por Sandra Russo
Yo no descubrí el huevo duro ni el agua tibia –dice Alberto Morlachetti cuando se le pregunta cuáles cree que fueron las razones por las que cuando la organización sueca Radda Barnen (la filial escandinava de Save the Children) evaluó el índice de reincidencia de los menores con problemáticas delictivas que él aloja en la obra Pelota de Trapo, ese índice fue de apenas el 2 por ciento. Ese sondeo fue realizado a pedido de Naciones Unidas, y fue el comienzo de una serie de reconocimientos de organismos internacionales para Morlachetti, cuyo trabajo transcurre constante, en silencio, rodeado de una bandada de colaboradores que lo adoran, en varias manzanas del partido de Avellaneda.
Morlachetti decía que él no descubrió ni el huevo duro ni el agua tibia, porque lo que viene haciendo desde l974, mucho antes de que la problemática de los menores institucionalizados estallara, fue, según él mismo explica, aplicar un concepto que rescató del educador brasileño Paulo Freire: “Nuestro compromiso con los niños no es caritativo ni piadoso; es un compromiso amoroso”.
Tapa de diarios fue Juan Carlos Blumberg, cuyo caballito de batalla es bajar la edad de imputabilidad de los menores. Pero nunca Alberto Morlachetti. Sí fue tapa de diarios una de sus iniciativas más potentes: la Marcha de los Chicos del Pueblo, que cada año recorre el país para hacer visibles esos cuerpitos débiles que tienen voz pero no encuentran oídos. Las pancartas que levantan esos niños incluyen una leyenda contundente: “El hambre es un crimen”.
Morlachetti es sociólogo pero se le nota poco. No es la teoría lo suyo. Es la acción, la obra, el proyecto concretado. En l974, después de una vida difícil y pobre, agradecido al lugar que le dio Evita a la niñez de su generación, Morlachetti creó La Casa de los Niños, y lo hizo con un crédito que consiguió merced a la hipoteca de su casa. Años más tarde, en l982, todavía en dictadura y advirtiendo la noche que, aunque llegara la democracia, amenazaba a los niños pobres, que fueron más, cada vez más, cada año más, y cada día más pobres todavía, fundó el Hogar Pelota de Trapo, que empezó en una cancha de fútbol donde se filmó aquella película clásica nacional. Allí, hoy hay niños, niñas y adolescentes que son cuidados y educados con una premisa que Morlachetti desparrama en todas sus obras: esos niños y niñas tienen derecho también a la belleza. No quiere hogares pobres para pobres. Quiere hogares dignos, comida rica, calor en invierno y refresco en verano, quiere subir el piso al que tiene derecho un niño pobre. No basta con llenarle la panza y darle un techo. Tiene que tener trabajo, juego, diversión. Como cualquier otro. Esta idea, más bien simple, no es la que rige en otros hogares de este tipo. “Son como mis hijos, tengo que darles lo que le daría a un hijo”, dice él.
Y lo que cualquier hijo recibe de su padre es básicamente la certeza de una presencia. Ese es el gran descubrimiento de Morlachetti y ésa es acaso la razón por la que los chicos que tienen la suerte de entrar en alguno de los hogares de Pelota de Trapo no desperdician. Hay alguien. En las buenas y en las malas, hay alguien. Si hay un logro, hay alguien. Si hay un fracaso, también. Y ellos devuelven lo que reciben. En esos hogares de Avellaneda en los que hay perfume a tuco y a gajos de naranja, flota en el aire eso que bien podría llamarse amor.
El 1986, Morlachetti creó el Hogar Juan Salvador Gaviota, para chicos con causas penales y chicos abandonados. Esos chicos necesitaban –se dio cuenta él con el tiempo– ocupar sus horas en algo enaltecedor y productivo. Y así y por eso nació poco después la Escuela Talleres Gráficos Manchita, una imprenta en la que, entre otras cosas, se edita el boletín Pelota de Trapo, cuyo objetivo es cambiar el eje de la miradasobre estos niños: no son el enemigo. Son las víctimas de un sistema que les cierra la puerta en la cara.
Y también nació luego la Panadería Panipan, que abastece a los hogares y al barrio, y donde los chicos mayores trabajan orgullosamente y muestran sus masas, sus facturas, sus galletas, sus alfajores y empiezan a ofrecer servicios de catering. Y también está el Jardín Maternal Pulguitas, para los más chiquitos. Y en Florencio Varela está la granja Azul, un lugar de recreación en el que los chicos también descansan, se ríen, se divierten.
El universo que Alberto Morlachetti creó para esos chicos es amable, acogedor, amoroso. Hay palabra de honor y confianza en el otro. El no descansa. Siempre hay algún nuevo proyecto dando vueltas y siempre es poco todo lo que se hace. Pero en cada eslabón de esta cadena de trabajo que, en resumen, es la vida misma de Morlachetti, lo que hay es una causa abonada con constancia y convicción. Hay resto para atajar al más débil en un país en el que los débiles han sido siempre maltratados. Por todo eso, para Alberto, una tapa y más que una tapa, un abrazo en nombre de todas las vidas jóvenes que rescató del destino que tenían marcado.