Viernes, 10 de julio de 2009 | Hoy
¿Orientación sexual o desafío liso y llano al valor que se le da a esa categoría? ¿Identidad en tránsito o ninguna identidad? La bisexualidad se enuncia en la sigla que enumera la diversidad –en la b de Lgbtti– como un acto de corrección política, pero las y los bisexuales no encuentran lugares de pertenencia, reciben miradas de soslayo y hasta les cae el mote de hipócritas por no cuadrarse dentro de definiciones más clásicas. Entre la expansión del mundo erótico y la práctica más pura, un puñado de experiencias y placeres bien situados en esa letra B.
Por Patricio Lennard
Una obra de un artista conceptual consiste en lo siguiente: sobre un pedestal hay un vaso cuya parte superior está llena de agua, mientras que su parte inferior permanece vacía. El cambio de perspectiva se vale de una metáfora gastada: ya no vemos de la misma manera “el vaso mitad lleno o mitad vacío” porque lo que hace la inversión es confundirlas. En todo caso, la obra parecería invitar a mirar a la vez las dos mitades; a no tener que elegir entre una u otra; a disolver la oposición que las define. Y es en esa forma figurada de estrabismo donde se termina por privilegiar el viceversa.
De la bisexualidad podría decirse algo parecido: antes que ser una orientación sexual, la bisexualidad pondría bajo sospecha la orientación sexual como categoría. Ser y no ser: ésa sería la cuestión en un mundo en que no tener un solo sexo como objeto de deseo constituye una excepción a la regla. Algo que confirman (y comparten) tanto heterosexuales como gays y lesbianas, entre quienes los prejuicios acerca de la bisexualidad suelen partir del mismo punto: ese que entiende su ambivalencia como una situación de tránsito, como un estado de indefinición. No como una dualidad, sino como una dicotomía. “La primera psicóloga que tuve me decía: ‘Alguna vez vas a tener que encontrar el camino. La bisexualidad no existe’. Para ella se trataba de dos rutas que en algún momento se cruzaban, mientras que para mí eran dos rutas que seguían –una por un lado, la otra por el otro– sin que hubiera una rotonda donde poder juntarlas”, explica Carlos, 42 años, arquitecto. Y en los quince años que han pasado desde que él tuvo sexo con un hombre por primera vez dice no haber visto ningún indicio claro de que el vaticinio de aquella psicóloga fuera, en su caso, a cumplirse. “Yo veo una mina en bolas y me calienta. Veo un tipo en bolas y me calienta. Me puede calentar más uno que el otro, pero si tengo que elegir, para mí el combo es excelente... Tener las dos cosas a la vez sería lo máximo. Y si bien he estado en la misma cama con un chico y una chica, lamentablemente eso nunca se prolongó en el tiempo.”
No en vano el otro gran prejuicio que existe con respecto a las personas bisexuales (a saber: que la infidelidad y la promiscuidad les serían dadas casi por naturaleza, lo que al principio de la epidemia del sida hizo que fueran señaladxs como responsables de propagar la enfermedad entre la población heterosexual) incurra en el error de suponer que la fidelidad y la monogamia son más fáciles para quienes tienen claro, en materia sexual, para qué lado patean. Un mito urdido a la sombra del discurso sobre el amor predominante en las sociedades occidentales, para el cual la fidelidad y la monogamia son la base de las relaciones amorosas, y el amor sólo puede realizarse en pareja. “¿Quién nos quiso hacer creer que no se puede amar a más de una persona a la vez? Y no te hablo de estar casado y tener un amante, sino de la posibilidad de amar de a tres, simultáneamente”, dice Julio, 37 años, artista plástico. Alguien que, a diferencia de Carlos, sí tuvo la oportunidad de dejar atrás preconceptos y desafiar la “geometría de las pasiones” (para usar una expresión de Remo Bodei), convirtiendo en trío lo que en un principio era triángulo apenas.
“Yo estaba de novio con un chico brasileño que se llama Pedro, y una noche fuimos a una fiesta que organizaba una amiga. Ahí nos presentaron a Andrea, una diseñadora de moda, que como había ido sola charló y bailó con nosotros casi toda la noche. Cuando el champagne se nos subió a la cabeza, ella empezó a acariciarme por lo bajo, aunque sin que mi novio se diera cuenta; y hacia el final de la fiesta, en un aparte, me metió su tarjeta en el bolsillo y me dijo: ‘Llamame cuando quieras’. Sabía que Pedro y yo éramos novios, pero así como hay hombres heterosexuales que se vuelven locos por las lesbianas, a ella los chicos gays la volvían loca. El caso es que mi novio, que solía viajar a San Pablo, se tuvo que ir y eso me dio pie para llamarla; arreglamos para vernos y esa misma noche tuvimos sexo. Si bien luego Pedro se enteró, no me atreví a decirle que nos seguíamos viendo, aunque el ocultamiento duró poco. Por esas ironías del destino, en el siguiente viaje, Pedro se la cruzó en otra fiesta (ella había ido por negocios) y como Andrea sabía que él también era medio bisexual se lo terminó levantando. Lejos de darme celos, cuando volvieron y me contaron la situación nos divirtió mucho, y ese verano decidimos irnos de vacaciones. Fuimos a la playa, nos poníamos en bolas, una noche tuvimos sexo en un acantilado y dormíamos los tres juntos. Fueron ocho meses hermosos en los que nos quisimos sin condicionamientos, hasta que con Pedro empezaron a aparecer algunos roces. El decidió volverse a San Pablo, ella y yo seguimos juntos, pero la cosa ya no fue lo mismo y al mes y medio se terminó todo.”
Diferente es la situación que Woody Allen plantea en su película Vicky Cristina Barcelona, en donde los personajes de Scarlett Johansson y Penélope Cruz despuntan su bisexualidad formando un trío con Juan Antonio (Javier Bardem), un artista plástico separado y desinhibido que se dedica a seducir a cuanta mujer se le cruza por delante y que entrevé en la atracción que se genera entre ambas (amante y ex esposa, respectivamente) la posibilidad de un amor que no sea tan posesivo. Algo que en la narrativa de la bisexualidad suele traer aparejado un lugar común melodramático: el fantasma de la “incompletud”; la idea de que el otro nunca alcanza. “Para mí siempre fue más cómodo estar con una chica bisexual porque es lo más parecido”, cuenta Adela, 32 años, profesora de literatura. “Estar con una lesbiana implica, en la mayoría de los casos, estar con alguien que busca en vos algo distinto de lo que vos buscás en ella. Digamos que una lesbiana tiene una idea de pareja, una idea del amor que es diferente. En cambio, con una chica que por ahí tiene su novio pero a su vez está con vos, es como compartir un secreto. Yo nunca tuve una novia con todas las de la ley. Sí me enamoré de una chica a los 21 años y hubo con ella algo parecido a una relación, pero nunca estuvo al mismo nivel de enamoramiento que yo, lo que me hizo sufrir bastante. Ahí mi parte lesbiana se volvió central, pero sólo en esa oportunidad, y después todos los novios que tuve supieron que a mí también me gustaban las chicas. Saberlo a algunos les provocaba celos; a otros, fantasías que muchas veces venían acompañadas de la propuesta de sumar alguien más a la cama. Más allá de que a la hora de relacionarse con una chica bisexual siempre está latente en los hombres la idea de que ellos no son mujeres. Lo que muchas veces les provoca celos, aunque no te lo digan. La creencia de que con ellos no te alcanza; un prejuicio machista... Aunque si lo pensás bien, es lo mismo que si te gustan solamente los hombres. Si estás sólo con hombres, ¿quién te asegura que no te van a gustar otros? En el fondo, no hay casi diferencia.”
Y si no hay casi diferencia, ¿por qué los hombres y las mujeres bisexuales que buscan entablar un vínculo amoroso suelen enfrentarse a celos o sospechas que los discriminan? “Socialmente, las personas bisexuales no somos tomadas en serio. Y esto en parte lo atribuyo a la carencia de elementos identitarios propios –opina Julio–. No hay puntos de encuentro o lugares bisexuales, como sí hay lugares para gays y lesbianas, ni espacios de pertenencia como los que tienen los osos o los leathers, por ejemplo. Y esto es así porque muchos insisten en ver la bisexualidad como una práctica. Cuando no como un signo de hipocresía, si se tiene la idea de que en el fondo se trata de gays y lesbianas que mantienen una vida heterosexual para seguir siendo socialmente aceptables”.
En este punto, Adela sugiere que los prejuicios en contra de las personas bisexuales suelen darse de manera más marcada entre gays y lesbianas. “Me parece que a las lesbianas no les gustan mucho las mujeres bisexuales. Por ahí piensan que una mujer bisexual nunca puede ser del todo leal, aunque conozco lesbianas que se proponen conquistarte porque como mujer bi o heterosexual les parecés más atractiva. Yo he intentado varias veces levantarme a minas que sabía que nada que ver con la fantasía de iniciarlas. Además, a las lesbianas les gusta juntarse entre lesbianas. No sé si son tan aceptadas entre ellas las bisexuales en un grupo de amigas. Muchas ven la bisexualidad como una forma de histeriqueo; como un peligro, incluso. El otro día fui a ver la obra de Dani Umpi, Nena, no robarás, y al final el protagonista gay se enamora de una chica y se termina haciendo hétero. Y lo que ves es cómo los amigos gays lo recritican y se comportan como acaso podría esperarse de un grupo de amigos heterosexuales si uno de ellos saliera del closet. De hecho, tengo un amigo que durante años estuvo con chicos y que sabíamos que era gay hasta que un día se puso de novio con una chica y nos dejó a todos boquiabiertos. Y si bien es poco común que se dé una situación así, está bueno plantearla para que se vea cómo funcionan de uno y otro lado los mismos prejuicios.”
Tampoco es común que haya bisexuales que repartan su atracción por hombres y mujeres con criterios salomónicos. No se trata de una programación matemática, puesto que la mayoría de las personas bisexuales se sienten, generalmente, un poco más atraídas por uno u otro sexo. “No creo que ser bisexual sea algo que haya que asumir –dice Mónica, 45 años, socióloga–. En todo caso, una se puede preguntar si será lesbiana porque le gusta una chica... Pero la verdad es que en mi caso no tuve mayores problemas ni me pregunté demasiado ninguna cosa. No me han gustado demasiadas chicas en mi vida: me enamoré dos veces de dos mujeres y estuve en pareja con cada una. Bueno, con la última me casé en ceremonia apócrifa, pero casorio al fin. Y también me gusta Hillary Swank, es cierto, pero no miro chicas por la calle, no me conmueven sus cuerpos ni nada de eso, es muy específico lo que me sucede con algunas, atracción pura o nada. Con los varones, en cambio, sí los miro, en la calle, en la playa, en las películas. Fantaseo también, no me cuesta nada echarme un polvo ocasional –cosa que difícilmente haga con una chica–, y hasta puedo llegar a pagar por un polvo con un varón, como si fuera un gusto que es posible darse. Por supuesto también me enamoré de hombres y he estado en pareja largo tiempo con algunos (en este momento, de sólo pensarlo me da fiaca; sin duda para la vida de a dos me gustan más las chicas), pero con un pensamiento bien heterosexista y casi machista del asunto, los veo como parte de una película porno, objetos sexuales, eso.”
De ahí que el grado de atracción que las personas bisexuales sienten por el sexo al que son más proclives no siempre suponga una mayor afinidad sentimental por ese sexo, y viceversa. “Por las mujeres siempre sentí una atracción más emocional, más romántica. A la hora de pensar en una historia de amor, siempre me veía más con una mujer que con un hombre. Independientemente de que a lo largo de mi vida me he sentido tal vez más atraído sexualmente por chicos –confiesa Julio–. En mi caso me da lo mismo que el otro sea gay o bisexual. ¿Viste que hay gays a los que les gusta curtir con bisexuales? Bueno, a mí no. Me da exactamente lo mismo. Incluso, si tuviera que elegir, prefiero los chicos más bien afeminados. No tengo el morbo del chongo, para nada. Aunque sé bien que mi gusto no es el de la mayoría. Basta meterse en cualquier chat o página de contactos para ver que la mayoría de los gays buscan chicos ‘masculinos’. Mientras que lo que a mí me gusta, tanto en un hombre como en una mujer, es la personalidad, la sensibilidad femenina. El machote, el fútbol, el pibe de barrio... todas esas cosas me aburren muchísimo. Me atrae, sí, que el otro tenga los vericuetos de lo femenino. Quizás ésa sea mi manera de buscar que las dos cosas puedan coexistir en una misma persona.”
Pero ¿en qué se diferencia tener sexo con varones de tenerlo con mujeres? ¿Por qué no hacer que las personas bisexuales hablen, antes bien, de lo que les gusta más en uno y otro caso, en lugar de interpelarlos –como habitualmente ocurre– sobre si se sienten más atraídos por uno u otro sexo? “De los varones me gusta que es más fácil dejar la mente en suspenso y mecerse rítmicamente sin tener las manos en los genitales, me gusta esa conexión del coito heterosexual en que podés coger en dos planos, como si los genitales fueran capaces de hacer su parte y vos otra cosa. Y también me gusta el cuerpo de los varones, la fuerza, el peso, sentirme abrazada por alguien físicamente más grande –explica Mónica–. De las mujeres: la suavidad de la piel, la blandura de su cuerpo, la necesidad de inventar todo el tiempo, los besos, la brutalidad a la que se puede llegar con las manos, la exploración de los genitales, el sabor que tienen...” Y viceversa... “Lo que más me gusta con las mujeres es lo fácil y natural que puede ser coger cara a cara –dice Carlos–. Cuando tengo sexo me gusta mirar al otro, besarlo mientras lo penetro, y hacer eso con los varones suele obligar a pequeñas incomodidades que, en esa misma posición, no se dan con las mujeres. Quizá por eso soy más cariñoso con ellas, incluso cuando no las conozco. Mientras que con los varones está la excitante posibilidad de alternar una cierta violencia de igual a igual con la suavidad y los besos.”
Es Mónica la que también dice que descubrirse bisexual representó para ella “una expansión increíble del mundo erótico y de relaciones. Algo que fue maravilloso y nada pero nada traumático”. Y si bien tanto ella como Carlos tuvieron una vida heterosexual más larga si la comparan, en el caso de Mónica, con su “vida lesbiana de ahora”, o con los intentos no del todo felices de Carlos de estar en pareja con un hombre desde que se separó de su mujer hace siete años, lo cierto que es hoy en día los dos se sienten más atraídos por su mismo sexo. “Como mi vida heterosexual ha sido más larga que esta vida lesbiana de ahora, no hay quién pueda decirme ninguna cosa –en relación con mi familia, por ejemplo–. También es verdad que nunca pregunté demasiado a mi familia ninguna cosa, pero en fin, la primera vez que estuve en pareja con una mujer me costaba presentarla ante ellos como mi pareja. Supongo que mi problema era ser lesbiana, no bisexual, y si le hubiera dicho a mi familia que era bisexual lo hubieran tomado del mismo modo en que tomaron otros hechos, como ser punk o drogadicta (al menos, según una visión conservadora, siempre fumé porro fuera del closet). Hubieran dicho ‘ajá’ y eso hubiera sido todo.”
En el caso de Carlos, su ex mujer supo desde el inicio que a él también le gustaban los hombres. “Cuando vi que se estaba enganchando se lo dije. ‘Tómalo o déjalo’, y ella decidió tomarlo. Ante esa situación, empezó a controlarme bastante, más allá de que teníamos una relación bastante abierta. Hemos ido a clubes swinger y como siempre quería complacerme hasta llegó a contratar un taxi boy para que yo estuviera con él delante de ella. Pero a mí me costaba aceptar que ella estuviera con otros tipos; lo máximo que admitía era que le chuparan la concha, pero nunca hubiera dejado que se la cogieran en mi presencia. Sin embargo, ella sí aceptaba que yo estuviera con hombres; le daba celos, pero con tal de estar conmigo lo aceptaba. Con ella llevábamos un ritmo de vida muy acelerado y me quemaba la cabeza sexualmente. Cuando quedó embarazada de mi hijo, que hoy tiene 7 años, se volvió más insaciable, y casi hasta el día del parto seguimos teniendo sexo. Ella tenía conmigo una vida sexual muy activa porque pensaba que de esa forma me cansaba y me quitaba las ganas de buscar sexo con otras personas. Pero si bien con ella la cuota femenina la tenía cubierta, las ganas de estar con hombres las seguía teniendo.”
Para Carlos, muchos que dicen ser bisexuales usan eso como un título para hacerse más machos y no decir que son gays, sabiendo que ese plus de virilidad puede ser una herramienta de seducción, con la gente gay sobre todo. “Hay bastante pose en algunos casos. Yo no me siento gay, más allá de que me gustan más los chicos que las chicas. Y pese a ser muy abierto para ciertas cosas no me gusta ver a dos tipos besándose o caminando de la mano por la calle. No sé por qué, pero me resulta chocante. Aunque tampoco les voy a andar gritando ‘¡putos!’ para hacerme el macho.” Tema en el que Carlos reconoce ser prejuicioso y en el que, sin darse cuenta, les hace el juego a quienes confunden bisexualidad con internalización de la homofobia. “Lo peor de ser bisexual tal vez sea no poder encontrar bien un rumbo. Aunque llega un momento en que te vas definiendo, pero cuesta... Un heterosexual no tiene ese problema: elige una mina, cambia y punto. Un gay elige un tipo, elige otro tipo, elige otro tipo, y otro, y otro, y otro... porque eso es lo que veo: una promiscuidad generalizada.”
Pero ¿qué nos hace pensar que el amor es una variable de la sexualidad y no a la inversa? ¿Y por qué es tan habitual la creencia de que el amor y el sexo forman parte de una ecuación en que la heterosexualidad es la raíz que más fácil la resuelve? Que la escritora, feminista y activista bisexual Kate Millet haya dicho que “la homosexualidad la inventó el mundo straight para poder lidiar con su propia bisexualidad” no sólo habla de la invisibilidad que las personas bisexuales padecen socialmente –incluso dentro de la militancia lgbtti–, sino de lo inasimilable que para muchos sigue siendo esa forma de deseo que el psicoanálisis emplazó, alguna vez, en los devaneos polimorfos de la infancia. Entender que esto nada tiene que ver con el yin y el yang y que negar la sexualidad que por derecho propio es la bisexualidad no implica otra cosa que transigir con la heteronorma, nos exime de la infructuosa tarea de sopesar cuánto de heterosexual puede haber en lo homosexual, y viceversa. Es esa capacidad de “estar siendo” y no de “ser” que entraña la bisexualidad la expresión de una libertad que es preciso reivindicar y aceptar en sí misma. Una libertad que nos invite a desbaratar las mitades que haya dentro nuestro para que todo se mezcle.
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