En el pasado reciente argentino sobran ejemplos burdos de simulación política, aunque nunca hayan sido categorizados así. Esa palabra fue muy pronunciada en los ’90, cuando los teóricos de la posmodernidad la usaron para conceptualizar la preeminencia de la imagen por sobre la acción en las sociedades de fin de siglo. Se hablaba así de un condimento de época, un rasgo que se incrustaba en la subjetividad y hacía difuminarse el ser bajo el parecer. Era la época de la inconsistencia, y había revistas en las que los famosos exhibían sus dormitorios y sus baños, y reality shows en los que los pobres exhibían sus miserias. La televisión fue el soporte excluyente de la era de la simulación, así como hoy es la red la que marca el compás de los tiempos.
Mientras tanto, en todo el mundo, y desde luego aquí también, hubo un crescendo de simulación política que muy pocas veces fue leído como tal. En la Argentina, uno de los ejemplos más brutales de lo que se podría llamar simulación fue Menem en la primera campaña, cuando llegó al poder prometiendo un salariazo y después destruyó el Estado, el aparato productivo y los derechos de los trabajadores. Qué otra cosa fue el menemismo sino simulación de peronismo. Y también fue un simulacro, o qué otra cosa fue, si no, la Alianza. Un simulacro de progresismo y republicanismo en el que se siguieron vendiendo leyes y comprando jueces, aunque aquél terminó siendo un gobierno, además, represor y asesino. A esa altura éramos todos parte de la simulación: los legisladores hacían como que legislaban, los jueces hacían como que investigaban, los periodistas hacían como que analizaban, De la Rúa hacía como que manejaba la situación y salía por cadena nacional a decretar el estado de sitio y ahí sí: el 19 y 20 de diciembre de 2001, un latigazo popular fue el grito contra aquel simulacro de democracia, nunca enunciado así, porque “la teoría de la simulación” debió esperar al 2003.
Esa idea, que también es un “relato”, empezó a tomar cuerpo lentamente, porque este período argentino no nació como lo que es; se fue edificando despacio, tallado en el país que había, con sus potencialidades y sus rémoras, por actos de gobierno. Lo que comenzó a hacer virar a volantazo limpio la escena política argentina no fue ningún ingrediente posmoderno, como sí lo fueron el peronismo pasteurizado de la entrega y el radicalismo corroído y ensangrentado del helicóptero. Lo que comenzó a impactar profundamente en una parte de la sociedad argentina fueron actos de gobierno. Políticas. Básicamente, políticas de ampliación de derechos. La “teoría de la simulación” que todavía hoy intenta explicar al kirchnerismo provino de la izquierda antikirchnerista, siempre obligada a justificar la irritación que le provoca un gobierno que levanta banderas muy parecidas a las propias. La solución es: esas banderas son falsas. Esa interpretación viene circulando acompasada con otra, la de la derecha, que sostiene que las que flamean son sucios trapos rojos y una voluntad estatal de doblegarlo todo, no al estilo Keynes sino más bien Stalin.
La “teoría de la simulación” señala que lo que se denomina “proyecto nacional y popular” es un “como si”, un mero “relato” –aquí usado como sinónimo de “cuento”– para crédulos que se creen que las cosas cambian, cuando en realidad todo sigue igual que antes del 2003.
La “teoría de la simulación” tiene variantes, pero ése es su principal disparador. Hay quien la desarrolla con argumentos de pretensión teórica, pero se entiende más fácilmente –y el sentido es exactamente el mismo–- cuando se leen los comentarios de los trolls en los blogs kirchneristas. “Esto es puro menemismo, idiotas”, firma uno al azar. “Dejen de repetir como loros las pavadas que dice la Kretina”, firma otro. Nombres falsos, claro.
Según esa “teoría”, hay en este país once millones de argentinos que mal entienden las cosas porque son tontos o mercenarios, y que nada importante –en términos de correlación de fuerzas, en el orden de los poderes que se enfrentan– está pasando en realidad, salvo el engaño del que sólo se dan cuenta algunos bien dotados de izquierdismo.
Los sostenedores parlamentarios de esa “teoría” anidaron en el seno del Grupo A el año pasado, y llegaron a presentar una demanda penal contra la Presidenta cuando ellos mismos –no con sus argumentos pero sí con sus votos– sostenían en el Banco Central a Martín Redrado, y el pago de deuda con reservas fue por decreto. Ahora acaban de explayarse en contra de la democratización del acceso al papel, montados sobre el fantasma del temido “control” estatal sobre el insumo básico de la prensa. Es al menos intrigante qué rol se le reserva al Estado en esos nichos de pensamiento de izquierda.
Sería deseable que la “teoría de la simulación” fuera superada por una crítica que permita algún tipo de discusión sensata. Nunca queda claro, por ejemplo, si esa “simulación” incluye a toda la región, o si se considera que los otros presidentes latinoamericanos que estratégicamente han iniciado un proceso de integración inédito en la historia también son poco avispados y no advierten que desde la Argentina sólo llegan trucos embaucadores.
Cuando uno escucha hablar, a veces, a los sostenedores de esa “teoría”, siente un poco de pena. No por ellos, sino por el desencuentro. Porque ese eje –dar por sentado que los que acuerdan con este modelo no se dan cuenta de la verdad– no tiene destino de diálogo posible, dada su horripilante subestimación de quienes podrían ser sus interlocutores. Lo peor que tiene la “teoría de la simulación” no es en realidad la categorización del Gobierno, sino la de su electorado. A la “teoría de la simulación” sólo le corresponden las “mayorías imbéciles”.
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