El gran Parménides (siglo V a. de C.) había puesto en aprietos a la incipiente ciencia griega inaugurada por Thales de Mileto: efectivamente, decía él, los fenómenos están ahí y requieren explicación, pero no se puede, ya que los captamos por los sentidos, y éstos son engañosos; sólo se puede acceder a la verdad pensando, cerrando los ojos a toda observación que no sea una verdad mental indubitable: El Ser es, y el No Ser no es.
Frente a este callejón sin salida había dos posibles respuestas, y una de ellas la dio Pitágoras. Si sólo se puede pensar, pues bien, pensemos entonces, y desde ya, el único terreno en el que sólo se puede pensar son las matemáticas. Es decir, y contrariamente a Perón, Pitágoras no creía que la única verdad fuera la realidad, sino las matemáticas.
Pitágoras es un personaje misterioso y se sabe muy poco de él: se conjetura que nació en la isla de Samos, cerca de Mileto, tan luego, hacia la mitad del siglo VI (a. de C.) y que luego se trasladó a Crotona, en los territorios griegos del sur de Italia.
El asunto es que la figura de Pitágoras está rodeada por la leyenda, porque la escuela pitagórica funcionaba como una secta mística y hermética, como un grupo mancomunado por creencias y prácticas religiosas. Creían en la inmortalidad y la transmigración de las almas y practicaron abstenciones rituales: por ejemplo, no podían comer alubias. Esta prohibición, que puede parecer rara, proviene de la tradición órfica de la transmigración de las almas, que entre encarnación y encarnación solían alojarse en las alubias, de tal modo que comerse un guiso podía significar almorzarse a una población entera.
Los pitagóricos rechazaron los fenómenos y el “discurso de las cosas”. A la pregunta ¿cuál es el origen de las cosas?, respondieron: los números.
Es posible que esta idea haya partido del estudio de la música: ellos descubrieron que hay relaciones numéricas precisas entre los sonidos: una cuerda de la mitad de la longitud de otra da la misma nota, sólo que una octava más alto, y lo mismo ocurre con los acordes de cuarta y de quinta, que responden a relaciones numéricas. Estas relaciones no son para nada evidentes; no hay ninguna razón para suponer que la identidad de las notas tenga algo que ver con los números. Pero una vez comprobadas estas relaciones numéricas, los números parecen ser la razón subyacente de las armonías musicales. Podían quedarse en una semejanza formal, pero había un paso audaz y hasta cierto punto cantado, y los pitagóricos lo dieron al generalizar y proclamar que todas las cosas consisten en números: los pitagóricos establecen un principio abstracto como esencia. Ni el agua de Thales ni el aire de Anaxímenes. Los números tan luego. Incluso se pasaron un poco de rosca: identificaron a la Justicia con el número 4 por tratarse del primer número cuadrado; al matrimonio con el 5, que representaba la unión del macho (3) con la hembra (2). Pero además analizaron muchas propiedades de los números y trabajaron sobre los poliedros regulares, las medias aritméticas, geométricas y armónicas. Propusieron un sistema astronómico no geocéntrico, en el que todos los cuerpos celestes giraban alrededor de un fuego central.
Esto es: hay un mundo invisible que es el verdadero mundo, donde deben buscar las relaciones fundamentales, y es allí donde “la debilidad de la razón” pierde su carácter de tal.
Naturalmente, la gran gloria de la escuela es el famoso e inmortal “teorema de Pitágoras”, que establece que en un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, una relación que no es para nada evidente, y que, a primera vista, no tendría por qué suceder (la relación, sin embargo, era conocida por los matemáticos babilonios y egipcios y aplicada por los albañiles para construir ángulos rectos).
Sin embargo, ese mismo teorema los llevó a tropezar con un obstáculo catastrófico, letal: si construimos un cuadrado de lado 1 y aplicamos el teorema de Pitágoras, su diagonal mide raíz cuadrada de 2.
Y la raíz cuadrada de dos no correspondía a ningún número, a ninguna fracción que los pitagóricos pudieran imaginar. La raíz de 2 es inexpresable, no se puede decir, no es un número.
La raíz cuadrada de dos produjo verdadero terror entre los pitagóricos: Ellos suponían que todo consiste en números y que el conocimiento expresa relaciones entre números (enteros o fraccionarios). Pero he aquí que una entidad, que ciertamente pertenece a la ciencia, la diagonal de un cuadrado, no puede ser expresada con números enteros. Nada, no puede existir. Es decir, tenemos algo concreto y ese segmento, que está ahí, no es un número, no es nada. Y la medida de la diagonal de un cuadrado de lado 1 tampoco es nada. No existe. ¡Pero la diagonal de ese cuadrado está ahí! ¿Cómo puede ser que a un segmento no corresponda ninguna longitud?
Un ejemplo del terror que produjo ver que algo tan simple como la raíz cuadrada de 2 era un irracional es la leyenda según la cual un pitagórico, Hipaso, divulgó el secreto y pereció ahogado como castigo divino por su acción. Y es que la escuela pitagórica se había embarcado en el desastre con su propia medicina y teorema. Construyeron todo un edificio científico, místico, que les parecía muy sólido y de repente aparece este asunto que amenaza con precipitar toda la escuela en el abismo. Los pitagóricos se enfrentan a este dilema y no lo pueden resolver. Han fracasado. ¿Y entonces? El terreno del pensamiento parecía seguro, sin la engañosa cualidad de los sentidos. ¡Y ahora resultaba que no era tan seguro! Y si la razón es derrotada en su propio terreno... ¿qué no se puede esperar de la empiria? ¿Entonces habrá que recurrir nuevamente a los dioses? No. Pero, indudablemente, era necesario tomar otro camino. El propio teorema, fruto dorado de la escuela, la precipitó en el abismo.
El terror de los pitagóricos ante la raíz cuadrada de 2 es fácil de entender, porque no-
sotros, hoy, en el fondo, seguimos siendo pitagóricos. No creemos, como Pitágoras, que todo es número, pero sí que las matemáticas subyacen al mundo empírico; que de un modo misterioso organizan la empiria, que aquello que es matemáticamente posible Es y que aquello que no es matemáticamente posible, No Es. ¡Ah, Parménides!
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