La valija en el placard
Por Sandra Russo

“El hermano de Ami era militar, un joven oficial carapintada, que casi no tenía contacto con ella porque lo avergonzaba que Ami fuera lesbiana. Pero unos días antes la había llamado por teléfono: crecía el run run del levantamiento.”


La última vez que saqué la valija, esa valija, fue cuando Aldo Rico daba clases, en Monte Caseros, sobre la jactancia de los intelectuales. La duda es una jactancia de los intelectuales, decía el tipo vestido de fajina, y yo no sé si era una intelectual, pero que dudaba, dudaba: con la valija, esa valija –la más grande que tengo– abierta en el medio del living, dudaba y lloraba. Tenía sobre la mesa de luz una tarjeta: me la había dado Ami, una compañera de la facultad, antes de irse con su compañera –ya no me acuerdo el nombre– a vivir a Sitges, en España. Ami había trabajado varios años en Buquebus, y conocía a varios comisarios de a bordo. En la tarjeta estaba el teléfono del más amigo.
–Si se pudre, lo llamás. De alguna manera te va a sacar –me había dicho Ami.
Su hermano era militar, un joven oficial carapintada, que casi no tenía contacto con ella porque lo avergonzaba que Ami fuera lesbiana. Pero cuatro o cinco días antes la había llamado por teléfono, cuando crecía el run run del levantamiento militar, y le había dicho que tenía algo muy importante que decirle. Quiso la casualidad que cuando el joven oficial caminaba por el pasillo del edificio de Barrio Norte para mantener su breve conversación con Ami, yo caminara en sentido contrario, hacia la puerta: él me vio salir del departamento de Ami, y cuando nos cruzamos me clavó una mirada torva y esquiva. Rapado, alto, buen mozo, allí iba, a decirle a su hermana Ami algo más o menos así:
–Esta vez van a cerrar los aeropuertos. Y no va a quedar ninguno. Y no sólo van a cazar a los zurdos. También van a cazar a la gente como vos, a los desviados.
En cuatro días Ami, que conocía a su hermano y le creía, levantó su casa. Hizo una feria americana y vendió todo. Yo le compré unas copas de cristal que todavía son las únicas que tengo. Ami no quería vendérmelas: quería que me fuera. Yo no me quería ir, pero acepté la tarjeta con aquel número de teléfono de alguien que finalmente nunca conocí, y la puse en la mesa de luz. Cuando todavía no se sabía cómo terminaría el alzamiento carapintada, saqué la valija del placard. Dudaba y lloraba, pero no llegué a ponerle nada adentro.
Hoy tenía que escribir esta nota sobre la democracia, y me vino la imagen de esa valija a la cabeza. Porque después de aquel incidente, nunca más volví a pensar en escapar. Y a veces uno no dimensiona lo valioso, lo importante que es haber vivido todo este tiempo sin pensar en escapar. Y además hay muchas otras cosas, cosas terribles, repugnantes, que no volvieron a pasar. El miedo, aquel miedo, ese tipo de miedo, ese miedo atroz a los sonidos de la madrugada, ese miedo áspero, ese miedo ácido a que a uno lo siguieran, a estar en una lista, a estar en una agenda, a que alguien estuviera parado en la puerta de casa, ese miedo incómodo y pueril de repasar qué habíamos dicho exactamente delante de ese o esa que de pronto nos parecía sospechoso, poco a poco se fue diluyendo, volviéndose un espectro de algo ido.
La democracia es como estar casado: hay que poner mucha voluntad y mucha astucia para seguir conmoviéndose y excitándose con quien uno sabe que, pase lo que pase, va a estar allí, esperándonos. Pero sólo pueden darla por segura, por hecha, por sentada, aquellos que han olvidado que vivimos mucho tiempo sin ella, y que fuimos reducidos, sin ella, a la mínima expresión de lo humano. Que la memoria y la mayoría de edad nos sirvan, entonces, para honrarla, como se honra a quien, pase lo que pase, después de un día difícil, va a estar allí, esperándonos.