Suplemento especial

Miguel Manfredi

El testigo

por Irina Hauser

Miguel Manfredi

Hubo un tiempo en que Miguel Manfredi tenía las llaves de la presidencia de la Corte Suprema, de unos cuantos despachos y de la sala de acuerdos. Llegaba antes que nadie, abría las cortinas, encendía las estufas o el ventilador, apilaba los expedientes del día y corría a calentar agua para servir lo que le pidieran. “Si alguien hizo historia en la Corte, ése es Manfredi. El vio todo”, asegura un custodio que lo conoce hace años. Estuvo ahí aquel marzo de 1962. El juez Julio Oyhanarte le indicó que esperara junto al teléfono porque alguien avisaría en cuanto llegara, en secreto, el titular del Senado, José María Guido. En el momento exacto lo recibió a la salida del ascensor y fue uno de los pocos presentes en la jura relámpago que –ante el derrocamiento de Arturo Frondizi-. convirtió a Guido en presidente de la Nación, en un intento por conservar la institucionalidad.

Manfredi había sido gendarme. Cuando lo quisieron mandar al sur por segunda vez, desistió. Un amigo lo recomendó en Tribunales y rápidamente resultó el mayordomo estrella de la mayoría de los jueces que encabezaron la Corte. Presenció plenarios y reuniones de Sus Señorías, donde ni los secretarios favoritos tenían permitida la entrada. A sus 83 años, tiene flashes recurrentes que visitan su memoria. Puede verse a sí mismo parado en un balcón del cuarto piso del Palacio de Justicia, que da a Tucumán y Talcahuano, mirando perplejo el bombardeo de 1955, los aviones volando ahí nomás, casi sobre su cabeza. Después de la caída de Juan Domingo Perón, fue uno de los pocos que conservó su puesto en la Corte.

Toda la vida fue a trabajar de traje, con corbata y chaleco. De la última dictadura militar le resuenan el silencio entre los empleados y las visitas del ex intendente Osvaldo Cacciatore, que iba a ultimar detalles “del negocio de la autopista 25 de Mayo”. Siempre tuvo la impresión de que en la Corte pocas cosas cambiaban, pero hubo algo notable a partir de 1983: la multiplicación de mujeres, en todo tipo de cargos. Había sido intencional excluirlas. Una vez oyó a un poderoso secretario decir: “Nunca hay que dejar entrar mujeres a la Corte”. La única jueza suprema hasta entonces, Margarita Argúas, nombrada en 1970, era considerada una rareza histórica y terminó enferma, al parecer, de hepatitis.

Sentarse con otros ordenanzas en el salón de té de los ministros, el lugar más cálido del edificio en pleno invierno, le daba mucho placer a Manfredi. Cada vez que el juez Carlos Fayt –nombrado por Raúl Alfonsín.- los pescaba en el recreo, les decía en broma “¡No ven que éste es un lugar sagrado!”, mientras señalaba los retratos de todos los presidentes de la Corte que decoran las cuatro paredes.

Manfredi sabe de memoria los gustos y mañas de muchos ministros. Julio Nazareno prefería el café negro, Enrique Petracchi “cortadito”, Adolfo Vázquez pedía mate cocido y para Augusto Belluscio y Fayt servía té, clarito para este último. A Antonio Boggiano, incondicional de las galletas a la tarde, lo conoció más que a ninguno. Desde 1991 lo asistió casi en exclusiva. El lugar físico de trabajo era el mismo de siempre, porque el juez aliado del Opus Dei estaba ubicado en diagonal a la presidencia. Era un punto estratégico para identificar a los visitantes frecuentes e ilustres: Roberto Dromi, Fernando de la Rúa, León Arslanian y una larga lista de funcionarios del Vaticano. Rodolfo Barra, aun después de dejar la toga, siguió siendo un habitué.

Cuando renunció Jorge Bacqué, a principios de los noventa, sintió una pena especial. El ministro denunció que Carlos Menem ampliaba el tribunal a nueve miembros para tener una mayoría leal. Unos años después, quedó muy impactado el día que denunciaron a Boggiano, su jefe, por robar una sentencia. Manfredi tenía entre sus misiones la de llevar y traer expedientes. La única vez que volvió a ver al juez “tan chinchudo” fue cerca del final de su juicio político, en 2005. Los cacerolazos contra laCorte le parecieron casi una película. “Entraban cosas volando por las ventanas. Los ministros se quejaban, ya no sabían qué hacer”, repasa.

Después de batir un record de cincuenta y cinco años en la Corte, en febrero último Manfredi decidió tomarse la jubilación en serio para disfrutar de su vida en pareja con Velia, un amor platónico de la adolescencia con quien se reencontró en el barrio. En uno de sus actos íntimos de despedida, Manfredi fue a colgar en cámara lenta la llave de la oficina de Boggiano. Se llevó toda una historia consigo y una frase sellada a fuego que le repitieron todos sus patrones: “Manfredi, usted acá no escuchó nada”.

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