, un presidiario; pero no puedo aceptar que esté de parte de la banda Baader-Meinhof, de las Brigadas Rojas, de los palestinos y de los Panteras Negras”.

Un argentino, Abelari Arias, le hizo una entrevista en donde ambos juegan entre líneas a hablar a medias pero a voces de eso:

—Entonces, ¿a usted le gustan estas cosas?

Ante mi asentimiento, agrega.

—¡Ah! Si me permite, ¿puedo decir, entonces, que usted es de los míos?

—¡Imagínese! Mi primer amor en literatura fueron los clásicos griegos...

Arias espía sobre un escritorio, una carta de adolescente, fechada en Lieja. Tiene remitente completo. Lo del suicidio del joven belga debe haber sido una ficción: “Alberto B... (callo el apellido, acaso algún día lo dé a conocer el mismo Peyrefitte); luego, ‘rue des Halles’, un número y el nombre de una ciudad de Bélgica, un pueblo, quizá, que no me resulta desconocido”, consigna más tarde en su libro París Roma, lo visto y lo tocado. Durante el espionaje de Arias, Peyrefitte estaba hablando por teléfono. La entrevista toda está interrumpida por esos llamados que Peyrefitte atiende mientras deja a su interlocutor sentado en una silla de petit-point con flores y rodeado por chafalonías caras como un Hermes de mármol, una carta autografiada del Marqués de Sade y un tintero de porcelana de Baviera, en azul y oro. Arias se pone nervioso. A mediodía tiene una entrevista con Sartre. Termina por perderla. Cuando el Metro se le cierra en la cara, sueña: “Veo entrar y partir al convoy, mientras imagino a Sartre paseándose frente a las ventanas, con la pipa en la boca, y echando de vez en cuando una mirada hacia el Carrefour de St Germain”. En esa época, perder una entrevista con Sartre por una con Peyrefitte era atrasar, pero sólo para las izquierdas. Los best-sellers eran desechados menos y nada menos que por el público.

Como muchos autores masivos, Peyrefitte repetía los temas que habían sido un éxito, apuntaba al escrache mayor y al tono de boulevard, pero un boulevard en donde se sabía al dedillo los clásicos. Estela Canto, Abelardo Arias, Miguel de Hernani, Silvina Bullrich, fueron algunos de los traductores de su obra en la Argentina, que publicó a menudo en Editorial Sudamericana. Para la invención de su propio personaje, alguien que actúa como un flautista de Hamelin de la prosa —el objetivo sería impulsar al joven lector a buscar al autor en cuerpo presente— utilizaba las cartas de sus jóvenes admiradores o las inventaba. Los jóvenes eran menos importantes que ellas. O eran las posdatas de su obra. Algo muy justo: posdata (P.D.) suena como pédé.

“Una noche de julio, en Mieza, salí desnudo de mi habitación, con el corazón palpitante. Apenas si tocaban mis pies, el suelo. Me dirigía a la habitación de Alejandro. Tenía más de un motivo para estar preocupado; ya que temía que me tomase por un afeminado y perder su amistad al intentar conseguir su amor.”
ROGER PEYREFITTE RELATA Y GILBERT GARMON ILUSTRA LA SUPUESTA PRIMERA NOCHE DE AMOR ENTRE ALEJANDRO Y HEFESTION EN ALGUNAS IMAGENES DE LA JUVENTUD DE ALEJANDRO, ED. LA VUE, 1982

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