por Pedro Lipcovich
La desaparición de Mirta Misetich –hace 35 años, el 13 de julio de 1971– fue la primera en la que desde el primer momento hubo pruebas de la participación de fuerzas de seguridad; fue la primera operación en la que el terrorismo de Estado puso a punto la metodología –incluyendo “zona liberada”– que habría de utilizar sistemáticamente a partir de 1976. El secuestro, en el cual fue asesinado su compañero, Juan Pablo Maestre, tuvo gran repercusión en la opinión pública y generó un alto nivel de movilización social. Hoy no son muchos quienes recuerdan aquel hecho y menos aún son los que recuerdan a Mirta Misetich: militante revolucionaria, sostuvo hasta su muerte una forma de hacer política, una forma de definir la vida, en la que se aunaban el valor y la piedad.
El 2 de julio de aquel año, en la provincia de San Juan, había sido secuestrado Marcelo Verd, junto con su esposa Sara Palacios, quienes permanecen desaparecidos. Verd pertenecía a la organización guerrillera denominada FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias). El secuestro fue efectuado por efectivos pertenecientes a fuerzas de seguridad estatales, sin que en ese momento –a diferencia de lo que sucedería con el matrimonio Maestre– pudieran verificarse pruebas de esa pertenencia.
Verd fue torturado en procura de información. Presumiblemente cumplió con lo que, en la organización a la que pertenecía y tomando como modelo al FLN de Argelia, se había considerado exigible para un militante: resistir la tortura durante las horas suficientes como para que sus compañeros pudieran ponerse a salvo. En todo caso, su declaración bajo tormento hizo posible que el 7 de julio se intentara el secuestro, en Buenos Aires, de Roberto Quieto, perteneciente a la misma organización. Esta operación fue frustrada porque la resistencia de Quieto y su esposa alertaron a un auto policial, que interceptó a los secuestradores: éstos se identificaron como policías y no tuvieron más remedio que convertir en legal la detención del militante. Faltaba el concepto de “zona liberada”.
Este concepto se puso en práctica una semana después, en Amenábar 2224, barrio de Belgrano, donde vivían los padres de Mirta Misetich. Ella y su marido ya habían pasado a la clandestinidad pero cometieron el error de esa visita familiar. Los estaban esperando. A Juan Pablo, cuando intentó huir, le pegaron dos balazos; a Mirta la capturaron ilesa. Se los llevaron en dos autos. Al rato, en respuesta a denuncias de los vecinos, llegaron dos patrulleros de la seccional 33a los policías le ordenaron al portero que limpiara la sangre de Juan Pablo, se llevaron un zapato que había quedado de Mirta, y omitieron iniciar actuaciones por el secuestro.
Un equipo de abogados integrado por Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde, Mario Hernández, Roberto Sinigaglia, Silvio Frondizi y Susana Delgado aportó pruebas de la participación de organismos de seguridad: el anuncio del procedimiento había sido escuchado por radioaficionados en la frecuencia policial y, en la mañana del día del secuestro, una comisión de la Superintendencia de Seguridad Federal se había presentado en la firma Gillette, donde había trabajado Maestre, a fin de detenerlo. El miércoles 14, el cadáver de Juan Pablo Maestre fue arrojado en un zanjón, cerca de Escobar.
El secuestro tuvo amplia repercusión en la opinión pública. Especialmente el diario La Opinión le otorgó una cobertura destacada que incluyó las tapas del 20, 21 y 22 de julio. Más de mil personas formaron el cortejo fúnebre de Juan Pablo Maestre.
Mirta tenía 26 años cuando desapareció. Su hermano Antonio, cuatro años mayor que ella, vivía entonces en Estados Unidos, donde trabajaba como investigador científico. Cuando su hermana fue secuestrada, él viajó de inmediato a la Argentina para tratar de rescatarla. “Lo recuerdo en el noticiero de la televisión, tartamudeando de angustia”, cuenta Marta Gan, prima de ambos. Antonio Misetich se quedó en el país, trabajó en la CNEA, tuvo dos hijas y fue a su vez desaparecido en 1976.
Marta Gan, que siempre vivió en Entre Ríos, recuerda que “cuando éramos chicos, Mirta y Antonio venían a pasar las vacaciones acá. Se apasionaban por las excursiones. En la adolescencia, Mirta era una chica risueña, cariñosa; era muy linda”. Estudió sociología en la UBA; allí conoció a Juan Pablo Maestre, con quien se casó. No tenían hijos. Juan Pablo estuvo entre los primeros militantes de las FAR, y Mirta se incorporó a la organización en 1968.
E. R., quien formó parte de las FAR durante aquellos años, recuerda: “Cuando la secuestraron, Mirta era mi ‘responsable’. Yo venía en crisis con la militancia. Había entrado a los 18 años y esa vida compartimentada llegó a ser para mí algo muy solitario, muy próximo a la muerte. Empecé a querer irme. Nadie me puso obstáculos pero sentí que, claro, yo había dejado de ser lo que se llamaba un ‘cuadro valioso’. Mirta no sentía las cosas de ese modo; creo que ella no se consideraba un ‘cuadro valioso’ y que para ella yo, cualquiera, era valioso tanto si se quedaba como si se iba. Yo creo que Mirta estaba llena de piedad. En eso fue que la secuestraron. Yo me reunía con ella en un bar y la consigna era, si no iba, repetir la cita varias veces en el mismo lugar. Ella faltó una vez y yo seguí yendo. Empezó a aparecer en los diarios el secuestro de los Maestre; yo no conocía el apellido de ella, no pensé que fuera ella y seguía yendo a ese bar hasta que, de casualidad, una compañera de la organización me vio, me hizo salir y me contó lo que había pasado. Quiere decir que, si Mirta hubiera hablado cuando la torturaban, a mí me podían haber agarrado en el bar. Quiere decir que me salvó la vida”.