En las últimas semanas se armó –en el sentido literal de la palabra “armar”– un lío bárbaro (en los medios: dónde, si no) con motivo de una denuncia contra el Ministerio de Educación de la Nación por distribuir en las escuelas secundarias libros de historietas con contenido supuestamente inconveniente (sexo, violencia y otras cuestiones) para los jóvenes lectores. No voy a entrar en morbosos y pajeros detalles: lo dejo librado a la mezcla de criterioso interés y morbosa curiosidad que rige el habitual comportamiento del consumidor mediático más o menos hipócrita. Si no saben de qué se trata, vayan y vean. No los voy a defraudar.
En ese sentido, hay cosas que ha contestado rápido y muy bien el ministerio (que creo que tiene razón), hay una defensa fundamentada y madura del editor (que también tiene absoluta razón) pero hay, además, un claro consenso (del que participo) en interpretar este gesto de aparatosa ruptura de vestiduras morales –aparte de todo lo que es materia opinable en estos y otros casos– como un episodio más de la lucha –en todos los frentes y con todos los medios– contra ciertos aspectos particularmente saludables y revulsivos de las actuales políticas de Estado. En este caso puntual, la extraordinaria (sic) gestión en Educación, con especial énfasis en las campañas de difusión de la lectura y la distribución gratuita de millones de los mejores y más variados libros representativos de la cultura argentina. Y eso, a algunos (intereses), les jode.
Otra vez: no es mi idea descalificar todas las objeciones que se puedan realizar ante casos puntuales, ni considerar que detrás de cualquier opinión adversa está la mano negra de las omnipresentes corporaciones. Sería excesivo y mentiroso: hay mucho que discutir y opiniones que afinar al respecto. Lo que sí creo que, dado el hecho, la corrosiva búsqueda del escándalo y la mala fe desinformada y desinformante hacen una pareja perversa. Todo demasiado conocido para ser noticia.
Así, ya tomada posición clara respecto del tema, me gustaría poner el énfasis en un par de aspectos que trascienden el motivo aparente de discusión y que creo que vale la pena subrayar. En primer lugar, me gustaría hacer la furiosa y ferviente apología –en términos platónicos– de los maltratados autores, que en esta ocasión se han tenido que bancar la liviandad del juicio tonto, el prejuicio y la ignorancia tanto de burros genuinos como de sapientes que se hacen los distraídos. Y que, además, han debido muchas veces quedar en medio de una disputa coyuntural entre bandos que no necesariamente –ni mucho menos– los representan. Justicia entonces para ellos, achatados por la aplanadora de módica mediocridad.
Hay varios casos. Todos ejemplares, y sin salir de la colección Enedé (Narrativa Dibujada), donde coinciden un puñado de cuestionados (?). Tanto Max Cachimba –autor de la maravillosa selección de historias cortas Rompecabezas, con guión de Pablo De Santis– como El Tomi, inventor de Polenta con pajaritos, son dos rosarinos descomunales, diferentes por naturaleza, impares por condición necesaria y suficiente de sus talentos y destrezas divergentes. Inauguraron, en los ochenta y con mundos propios, dos maneras de contar absolutamente personales y son hoy –para nosotros y para el mundo– dos de los más importantes creadores del género. Infidencia: el año que viene participarán –ya están participando– en un libro que, con adaptaciones de textos de Julio Cortázar, será uno de los tributos/homenajes oficiales en el centenario del autor de Rayuela.
Pero vamos a los dos que quedaron más en el centro del huracán, las piedras alevosas del escándalo, los acusados de pornografía y sucias apologías varias.
Sanyú, autor de El Inspector Justo y otras historias, y principal implicado/damnificado, es un autor insoslayable para entender las transformaciones formales y temáticas de la historieta argentina y la expansión de sus posibilidades expresivas de los setenta para acá. Nada menos. Por sutileza, destreza, valentía formal y temática, y –sobre todo– por pura inteligencia. El que quiere ver y subrayar algún par de tetas, pelitos en su zona, una mina en cuatro y de retaguardia o un balazo que derrama demasiada sangre en blanco y negro entre puteadas explícitas, puede hacerlo. Sin embargo, se perderá lo importante.
De Santis señala, con su habitual sagacidad, no sólo la reiterada recurrencia de Sanyú a la literatura (gloriosas adaptaciones de Soriano, Arlt, Hemingway, Chandler, etc., en otros volúmenes) sino su aptitud y actitud para irrumpir sin aviso ni prejuicio en los relatos establecidos en un ejercicio brillante de apropiación “indebida” de los géneros convencionales, usándolos –contraculturalmente pero sin intelectualismo– para contar otras cosas: la patria entera con protagonismo marginal, los mitos populares, las deudas históricas jamás saldadas. Y se le anima a todo. Lo que hace con la gauchesca en las secuencias memorables de Malón, por ejemplo (dedicado a Ema, de Aira; con citas de Hernández y planteo corrido de civilización y barbarie), o el extraño clima negro del Inspector Justo tan cuestionado, o el de Conintes (sic) de Marcos Mayer. Sanyú se apoya en una tradición gráfica y narrativa que bien conoce (ver sus ejercicios sobre el arte de Jack Kirby con su superhéroe Gaucho) y la cruza –siempre irónicamente, ojito– con las técnicas experimentales del relato y la figuración. El resultado es un viaje complejo, riquísimo de significados y posibilidades, que una mirada y una disposición atenta y no prejuiciosa puede y debe emprender y disfrutar. Pero para eso hay que saber y querer leer.
En cuanto a Sin novedad en el frente, la originalísima, poderosa serie de Patricia Breccia, también producida y publicada en los recién inaugurados y democráticos ochenta, es un caso notable. Una obra sin abuela pero también sin nietas: inclasificable por sus fuentes o referencias previas y ajenas, no rastreable por secuelas o seguidoras/es. Obra única, cerrada y obsesiva, ubicada en el medio preciso de la trayectoria singular de una creadora en muchos sentidos irreductible a cualquier categoría de análisis. Y sin embargo nunca incoherente ni confusa sino compleja, densa, siempre riquísima.
Pocas veces en la historieta argentina –por no decir nunca– se ha dado forma a un discurso narrativo y lírico a la vez de semejante intensidad. Ese debe ser el concepto: lo intenso, lo denso, la fusión gráfico-dramática de lo cotidiano con lo onírico, del humor y de lo trágico. Brillante e inagotable, excesivo universo de signos y señales en que lo dicho-escrito y lo dibujado se entreveran siempre en arreglos libres con ton y son.
Que en este maremágnum de bellas y oscuras imágenes desatadas –sobre las que se quiere y debe volver más de una vez– alguien haya elegido como quien pincha una aceituna negra del frasco el detalle morboso de un escorzo en el bidet, un torso mordido o sudoroso, es casi un certificado de tontería e incompetencia. Sin novedad en el frente está en las antítesis de cualquier regodeo más o menos onanista en la sensualidad módica o trivial. Toda la obra historietística de Patricia Breccia desmiente, con su romántica crudeza, la posibilidad misma de tramposas facilidades.
El escueto desarrollo anterior, simple y de algún modo irrespetuoso –por breve y esquemático– sobrevuelo a la obra de algunos de estos notables autores ocasionalmente cuestionados, sólo es el pie o el disparador para plantear una última e interesante cuestión: el lugar central (ya no marginal) de la historieta en la cultura argentina de las últimas décadas.
Porque más allá de discusiones (sinceras o hipócritas) sobre contenidos aptos o no para circular dentro del sistema educativo, lo que está claro es que la historieta –en todos los sentidos– ya no es lo que era, y hay muchos que no se han enterado todavía. La miran, la miden y la juzgan, tanto nostálgicos como snobs y/o condescendientes, con una misma miopía conceptual. No deja de ser “cosa de/para pibes”, con todo lo que esa idea conlleva en ciertas mentalidades. Y cuando se la acerca al sistema educativo, se la suele utilizar o se la concibe como una forma más simple o fácil de licuar relatos complejos, o como una manera de introducir al hábito ulterior de la lectura literaria. Y no es así. Para nada.
Porque lo que pasa es muy diferente de eso. Las historietas –algunas de ellas, no todas, claro– en la Argentina contemporánea han sido el soporte responsable de la circulación y apropiación colectiva de algunos de los relatos más poderosos, importantes y representativos de nuestra cultura. Algo que no es fácil de aceptar para cierto pensamiento tradicional y estereotipado. Este incómodo género a cuadros connota cierto tipo de vulgaridad y no combina bien con las otras formas más lisas y puras.
Por eso, este último episodio de módico escándalo es –entre otras cosas– una señal de que hay una especie de desajuste: hay quienes no saben aún que al abrir una historieta argentina contemporánea pueden encontrar no sólo la aventura maniquea con necesario happy end, el entretenimiento y la simple distracción sino –literalmente– cualquier otra cosa.
Es lo que le pasó a Macri con El Eternauta no hace mucho; es lo que –entre otras cosas– acaba de pasarles a algunos que me gustaría pensarlos menos hipócritas que desprevenidos.
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