Son notorios los vaivenes del Departamento de Estado ante la continuada protesta popular en Egipto: el viernes de la semana pasada, Hillary Clinton se enojó con Frank Wisner, su enviado especial a El Cairo, porque había alentado a Mubarak a seguir en el poder hasta las elecciones de septiembre. Dos días después, con más precisión técnica, declaró lo mismo que había propuesto Wisner, quien –entre paréntesis– funge como ejecutivo de una firma consultora de la que Mubarak es cliente. Tienen más importancia, sin embargo, los “vaivenes” del ejército egipcio: de defender a los manifestantes de los ataques de policías de civil y otros elementos mubarakistas, el domingo se dedicó a detener sin cargos a algunos periodistas y activistas de los derechos humanos.
Las fuerzas armadas de EE.UU. serán parte del complejo militar-industrial que preocupaba al general Eisenhower. Las de Egipto pueden calificarse de complejo militar-industrial-agrario-comercial y durante 30 años sostuvieron al hoy repudiado mandatario, uno de los suyos finalmente. Nunca abandonaron el designio de reducir a los mismos grupos opositores que hoy tienen presencia en la plaza pública: siempre los consideraron “una amenaza para la seguridad nacional”. Dicho de otra manera, contra sus propios intereses.
Un extenso cable de fecha 9 de agosto de 2008 que la embajada estadounidense en El Cairo envió al Departamento de Estado, y que Wikileaks filtró, describe así la situación (//213.251.145.96/cable/2008/09/08CAIRO2091.html): “Aunque los analistas perciben que un escaso número de élites empresariales y del régimen incrementan su control político y económico del país, a la vez reconocen la gran influencia de los militares en la economía de Egipto”. Los contactos nos informan que los militares “poseen compañías, con frecuencia dirigidas por generales retirados, particularmente activas en aceite de oliva, agua, cemento, construcción, hoteles y las industrias gasolineras”. XXX subrayó que los militares son dueños de vastas extensiones de tierras ubicadas en el delta del Nilo y en la costa del Mar Rojo, una suerte de “beneficio adicional” porque ellos aseguran la estabilidad y la seguridad del régimen. Estos beneficiados quieren el statu quo con Mubarak o sin él.
La protesta generalizada ha obligado al mandatario egipcio a producir algunos gestos: anunció que no presentará nuevamente su candidatura en los comicios de septiembre, su hijo tampoco; renunció a la conducción de su partido, disolvió el gabinete y nombró otro igualmente servil, designó vicepresidente a Omar Suleimán, un conocido violador de los derechos humanos muy bien visto por el gobierno estadounidense y hoy encargado de “la transición”, siempre con Mubarak. El vocero de la Casa Blanca, Robert Gibbs, no le teme al ridículo y calificó esos retoques cosméticos de “cambios monumentales”. Las propuestas de Suleimán a la oposición gozan del mismo tipo de monumentalidad.
El régimen imperante en Egipto, incluso más que en Pakistán, es una dictadura militar vestida de civil, con una administración pública repleta de jefes y oficiales. Las fuerzas armadas comenzaron a ganar prestigio popular cuando un grupo al mando de Gamal Abdel Nasser derrocó a la monarquía en 1952. De la humillación que les infligió Israel en la guerra de 1967, algo se recuperaron en el nuevo conflicto de 1973. Los manifestantes bailaron y cantaron con los soldados en la plaza Tahrir y se produjeron algunos actos de confraternización entre los unos y los otros. Pero Mubarak cuenta con la lealtad del ejército y si no lo emplea para lanzar una represión masiva es porque el contexto ya no es el de los últimos 30 años y teme, como el alto mando, que se le dé vuelta.
Los Hermanos Musulmanes, el sector islámico más moderado del mundo árabe, respeta al ejército, elogia su neutralidad y lo considera un factor de decisión honesto. Algunos de sus dirigentes incluso aceptan que Mubarak siga en el cargo hasta las elecciones. Sucede que esa organización viene negociando hace años con el gobierno, que le ha hecho no pocas concesiones en el campo socio-cultural a fin de apaciguarla. Esto recorta la secularización que avanzó con Nasser en los ’50 y los ’60. Otra paradoja de la política exterior de Estados Unidos.
Suleimán fue director del espionaje egipcio, tuvo en consecuencia frecuentes contactos con los servicios norteamericanos y en muchos cables de la embajada estadounidense en El Cairo que dio a conocer Wikileaks se lo considera “el elemento más exitoso” de esa relación. Washington lo apoya y hace años que para Tel Aviv es el sucesor ideal de Mubarak. Pero el flamante vicepresidente no se porta bien: insiste en subrayar que “Egipto no está preparado para la democracia”, una declaración que todo aspirante a dictador inteligente se guardaría para sí, y no acepta las demandas de la oposición, comenzando por la principal: la salida ya de Mubarak. Tal vez confía en el cansancio de los manifestantes, pero el ímpetu con que iniciaron su tercera semana de protesta no ofrece indicios de que pronto suceda.
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