Viernes, 24 de diciembre de 2010 | Hoy
UNIVERSIDAD › OPINION
Por Fernando Peirone *
Gran parte de la comunidad política –y de los medios de comunicación– parece haber visibilizado el “interés” de los jóvenes por la política a partir de la muerte de Néstor Kirchner. Fue interpretado como la “irrupción” de un actor político que durante mucho tiempo había sido excluido del escenario político con naturalidad, como si se tratara de un organismo exánime. Algunos medios explicaron el “sorprendente fenómeno participativo” inscribiéndolo en una genealogía nacional que remontaron hasta la primavera alfonsinista, cuando la participación popular comienza a recibir los embates de un largo proceso de corrosión. Era la democracia que –como dice León Rozitchner– los militares habían perdido en Malvinas, no la que nuestro clamor había conquistado en las calles, una democracia “regalada”, enclenque y timorata que frente al entusiasmo de los jóvenes se reveló expulsiva y ficcional. El relato que por entonces comenzó a circular de los jóvenes fue en clave mediática, estigmatizados como víctimas de los descarríos o victimarios de una población medrada por la delincuencia y la inseguridad, muy lejos de aquel sujeto político que durante los años ’60 y ’70 había protagonizado la política de nuestro país y del mundo. La persistencia en posiciones tan refractarias, la degradación política del menemismo y los sucesivos golpes económicos hicieron que los jóvenes se apartaran masivamente de la escena política, tanto es así que muchos que estaban en condiciones de hacerlo, en las postrimerías del gobierno de la Alianza, terminaron yéndose del país o adscribiendo al Movimiento 501, que proponía trasladarse a más de 500 kilómetros del domicilio para quedar exceptuados de la obligación de votar. Ninguna de estas expresiones, acompañadas por emergentes estéticos que iban desde Los Redonditos de Ricota y La Bersuit hasta Los rubios, de Albertina Carri, fueron leídos como los gestos políticos de un actor social vivo y dinámico; por el contrario, fueron calificados como nihilismo, renuncias irresponsables o activismo antisistema; de ningún modo como el rechazo rotundo a una política en la que se (con)fundían las corporaciones políticas, económicas y mediáticas. La arrogancia y la impunidad impidió ver, en eso que llamaban antipatía, los primeros escarceos de una incipiente mutación en los modos de hacer política que tendría a los discursos mediáticos y a las corporaciones como sus principales antagonistas.
- Entusiasmo, frustración, entusiasmo. En el comienzo de la democracia, una gran masa de jóvenes había visto en Franja Morada y la Juventud Radical la oportunidad para desplegar una experiencia política diferente, que se apartara de la militancia setentista que aún fulguraba como modelo de referencia. Con el diario del lunes en la mano, se le puede reprochar al radicalismo la escasa representatividad social más allá de la clase media universitaria y responsabilizarlo de los importantes niveles de frustración que se generaron tras el “Felices Pascuas”, pero habiendo recibido un Estado penetrado y sin institucionalidad, eligió resignar su credibilidad por una democracia que –aunque sea “con muletas”– debía ser transferida al próximo mandato. Sobrevendría entonces una de las décadas más infames de la historia democrática argentina, la que se inició con el Pacto de Olivos y culminó con el oprobioso desfile de cinco presidentes en menos de una semana, tras el asesinato de 39 personas durante la revuelta del 19 y 20 de diciembre de 2001.
El arribo de Néstor Kirchner al poder, tras un año y medio de Duhalde y asambleas populares pidiendo “que se vayan todos”, también albergó la esperanza de un recambio. Pero a diferencia del alfonsinismo, que contaba con la ilusión y las expectativas de un nuevo período democrático, el kirchnerismo tuvo que remontar la desconfianza en la política y el desánimo colectivo que había generado la propia democracia. En ese contexto, la embestida de Kirchner contra las corporaciones –la militar en primer lugar, con menos réditos que costos– robustece el rol del Estado y le devuelve el protagonismo a la política, produciendo una creciente identificación entre jóvenes, minorías civiles y sectores más postergados. Este modo interpelador –que incluyó la desvinculación del FMI– generó condiciones simbólico-culturales que funcionaron como espacios de identificación para muchos jóvenes que venían desarrollando una poderosa expresión estético-política y que comenzaban a experimentar el contenido social de los nuevos recursos tecnológicos, a partir de lo cual se abría una nueva dimensión política. Este escenario, como sucedió en los ’60, excede la coyuntura nacional para acoplarse a un contexto mayor y más complejo (epocal), en el que el accionar de los jóvenes se enmarca y cobra un sentido y un alcance diferentes; pero esta variable de análisis no ha sido incorporada en los muchos artículos escritos sobre la “irrupción” juvenil.
Por eso, decimos que lo que vino a evidenciar la muerte de Kirchner ya venía sucediendo, sólo que en un registro que no se pudo –o no se quiso– descifrar. La recuperación que el kirchnerismo hizo de la política puso en marcha una trama de reconocimiento, deliberación y acción que no se reduce a las nuevas tecnologías ni se ajusta a la política que conocíamos, con su propio lenguaje, sus propias estrategias y sistemas de circulación. Nos referimos a la creciente utilización de la red como dispositivo de expresión y administración con fines ideológicos. Esta estructura organizativa es horizontal y comporta un sistema de valores sobre el cual se apoyan sus integrantes para emitir juicios, discriminar los comportamientos adecuados de los que no lo son, precisar cualidades y legitimar nuevas posiciones de poder. El último 24 de marzo, por ejemplo, millares de jóvenes cambiaron la foto de su perfil en Facebook por una silueta con la leyenda “nunca más”. ¿Hace falta algo más para advertir el contenido político de esa sumatoria de gestos individuales? La política está en los jóvenes desde siempre, como cuando dejaron de avalar la política del menemismo y de la Alianza, como cuando recientemente llevaron adelante las tomas de las escuelas secundarias. Lo que hizo la muerte de Kirchner fue darle una visibilidad irreductible.
El gobierno de Cristina Fernández, favorecido por lo que logró encarnar desde la 125, se ha constituido en la parcialidad que mejor comulga con las nuevas expresiones políticas. Algo que no muchos hubieran augurado en un movimiento verticalista –aunque históricamente marcado por la impregnación juvenil y la raigambre popular–. Por el momento no han ido mucho más allá de la mutua simpatía. Pero el apoyo existe y persistirá en la medida que el Gobierno mantenga viva la paradoja de favorecer su despliegue sin la pretensión de dominarlo. Paradoja que, por cierto, tensiona con el reflejo primero de la política, que es la invocación a la militancia orgánica con objetivos programáticos. Por eso, el Movimiento Evita y La Cámpora, a pesar del notable crecimiento, no reflejan acabadamente la adhesión de la juventud a las políticas del Gobierno: porque conservan las formas de la política tradicional. Y si bien pueden convivir y potenciarse con el nuevo sujeto político, proyectan mundos diferentes. El de La Cámpora y el Movimiento Evita –tanto como las estructuras partidarias y sindicales– permanece validado por el contexto, pero necesita un cambio progresivo. El otro aún no ha logrado expresarse institucionalmente, sólo como procedimiento y potencialidad.
Es decir, el kirchnerismo logró algo que era bastante impensable: que en su interior convivan los vicios inerciales de una política tradicional que aún no ha perdido sentido ni justificativos, junto al desarrollo de las condiciones para una reinvención institucional acorde con los nuevos procesos de subjetivación e intervención política. La interacción dialógica entre estas concepciones políticas –que incluye a la blogosfera, tanto como a la juventud sindical, las redes sociales y el universo del rock, entre otras expresiones disímiles pero igualmente entusiastas– nos distingue de muchos países que aún no han encontrado un punto de encuentro que facilite la transición a una nueva época. Es un desafío a nuestras propias expectativas.
* Director de la Facultad Libre de Rosario.
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