Ordenadores conectados a televisores en Sudáfrica o un sistema de energía solar en India. Todos estos proyectos han nacido en Fab Labs –apócope de Laboratorios de Fabricación–, una red de talleres que está democratizando el proceso de producción. Una revolución silenciosa que en 20 años culminará con una máquina capaz de transformar bits en átomos. Al menos eso augura el cerebro que hay detrás de los Fab Labs, Neil Gershenfeld.
Este catedrático del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) es la viva imagen que la sociedad tiene de un científico; al menos, en apariencia: gafas, pelo ensortijado y sonrisa traviesa. “Es común hablar de la revolución digital en telecomunicaciones y en informática. El teléfono pasó de analógico a digital. Y la informática digital nos dio ordenadores. Va siendo hora de hablar de la revolución digital de la fabricación.” Los alumnos de Gershenfeld ya trabajan en un aparato que transformará el código binario de la informática en materia. Es el sueño húmedo de la ciencia-ficción: el replicador, esa máquina que en Star Trek preparaba un té de la nada, está de camino. Suena futurista, pero teniendo en cuenta que Gershenfeld predijo que los ordenadores se parecerían a los libros –vaticinó el iPad–, puede que tengamos que tomarlo en serio.
Los Fab Labs están plantando la semilla del replicador. Son más de cincuenta en todo el mundo: Afganistán, Colombia, Kenia, España... “Cada año doblan en número, en 2011 habrá cien’, predice Gershenfeld. El primero nació en Boston en 2002, financiado por la Fundación Científica Nacional (Estados Unidos). “La Fundación nos solicitó (al Center for Bits and Atoms, del MIT) que comunicáramos el resultado de nuestra investigación. Esos resultados eran un conjunto de herramientas (programas y máquinas) con el que se puede construir casi cualquier cosa. Se nos ocurrió que para comunicarlo, lo mejor que podíamos hacer era cederlas”, cuenta en Madrid Gershenfeld tras dar una charla en unas jornadas organizadas por Bankinter.
Así nació el primer Fab Lab, un taller con un conjunto de herramientas que permiten fabricar, por ejemplo, una tecnología capaz de rastrear a las ovejas en Noruega. Los laboratorios se expandieron como la pólvora. “No había un plan para crear una red mundial. Los Fab Labs surgen de forma espontánea porque son necesarios, pero no hay nadie al mando”, cuenta Gershenfeld. La fiebre Fab Lab contagió a España: hace ocho años Barcelona abrió el primero, el segundo está en Benasque, el tercero en Madrid y el cuarto en Sevilla.
La varita mágica que materializa los proyectos no es barata: incluye, entre otros instrumentos, una cortadora láser, una cortadora por control numérico, otra de vinilo; una máquina de fresado por control numérico y una impresora 3D. “Cuesta más de 50.000 dólares, a los que hay que sumar 10.000 para materiales y otros 10.000 para acondicionar el edificio del taller”, detalla Gershenfeld. Demasiado caro para montar uno en el garaje. “Es el paso previo al replicador. En 20 años las máquinas, el material, el software y el duro trabajo que se hace en un Fab Lab, se simplificará y abaratará. Crearemos una máquina con la que fabricaremos cosas en casa.” Gershenfeld tira de analogía: Internet necesitó una habitación llena de ordenadores para funcionar, hoy lo hace en el móvil.
La financiación de los Fab Labs varía: pública, empresas (el de Madrid ha arrancado con el dinero de Absolut Vodka), donaciones...
“La idea es crear una plataforma comercial y mundial que los haga autónomos”, explica este físico. Los Fab Labs son, según Gershenfeld, una respuesta a la crisis. “La mayoría de los grandes negocios surgieron en épocas de recesión. El mercado actual se basa en inventar un producto y en producirlo en una fábrica. Nuestra filosofía es otra. Se trata de producir bajo demanda en laboratorios locales, independientemente de dónde se haya diseñado el producto.” Un modelo de negocio que se sustenta en el código abierto y la transparencia: “No hay secretos, los Fab Labs comparten sus proyectos. El software es de código abierto, para que el usuario pueda llevarse una copia a casa y aprender”. Sobre las patentes, Gershenfeld razona: “No tenemos reglas sobre la propiedad intelectual, son inútiles. No protegen, son para ir a juicio”.
Gershenfeld también es el teórico del Internet de las cosas, cuando todas ellas tengan una dirección IP y se comuniquen.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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