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Contratapa|Viernes, 2 de marzo de 2012

El arte de disimular la agonía

Por Juan Forn
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En 1929, Sergei Eisenstein anuncia a las autoridades del cine soviético que quiere filmar El Capital, de Marx, y que para eso necesita conocer mundo capitalista. Sólo Eisenstein era capaz de decir una cosa así y salirse con la suya. Lo que quería en realidad era hacer su primera película sonora, pero no sabía exactamente de qué, y necesitaba con desesperación un poco de aire, después de los agotadores cambios que lo forzaron a hacer en Octubre (cercenando todas las escenas en las que aparecía Trotsky) para que pudiera ser exhibida. Al llegar a Berlín comprueba que todos los colegas que admira se han ido o están en trance de irse a Hollywood (el cine sonoro iba diez años adelantado allá: era la nueva quimera del oro). En París pasa un día entero conversando fascinado con James Joyce: le dice que el efecto de simultaneidad mental que producía en el lector el famoso fluir de conciencia que Joyce había explotado al máximo en su Ulises era lo que él quería producirle al espectador en sus películas, y que el advenimiento del sonido se lo permitiría. Lo que son las cosas: a su regreso al hotel lo estaba esperando un ejecutivo de la Paramount llamado Lasky con un contrato para llevárselo a Hollywood. En la Paramount estaban maravillados de que hubiera hecho Potemkin gastando cincuenta veces menos que Fritz Lang en Metrópolis y Griffiths en El nacimiento de una nación y querían que les hiciera lo mismo, pero con estrellas famosas en los roles protagónicos. Le ofrecían mil dólares a la semana, que subirían a tres mil cuando estuviera filmando. Eisenstein dijo que aceptaba si podía llevar a su guionista Grisha Alexandrov y a su cameraman, Tisse. Déjenme agregar una escena acá antes de ir al previsible desastre en Hollywood: en Berlín, Eisenstein pasa una noche de amor con Ernst Toller y éste le regala una foto de Tina Modotti que el ruso se había quedado mirando fascinado. Es la famosa foto del sombrero mexicano con la hoz y el martillo arriba.

Lo primero que Eisenstein le ofreció a la Paramount fue un delirio tomado de la novela de anticipación Nosotros, de su compatriota (caído en desgracia) Zamyatin: un mundo en que todas las paredes eran de cristal, todo estaba a la vista y a la vez todos estaban incomunicados. La Paramount no quiso saber nada. Después les ofreció contar la historia del loco Sutter, el colono alemán que perdió California cuando estalló la fiebre del oro y le saquearon las tierras. Le preguntaron con qué actores; él contestó que con aficionados anónimos. La Paramount no quiso saber nada. Mientras tanto, los pasquines de Los Angeles hablaban del judío rojo que había venido a infectar de comunismo el cine y la Paramount dio elegantemente por terminado el contrato con Eisenstein ofreciéndole fletarlo en barco vía Japón. El barco se atrasa, los tres rusos quedan varados en el puerto de San Francisco, Grisha Alexandrov dice: vamos a conocer México. Eisenstein alucina. Vuelve aceleradamente a California y, a través de Chaplin logra convencer a Upton Sinclair, el escritor socialista americano que se carteaba con Stalin, para que le diera 25 mil dólares con los cuales hacer en dos meses una película en México, antes de volver a Rusia. Firman un aparatoso contrato socialista que cede a Sinclair los derechos mundiales menos en la URSS (donde se exhibiría gratuitamente) y fija para Eisenstein un salario de un dólar al día: de los tres mil por semana de la Paramount a sesenta por hacer una película entera, la película de sus sueños, la que iba a ser el equivalente en el cine del Ulises de Joyce.

En México se vivía en el pasado y el presente al mismo tiempo, los vivos bailaban con los muertos en los cementerios, Eisenstein podía hacer con eso lo que no podía hacer con Rusia. Filmó febrilmente setenta mil metros de película (unas cuarenta horas de duración), gastó los 25 mil dólares de Sinclair y siguió gastando a cuenta, el material iba a revelarse a Los Angeles así que no podía ver nada de lo que iba filmando, no había tiempo, había que componer también la música, que sería el contrapunto decisivo de aquellas imágenes. Eisenstein no daba abasto con su propia creatividad, cuando Sinclair cortó de cuajo el chorro: su mujer había quedado baldada por una enfermedad, él tuvo que empeñar hasta la camisa por los gastos de hospital y de la película, los soviéticos se negaban a pagar las excentricidades de su enfant terrible, Sinclair estaba literalmente al borde del colapso nervioso y se desquitó en forma. No sólo hizo que fletaran a Eisenstein de regreso a la URSS sino que se negó a mandar el material crudo a Moscú y recibir la película terminada. Eisenstein llegó con las manos vacías, se lo acusó de parásito, se le exigió que filmara algo y se dejara de teorizar. Y al mismo tiempo se le rechazaba cada idea que proponía. Mientras tanto, Sinclair entregó parte del material a un mediocre director (Sol Lesser, que hacía las películas de Tarzán) para que armara un western pésimo que le permitiera recuperar algo de dinero y dejó correr el rumor de que el resto, vendido al menudeo como material documental, se había quemado en un incendio. Enterado por carta, Eisenstein pregunta desde Moscú: “¿Lo del Día de Muertos también?”. Se refería a una extraordinario aquelarre popular que consideraba lo mejor que había filmado en su vida. Cuando le dicen que sí (cosa que no era cierta), escribe en su diario: “Tengo 35 años y el corazón roto. Debería morirme ahora”.

Vivió quince años más porque, como dijo él mismo, era un maestro en el arte de disimular la agonía. Mientras el cine sonoro seguía su curso, regido básicamente por los cánones de Hollywood, él debió soportar que su némesis, el zar del cine soviético Shumyatski, le arrancara de las manos una película casi terminada (El prado de Be-zhin) porque no había en ella lucha de clases sino “mero éxtasis bíblico y formalismo banal”. Cuando Shumyatski cayó en desgracia y se le permitió a Eisenstein filmar y estrenar su Alejandro Nevski (con música de Prokofiev), ya era 1939 y él era un animal de otro tiempo, o un muerto en vida. Es cierto que, antes de morir, alcanzó a filmar dos de las tres partes de Iván el Terrible, cuya primera entrega encantó a Stalin y la segunda lo enfureció, pero yo creo que para entonces todo le daba más o menos igual. Hasta su último día de vida en el hospital, esperó que llegara milagrosamente a sus manos al menos una lata del material de ¡Que viva México!, que para entonces estaba en poder del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Nunca llegó a ver siquiera un fotograma de aquellos 70 mil metros de película. Yo sí. Hay una escena, en ese baile del Día de Muertos, en que todos los actores se van sacando las máscaras de calaveras con que estuvieron bailando y el último de ellos no tiene cara debajo: es una calavera oculta por una máscara de calavera. Quien lo descubre y lo señala es un nenito que está mordiendo una calavera de azúcar y sonríe a cámara como si el mundo estuviera empezando.

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