Un rasgo del Dudoso Noriega, el bañero histórico de la Popular, era que muy raramente se “sacaba”. Parecía –sobre todo en el laburo– imperturbable. Todo en él tendía al reposo y a la economía de movimientos. Se instalaba a tomar mate en lo alto de la plataforma con los prismáticos a un lado –que no usaba jamás, pero que eran reglamentarios– y permanecía por horas mirando al frente.
–Como el perro de los dibujitos animados –decía.
Eso era, exactamente. Sin duda por influencia de una de las maravillas que el bañero estival y acomodador de cine el resto del año veía en la pantalla de las matinés del Atlantic –el día de los cortos y las variedades–, la inmovilidad vigilante que había adoptado en su tarea era similar a la del enorme, imperturbable perro cuidador del rebaño que destrozaba, casi sin moverse del lugar, todos y cada uno de los intentos del coyote por robarle una ovejita en el maravilloso dibujo animado de la Warner.
–Un maestro, ese perro –acotaba el Dudoso.
Como todo el mundo sabe, el manso guardián amarillo del mechón rojo sobre la cara no tenía la desagradable ligereza ni el bip-bip burlón del Correcaminos. Simplemente hacía su trabajo y no le faltaba cierto aire de filosófica comprensión por el destino de su sufrido, inevitable adversario.
–La diferencia –acotaba Noriega al respecto– es que el bañero tiene que cuidar a la gente no del lobo o del coyote, y ni siquiera del mar o de los tiburones, sino de sí misma... Y para eso hay que saber mirar.
Lo que el Dudoso miraba instalado allá arriba, además de todo lo que veía, era algo que no era el horizonte, ni la rompiente, ni la arena ni la orilla, sino el conjunto. El método de observación era una especie de desenfocado atento –como describió cautelosamente en los inéditos Cuadernos de Batán– que le permitía pasar de lo general a lo particular –de ver a mirar– sin un esfuerzo de atención excesivo.
–Hay que estar abierto, más atento que concentrado –decía.
–¿Y los prismáticos?
–Yo no uso el largavista para el mar –porque tampoco usaba palabras que consideraba cajetillas, como prismáticos o binoculares–. No tiene sentido. Porque si necesito usarlo es para ver mejor a alguien, una cabecita así, que está muy lejos... Tan lejos, que si se está ahogando es al pedo: ya no llegamos. Además, ¿cómo hizo el tipo o la mina para llegar hasta ahí? Esa es la pregunta: por qué el tipo me llegó hasta ahí...
Y no esperaba respuesta. La tenía:
–Si llegó hasta ahí es porque no lo semblanteé.
El semblanteo era parte básica de su última versión de la teoría. Y era la instancia previa al salvataje, aunque él jamás hubiera hablado de prevención. Pero algo de eso había.
–Al posible ahogado, al ahogable digamos, se lo reconoce al entrar al agua. Incluso antes –solía exagerar al final de su carrera.
Porque cabe aclarar algo: en su apogeo –en su etapa clásica, digamos–, lo habitual era que el Dudoso observaba imperturbable hasta que de pronto, casi sin transición, se ponía en vertiginoso movimiento. Cuando estaba en genuina emergencia, se mandaba, hacía lo que debía a la velocidad de un rayo y después volvía a su lugar, como un guerrero oriental que retoma la posición de guardia. Pero también es cierto que en los últimos años de su larga campaña –la que se podría llamar su época zen– se metía muy poco en el mar porque resolvía antes, como un arquero que se adelanta a la jugada, ataja poco bajo los palos porque sale a cortar antes de que se produzca la situación de peligro.
–Yo hago la corta –explicaba pacientemente ante comentarios capciosos sobre su fama de mirón, voyeur, pajero al fin–, al largavista sólo lo uso analíticamente, para completar una visión general con detalles... Y lo uso en la arena, en la orilla, cuando todavía tiene sentido.
Así, de pronto, soltaba el largavista, se bajaba de la plataforma con un salto ágil y silencioso, caminaba cincuenta metros y se acercaba discretamente a un tipo que estaba con el agua al tobillo a punto de entrar y, tomándolo del codo, le hablaba al oído.
–Uno menos –comentaba al regresar a su punto de observación.
–¿Qué le dijiste? –preguntaba el novato Falucho.
–Que supiera que yo, al menos yo, no lo iba a sacar.
–¿Y cómo sabías...?
El retomaba el largavista y explicaba mientras miraba:
–Fijate que no se sacó la arena del culo, no se sacudió la malla al pararse. Y el libro que dejó abierto y boca arriba...
Le bastaba con eso, con percibir cierta determinación o impulso. En esos detalles reparaba: si alguien estaba solo o acompañado, si se quedaba solo después de una discusión, si se dormía boca abajo y se achicharraba, qué leía incluso, si tomaba mate amargo o dulce...
–Un detector de suicidas.
–O de irresponsables, muy jugados o muy boludos, simples o en banda.
Y volvía a esa idea fundamental. Su técnica de semblantear bañistas:
–Fijate, Falucho: los tipos que no pueden quedarse en un lugar sin hacer nada, los culo-inquieto –apuntaba el Dudoso desde su observatorio de conductas.
Y aunque no había leído a Pascal, podía afirmar con extraña certeza:
–Tienen que moverse, no saben por qué, pero se mueven y la cagan... Todo el misterio está en que no se pueden quedar solos y callados un rato.
–Necesitan distraerse –decía Falucho, habitual y precisamente distraído al pie.
–Ahí está el error.
Y ahí, además, estaba la diferencia entre los dos. Maestro y discípulo.
Y era lógico. Si el veterano Noriega repartía sistemáticamente sus días y sus horas entre la Popular y el Atlantic, Falucho, de algún modo su precoz negativo, su versión acelerada y moderna –un pendejo al fin–, se diseminaba irregularmente en ansiedades y calenturas varias, pasiones de momento, vocaciones de paso. Noriega estaba; él iba o venía. Por esa época, mientras el Dudoso calzaba cada jornada como quien se pone una amoldada pantufla al levantarse, el pibe –entre las minas y otras inquietudes– casi no repetía días, no tenía molde ni casilleros previos que llenar, cada vez era como sacar una carta, tirar los dados. Sabía cómo iba a empezar, pero no dónde terminaría.
De ahí su inquietud constante, pero sobre todo la dificultad de bancarse los llamados equívocamente “tiempos muertos” en los que quedaba varado durante las horas de playa, cuando la rutina lo aplastaba bajo el sol y el peso de la obligación vigilante se diluía en el divague de una cabeza sin disciplina.
Aquella vez ejemplar, con resolución típica de un koan zen, fue así: Noriega estaba sentado en la plataforma, con las piernas colgando, una tarde ventosa de mar picado y muy poca gente. Abajo, apoyada la espalda en uno de los parantes, sentado en la arena, ensimismado, Falucho hurgaba con el dedo en el agujero del salvavidas de corcho:
–¿Qué te pasa?
–Estoy aburrido. ¿Qué puedo hacer?
–Joderte.
–¿Cómo?
–Sacate los anteojos.
–¿Qué pasa?
–Mirame.
Y cuando Falucho levantó la cabeza, el Dudoso le tiró un puñado de arena en los ojos.
–Entretenete –dijo.
Dio un salto, cayó a su lado:
–Y vamos adentro, ya –lo zamarreó–. Hay un boludo que no puede volver.
Y salió para el mar tocando pito.
Falucho nunca más se aburrió.
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