En 1980, viviendo de prestado en París cuando tenía veinte años, me topé en una placita de Barbes-Rochechouart con un acto de exiliados políticos chilenos. Había encendidos discursos entre los números musicales y daban empanadas, había hermanos latinoamericanos de todas las naciones y los infaltables franceses progres y también malhumorados vecinos del barrio que se abrían paso a codazos cuando me interné en la masa en busca de una empanada gratis y vi de golpe a un costado a un dúo de pibes de no más de nueve años, que vendían boletos para tirarles dardos a los testículos tridimensionales de un precario Pinochet de cartón. “¡Aciértenle en los huevos al güevón!”, gritaba el hermano más grande, mientras su lata se llenaba de monedas y los dardos volaban de sus manos a los genitales de Pinochet. Era un demonio aquel petiso, era un dínamo, así quedó la imagen en mi memoria, una postal anónima y simpática del folklore del exilio, hasta que esta semana, leyendo el libro que escribió el chileno Rafael Gumucio sobre su indomable abuela, descubrí atónito que aquel enano era él, y que la idea del muñeco había sido de la anciana dama en cuestión.
La de Gumucio es una de esas familias que estuvieron siempre en política, que cuentan la historia de su país como si contaran la historia de su familia y viceversa. La abuela de Gumucio, Marta Rivas, ya conocía de chica el exilio (en los años ’20 su padre pasó de embajador a desterrado de la noche a la mañana y la familia estuvo diez años yirando de Roma a Estambul, a París, a Madrid y a Lima, hasta que pudieron volver a Chile), cuando debió emigrar de nuevo, después del golpe de Pinochet, esta vez con su marido, y sus hijos ya casados, y los hijos de éstos. Como tantas parejas del exilio, la madre de Gumucio se separó, el padre de Gumucio no se bancó el invierno en París y partió a Mozambique, y la abuela Marta debió de hacerse cargo de las horas semanales que el pequeño Gumucio y su hermano debían pasar con su papá. Aunque todas las familias de exiliados tendían a amucharse tribalmente en comunidad, la abuela Marta se negó a vivir en un monoblock de la periferia de París, prefirió apretarse con su marido en un departamentito de ambiente y medio en el Marais, que más que departamento parecía un camarote, pero estaba en el centro de París, y la abuela Marta podía ir a todas partes caminando. Y eso mismo hizo con los nietos: los arrastró de caminata perpetua por París mientras les taladraba el cerebro con un monólogo que mezclaba la gran historia y la pequeña, tanto de lo que veían en los museos como de lo que les contaba de Chile y de su clan. Porque la abuela Marta convertía todo lo que contaba en una confidencia: cada anécdota terminaba invariablemente involucrándola a ella o a alguien de la familia o a alguien de Chile, que venía a ser lo mismo. La abuela Marta iba de la Historia a su historia como si fueran una y hablaba de Chile en invariable primera persona del plural. La abuela Marta se jactaba de haber llegado a vieja sin ser nunca adulta, de votar siempre a la izquierda, aunque entendía la revolución sólo como el permiso para ser ella misma hasta el extremo, la rebelde que era demasiado inteligente para rebelarse contra algo en particular, la liberal más conservadora del mundo, demasiado culta para no asustar y demasiado franca para no molestar.
En 1983, cuando los nombres de la abuela Marta y su marido y de los padres de Gumucio aparecieron en las famosas listas de los que podían volver a Chile, y la familia entera retornó a Santiago, la abuela Marta encaró la segunda y definitoria etapa en la educación de sus nietos, aprovechando que se mantuvo la misma costumbre de pasar con ella las horas que debían pasar con su papá. En esas horas semanales, a lo largo de los meses y años siguientes, la abuela Marta enseñó a sus nietos cómo lidiar con la hipocresía chilena, ese doble standard que alcanzó su punto máximo en los ochentosos años de “dictablanda” en que Pinochet dejó volver a los exiliados para hacerles sentir un silencioso pero sibilino ostracismo interno: aprecien, aunque no se lo merezcan, este país pacificado y ordenado, léase pinochetizado.
En ese país donde todos sabían quién era, la abuela Marta se dedicó a la alegre tarea de desmentirlos todo el tiempo: vivió contra Chile toda su vida, añorándolo cuando no estaba desafiándolo. Los porteros de su edificio la denunciaron una vez por haber escrito en la pared del ascensor: “Mueran los momios culeados” (¿Cómo saben que fui yo?, les preguntó ella; “Sólo usted puede escribir culiaos con tan buena ortografía”, le contestaron). Otra vez decretó que Frei sería el mejor candidato a presidente, porque había sido el único caballero del salón en no levantar siquiera una ceja cuando ella se rajó un cuesco tremendo. Sus médicos hasta el final fueron dos comunistas de la Clínica Chiloé, adonde iban las víctimas de la dictadura a sacarse balas del cuerpo. En sus últimos días, a pesar de su legendario anticlericalismo, decidió que iba a confesarse y eligió un cura que, además de ser pariente, tenía ochenta y siete años, y le dijo: “He pecado mucho, pero le garantizo que no lo voy a hacer más, no tengo con quien”. El cura contestó que había otros pecados que el de la carne. “No sea estúpido, si soy lo más santa que hay. Venga de nuevo mañana y va a ver.” Lo hizo ir tres mañanas seguidas a su lecho de enferma, le taladró la cabeza con sus monólogos arborescentes que el viejo cura le dijo: “Basta, Marta, nos vemos en el cielo”.
Cuando Marta murió, el enano Gumucio escribió uno detrás de otro dos libros que son casi el mismo: uno es una semblanza sobre su vínculo con ella desde aquellos días del tiro al blanco a los huevos de Pinochet y se llama Mi abuela Marta Rivas, y el otro se llama Historia personal de Chile, y cuenta la historia de Chile como la contaba la abuela Marta o, mejor dicho, como la abuela Marta aprendió a develarla de los relatos ajenos y como le enseñó a Gumucio a develarla de su propio relato. En los años de su exilio infantil en Roma, la abuela Marta había vivido en el famoso Teatro Marcello, un edificio renacentista construido sobre (y entre) los restos de un circo romano, un engendro de épocas y estilos donde la Roma Antigua parecía llevar como una caparazón a la Roma posterior que intentó imitarla, no sólo la renacentista sino todas las que vinieron más tarde, y fueron convirtiendo el Teatro Marcello en ese inquilinato de oficinas y viviendas particulares que era en los tiempos en que la abuela Marta vivió allí. El petiso Gumucio escuchó mil veces a su abuela decir “Cuando vivíamos en el Teatro Marcello...”, pero hasta que vio el lugar con sus propios ojos no entendió hasta qué punto pueden épocas distintas, que no se parecen, que se contradicen incluso, conformar el mismo edificio, estar hechas de las mismas piedras, necesitarse y sostenerse mutuamente. Ojalá tengamos alguien acá que escriba algún día una historia personal de la Argentina tal como escribió la de Chile ese derviche loco habitado por su abuela que a los nueve años, en una plaza rasposa de París, te ponía en la mano tres dardos para que le acertaras en los huevos a Pinochet.
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