por Andrés Osojnik
El no acepta que el fotógrafo le tome unas tomas. Su esposa llega y también pide que no, que ya bastantes fotos les sacaron en su vida. Que las fotos y las cámaras están asociadas a sus momentos más terribles y que, a pesar de que pasaron más de 30 años, esas cosas nunca se pueden superar. El fotógrafo se resigna. El arranca con su historia.
Raúl Laguzzi es bioquímico, pero siempre se dedicó a la investigación en neurobiología. En el ‘73 accedió a un puesto de profesor adjunto en la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA. Nunca integró un partido político, pero la turbulencia de la época lo llevó naturalmente a la militancia universitaria. El rector, Rodolfo Puiggrós, lo convirtió en decano.
–Yo nunca quise ser dirigente, ni meterme en un partido, pero como persona no podía quedar al margen. Tenía que ponerme de un lado. Yo estaba por tener un hijo y sabía que tenía que hacer eso para poder mirarlo a la cara.
Eso era optar políticamente. Lo hizo por la Juventud Peronista, sin enrolarse en sus filas, aclara una y otra vez. A Puiggrós, que renunció en medio de grandes presiones, lo sucedió en el rectorado Vicente Solano Lima. En julio de 1974 murió Perón y unas semanas después el ministro Jorge Taiana llamó a Laguzzi: en medio de la convulsión política y a los 33 años, se había transformado en rector normalizador de la UBA. La Triple A ya se había desatado y el primero que cayó bajo sus ametralladoras fue Rodolfo Ortega Peña, el 31 de julio de 1974. Al día siguiente, Laguzzi atendió el teléfono en su despacho de la Universidad:
–¿Vio lo que le pasó a Ortega Peña? El próximo es usted.
“Tuve la sensación de que lo que decía era cierto –recuerda–. Hice pública la amenaza y el jefe de Policía puso custodia en mi casa.” A los días, el policía de consigna subía a charlar amistosamente al departamento de los Laguzzi en Senillosa y Guayaquil, en el barrio de Caballito. Tiempo después, el matrimonio comprendería que estaba haciendo inteligencia.
Era la madrugada del sábado 7 de septiembre cuando sonó el timbre. Fue un aviso macabro. Pocos segundos después, estallaba una bomba. “Los últimos dos pisos de los ocho que tenía el edificio desaparecieron –cuenta Laguzzi–. Se hizo un hueco enorme y empezamos a caer. A mi esposa, Elsa, y a mí nos paró una viga. A nuestro hijo, no. Terminó en la planta baja. Tenía seis meses.” Fue el primer ataque de las tres A a una familia. El matrimonio empezaba a asociar las cámaras de los periodistas con el horror. La muerte del bebé provocó un impacto social y político sin precedentes. Laguzzi se sintió más comprometido.
–No es el momento de renunciar –se dijo. Elsa Repetto, su esposa, se escondió en la provincia y él siguió al frente de la Universidad.
No pasó mucho tiempo hasta que la banda de López Rega hiciera pública su lista de condenas a muerte. En primer lugar figuraba Cámpora. En el segundo, Laguzzi. “Nunca supe por qué. Yo estaba cerca de la JP, pero no pertenecía orgánicamente. Siempre me extrañó que mi nombre tuviera tanta importancia para ellos.” Con la caída de Taiana, Oscar Ivanissevich sellaba el viraje a la extrema derecha. Laguzzi pidió entrevistarse con el nuevo ministro. Nunca lo consiguió. El 17 de septiembre, mientras organizaba un plebiscito universitario, el Ejército y los parapoliciales rodearon la Universidad. Logró escaparse. La UBA caía en las manos fascistas de Alberto Ottalagano. Laguzzi seguía siendo noticia, ahora porque estaba escondido. “Ninguna estructura nos cubrió, sólo los amigos –cuenta, treinta y dos años después–. No estaba seguro de irme del país, pero Puiggrós se había exiliado en México y entonces con mi esposa decidimos tomar el mismo camino.”
Entraron a la sede diplomática de México con el embajador, tirados en el piso de su auto. El presidente de ese país ofreció protegerlos, pese a que el gobierno argentino negaba que estuvieran perseguidos. El viaje de la embajada de México a Ezeiza fue interminable. El auto diplomático era seguido por policías, parapoliciales y, una vez más, por fotógrafos. Los Laguzzi lograron abordar el avión con vida. No era poco.
–México nos recibió con todos los honores –relata–. El presidente Echeverría, el ministro de Educación, los rectores de las universidades. Nuestra llegaba fue un acontecimiento político en ese país, que empezaba a enterarse de lo que sucedía en la Argentina.
México les salvó la vida, pero de nuevo los transformó en noticia. De nuevo les tomó fotos y los filmó para la televisión. Una vez instalados, se sumaron a la creación de la Universidad Autónoma Metropolitana. La turbulencia política fue dando paso a la tarea científica. A fines del ‘76, Elsa fue becada en Francia y Raúl siguió también allí su carrera como investigador.
–Fue muy bueno, porque llegamos a París y no nos estaba esperando ningún fotógrafo –ironiza Elsa. Ahora, él es director de Investigaciones de un organismo equivalente al Conicet argentino y ella es doctora en semiótica literaria y formadora de docentes en la Alianza Francesa. En el ‘84 tuvieron una hija, María Laura.
Doce años después del exilio, Elsa se animó a volver al país. Pero la fecha resultó poco oportuna: Semana Santa del ‘87. “No podíamos creer lo que vivíamos –se ríe ahora–. Rico comandaba su rebelión carapintada y todos hablaban de que se venía un golpe. Nos fuimos.” En esos años fue creciendo en el matrimonio la necesidad de reclamar una reparación. “Que fuera política, más que económica –aclara–. Se hablaba mucho de la represión durante la dictadura, pero los muertos de antes del ‘76 eran muertos de nadie. Y queríamos que se reconociera que hubo terrorismo antes del golpe.” Unos abogados amigos presentaron la demanda. La causa tramitó varios años y en 2004 el juez falló a favor: sentenció que el Estado era responsable de la muerte de Pablo Gustavo Laguzzi y ordenó pagar a sus padres la cifra de cien mil euros. “Fue muy impactante, porque por primera vez se reconocía el asesinato de nuestro hijo –reflexionan a dúo Elsa y Raúl–. En cuanto al dinero, ya lo teníamos decidido. Todos los fondos iban a ser destinados a los chicos que sufren esa otra forma de terrorismo que es la miseria. Como herederos de nuestro hijo no consideramos que ese dinero sea nuestro.”
Elsa Repetto y Raúl Laguzzi trazaron un plan: recorrer el país para entregar el dinero a organizaciones dedicadas a la infancia que sufre la indigencia: hogares, comedores, escuelas. Desde entonces, una vez por año viajan a la Argentina, se suben al auto y se ponen en marcha. Ya estuvieron en Santiago, Jujuy, Río Negro, Neuquén, Mendoza, Misiones y la ciudad y la provincia de Buenos Aires.
“En Misiones –relata Laguzzi– le llevamos ayuda a una monjita amiga de las secuestradas por Astiz que puso un hogar para chicos y les da de comer. En La Aurora, a 50 kilómetros de Santiago, una escuela en la que hicimos una donación se puso como nombre ‘Colegio Pablo Gustavo Laguzzi. Por los Derechos del Niño’.” En Liniers, en La Casona de los Barriletes, que alberga a adolescentes en riesgo social, donaron los elementos para instalar una carpintería. El taller se llama “Pablo Laguzzi”. Como en todos los otros casos, Elsa y Pablo fueron a ver a los chicos.
–¿En Francia hay pobres? –fue la primera pregunta.
–¿Y hay gente que les ayuda? –fue la duda posterior.
Elsa y Raúl cuentan que “el año que viene vamos a visitar las instituciones del Litoral. Tenemos que llegar hasta Misiones. Hemos tocado casi todo el país y ya nos queda muy poco dinero.” Y aclaran, insisten en aclarar: “Esto no tiene nada que ver con beneficencia. Esto es político”. Sin cámaras, ni fotos. Ni siquiera para esta nota.