Treinta años después del golpe del 24 de marzo, poco se sabe de la vida en las cárceles de la dictadura. No la de los centros clandestinos de detención, sino los que fueron campos de concentración legales como las cárceles de Devoto, Coronda, Rawson, Sierra Chica, Caseros, La Plata o Magdalena.
La aparición de libros como Detrás de la mirilla, obra colectiva de los detenidos en la cárcel de Coronda; el inminente estreno de la película Caseros, en la cárcel, de Julio Raffo, y la próxima edición de Nosotras, presas políticas –que será presentado en la Feria del Libro y que resume, también de manera colectiva, los días de encierro de 112 presas políticas en la cárcel de Villa Devoto– apuntan a saldar esa deuda con las voces y los rostros de las sobrevivientes.
Viviana Beguán, La Negra, es una de ellas. Ocho años presa en Devoto; fue detenida en febrero de 1975, “antes del golpe, bajo el gobierno de Isabel, porque después ya no hubo presos, sólo secuestrados y desaparecidos”, precisa ella, que también precisa la direccción de su domicilio: celda 90, 3er. piso, planta 5.
Ocho años con noches sin lunas y días sin soles. A veces, sólo a veces, porque estaba prohibido y en violar la consigna iba la vida, Viviana se trepaba a su cama cucheta y miraba la calle a través de la pequeña ventana de su celda: “Durante esos ocho años lo vi crecer a Juanito, un nene que nosotras bautizamos así y que vivía en una casa frente a la cárcel. Lo veíamos cuando tenía meses y, de golpe, habían pasado cuatro años y Juanito llevaba guardapolvo e iba al colegio de la mano de su mamá. Cuando salí en libertad calculamos que Juanito iba para los nueve años y cursaba quinto grado. Me quedaron ganas de golpear la puerta de su casa y darle un beso, señalarle la ventana de mi celda y decirle que desde ahí lo vi crecer”.
Viviana tiene memoria, recuerda con precisión y no le falta humor para señalar que los calabozos de castigo daban al club del barrio. Y que no fueron pocas las veces que gritaba los goles de Lamadrid, sumándose a los festejos, pero atrás de un muro de varios metros de alto que la separaba de la cancha, aunque no de las pasiones con las que latían esos vecinos que, en tantos casos, también fueron solidarios con sus denuncias, gritadas a voz en cuello por las presas cuando la represión avanzaba por los pabellones sembrando requisas y golpes.
En septiembre de 1977 los años que La Negra llevaba adentro se multiplicaron.
En esa fecha secuestraron a sus padres, quienes al día de hoy permanecen desaparecidos.
“Les mandé decir que se fueran del país –cuenta Viviana– y nunca supe si les llegó el mensaje; lo cierto es que para entonces Stella, una compañera, recibió la visita de sus tres hijas, a quienes no esperaba. A través del locutorio de vidrio, las niñas le contaron que luego del asesinato de su padre, el Piki Pujol, ellas se habían quedado viviendo con otra compañera también desaparecida, Alejandra Renou, y un matrimonio mayor que tenía una hija presa. Alejandra había sido secuestrada junto al matrimonio y ellas tres, abandonadas en la casa por los militares luego del allanamiento. Las niñas tenían entonces cuatro, diez y doce años y fueron rescatadas de la casa por sus abuelos paternos algunos días después.”
“Stella volvió al pabellón, contó lo sucedido y yo presentí lo peor. Le pedí que en la próxima visita les preguntara a las niñas si el matrimonio era de Córdoba y que dieran alguna descripción. Así lo hizo y la mirada triste de Stella, a su regreso del locutorio, me quebró el alma. La confirmación de los ojos azules del viejo, las pecas de la vieja y el inconfundible tono cordobés de ambos no dejaban lugar a dudas. Eché la cabeza hacia atrás, encontré el hombro de ‘La Colorada’, Nora Savoy, y me puse a llorar.”
Viviana se aleja del grabador, se para, camina por la sala y tiene los ojos arrasados de lágrimas, pero tiene también la necesidad de continuar con el relato y no toma ni da respiro.
“Desde el ’77 al ’83, mediante las compañeras que salían en libertad, envié sus datos para que los buscaran, una y otra vez, reiterada y obsesivamente. Pero fue a principios del ’83, cuando salí en libertad condicional, que pude hacerme cargo personalmente de la búsqueda. Solicité permiso al juez para viajar a Santa Fe a ver a las nenas de Stella y pedirles que me dieran algún dato sobre dónde vivían en el momento del secuestro: ‘De Capital tomábamos un colectivo y pasábamos por un lugar con agua y olor a podrido. Había un puente, lo cruzábamos y bajábamos en una plaza antes de una vía, y a una cuadra o dos de una avenida’. La zona, claro, podía ser Avellaneda.”
“Con esos datos, junto a Martín, mi compañero de entonces, iniciamos la búsqueda de la casa donde mis viejos pasaron los últimos momentos. Desplegábamos un mapa sobre la mesa y decidíamos hacia dónde ir. Así, todos los fines de semana, mientras intentábamos reinsertarnos socialmente, luego de tantos años de encierro. Pero no avanzábamos, así que decidí volver a hablar con las niñas, que ya no lo eran, y tratar de que recordaran algún dato más que pudiera ayudarnos. El tema era muy doloroso para ellas y las referencias, muy generales, porque no recordaban tampoco la escuela adonde iban, hasta que Manuela, la menor, me dijo: ‘El abuelo (así le decían a mi padre, a pesar de que no lo era) me enseñaba el número uno y me decía que la casa empezaba con uno, y además la ventana era más bien baja y no tenía rejas, porque yo me escapaba por ella para jugar en la calle’.”
“Volví a caminar la zona, con mucho detenimiento en la cuadra del cien, pero con mayor atención en las cuadras del mil al mil quinientos, porque allí llegaba la vía. Hasta que una mañana me paré en una puerta, miré hacia arriba y dije: ‘Es ésta’. Martín no entendía por qué y le expliqué: ‘Están los geranios, que son las plantas que le gustaban a mamá’. Le sacamos fotos, se las enviamos a las chicas y vino la confirmación. Era ésa.”
“Al día siguiente volvimos y le pedimos permiso a una vecina para entrar. Primero subió Martín y, cuando salió, me pidió que yo no lo hiciera. No le hice caso, salté el muro sin dudar y entré. Aún tengo la imagen entre penumbras del saqueo, la destrucción, la ropa tirada, los muebles rotos.”
“El vecino de enfrente vio las fotos de mi viejo y recordó el operativo militar de una fría noche de mayo, también nos aconsejó ir a la inmobiliaria de la esquina. Ahí, el dueño, buena gente, nos informó que la casa había sido comprada por mi madre y nos orientó a la escribanía para retirar la escritura. Llegamos casi de noche, corriendo por la avenida Mitre, y luego de sentarnos con cara de ‘de aquí no me muevo’, la conseguimos. A la mañana siguiente un cerrajero nos abrió la puerta. Aún estaban algunos diarios del ’77 bajo la puerta; boletas de impuestos, una camisa de mi papá, el documento de mamá tirado en medio del parquet levantado por el agua de una vieja filtración. Junté sus pertenencias y guardé sus recuerdos.”
Viviana supo después que sus padres murieron en Campo de Mayo luego de ser ferozmente torturados. Y todavía hoy, con las leyes de obediencia debida y punto final derogadas, esa causa continúa sin avances judiciales que puedan reparar, al menos en parte, las casi cinco mil muertes que, al igual que en la Escuela de Mecánica, ahí se produjeron.
Viviana convive con ese dolor y no lo oculta. Baja la voz para decir que necesita rodearse de afectos, del cariño de su hija de diecinueve años, del amor de su pareja, y de los amigos y compañeros que siempre le pusieron el hombro.
No relata su vida como un drama único, prefiere darle el marco generacional de las luchas sociales de los setenta y sabe que su voz es una más entre las de los ex presos políticos que hablan con pudor de sus padecimientos, porque son sobrevivientes del genocidio.
Más de diez mil detenidos pasaron por estos campos de concentración legales. Ocho, diez, doce años sin abrazar a sus seres queridos, sin ver el cielo ni sentir el olor de la lluvia o el café. Sin besar ni ver crecer a sus hijos; sin escuchar una canción bonita ni leer un diario, un libro, una revista. Comiendo mal y a veces. Ocho, diez, doce años sin hacer el amor.
Golpeados y humillados en cárceles que luego del ’76 pasaron a depender directamente de la autoridad militar de la zona, ellos resistieron.
La Negra vuelve, de vez en cuando, a caminar por la avenida Beiró, para ver de cerca florecer los jacarandaes que tantos años espió de la ventana de su celda, y recuerda las tardecitas cordobesas cuando, entre mate y mate, el padre le contaba su simpatía por las ideas socialistas, su compromiso con las luchas sindicales y su admiración por Tosco y el Che Guevara.
Viviana nunca pudo vivir en la casa de Avellaneda. Con el tiempo la vendió: “Saqué de allí, además de las pocas pertenencias, la planta de geranio. La tengo en el patio de mi casa, donde la voy cuidando todos los años, multiplicando sus gajos. Siempre florece en primavera”.