El viaje acaba en San Petersburgo, ciudad de maravilla que expone todas las que se suponen características del espíritu ruso: delicadeza y magnificencia; expansión agraria e industrial; nacionalismo y vocación imperial. Todo eso se sintetiza en la fastuosa Avenida Nevsky, en la que se suceden, a velocidad capitalista, enormes escaparates que recuerdan a Nueva York más que a París.
Claro que el paisaje humano sí es europeo: la belleza y elegancia de hombres y mujeres, la profusión de coches de alta gama, los infinitos restaurantes llenos y una impresión general cosmopolita y distinguida renuevan la calidad de joya que define a esta ciudad del extremo norte occidental de Rusia.
Con cerca de 150 millones de habitantes que ocupan el territorio nacional más extenso del planeta (17 millones de kilómetros cuadrados, o sea el doble que Canadá, Estados Unidos, Brasil, China o Australia, y seis veces más grande que la Argentina), la densidad poblacional de Rusia es muy baja, mucho más que la nuestra (8 habitantes por km2, contra 16 de la Argentina). Pero aun así es el octavo país más poblado de la Tierra.
Vienen, como todo el mundo sabe, de vivir por más de 70 años una de las experiencias políticas, económicas y sociales más complejas y traumáticas de la historia de la humanidad, y de la cual han emergido hace apenas un cuarto de siglo. No es pequeño dato éste, y necesariamente debe ser considerado para comprender la nueva modernidad rusa, porque todos los problemas que hoy aquejan a esta sociedad reconocen la misma etiología.
Me lo explica Iván mientras conduce su taxi, un flamante Mercedes-Benz: “Nací y viví 34 años en el comunismo, y ahora llevo 25 tratando de adaptarme. Tengo más comodidades y mejor nivel de vida, tengo celulares para cada uno de mis hijos y libertad para decir lo que se me da la gana. Pero sigo pensando, como piensan millones de rusos, que la vida era mucho más tranquila y previsible antes, porque todos sabíamos lo que teníamos y en efecto lo teníamos, y no había ricos pero tampoco había pobres. No digo que aquello era mejor, pero no estoy seguro de que esto lo sea. Y la generación de mis hijos, le confieso, a mí no me termina de gustar”.
Pasamos por el enorme conjunto edilicio que fue sede del gobierno comunista hasta 1989 y que ahora es un gigantesco centro comercial, y observo que en la anchísima plaza sigue en pie, inmaculada, la monumental estatua de Lenin agitando a las masas. “¿Y eso?”, pregunto. “Eso”, responde sonriente.
Sé que San Petersburgo no es toda la inmensa Rusia, pero paso los días caminando por esta ciudad henchida de orgullo y entiendo por qué todo el pueblo ruso la ama. Ahora han recuperado fastuosas catedrales, palacios y museos (el Hermitage es tanto o más impactante que el Louvre, por caso) y vuelve a resplandecer la que desde hace 300 años funciona como fantástica puerta giratoria entre Europa y Asia.
La crisis económica no se ve, es más bien una materia periodística. Al menos aquí, en esta Rusia que balconea hacia el Báltico, que para ellos es decir Europa. Como sea, el desarrollo es impactante y no sin contradicciones, porque si en las afueras de San Petersburgo están todavía los campos desde donde los alemanes bombardearon la ciudad durante 900 días, provocando un millón y medio de muertos, ahora allí se construyen nuevas y descomunales ciudades dormitorio con modernísima infraestructura.
Hace muy poco el gobierno de Vladimir Putin devaluó el rublo en un 50 por ciento, pero eso no desató inflación, que se mantiene entre el 15 y el 17 por ciento anual. “Aquí no tienen esa cultura”, me explica un compatriota que lleva ocho años trabajando en esta ciudad y en Moscú. ¿Y entonces qué sucede? “Nada. Para ellos se abarataron las cosas, aunque ya no viajan tanto al exterior porque afuera todo les resulta más caro. Se adaptan.”
Aunque a nadie se le ocurriría volver a los viejos tiempos, los rusos de hoy sí sienten y con disgusto las sanciones que les aplica Europa occidental por su apoyo a los ucranianos prorrusos. Pero no quiebran empresas ni se cierran tiendas. Al contrario, el consumo sigue creciendo y los carteles luminosos y las marcas del mundo ocupan cada vez más espacio. La recesión, si existe, aquí no se nota, y por eso resultan patéticos los esfuerzos de la prensa occidental por mostrar una Rusia apocalíptica.
Cierto que el derrumbe del precio del petróleo –que es la principal exportación rusa– obliga a ser cautelosos, pero no parece rebajar el optimismo que se aprecia en la gente, en la calle, y que desvirtúa la imagen tradicional del soviético sombrío. Al contrario, impacta la cantidad de chicas y chicos con ropas, tatuajes y celulares a la moda occidental y lanzados al consumo de todo tipo de artículos, incluyendo los de lujo. Y sorprenden los sucesivos centros comerciales, de varias manzanas y decenas de pisos, llenos de gente de lunes a lunes. Quizá sea el nacimiento de una nueva oligarquía que se dice que ya fuga capitales, no sabría decirlo, pero sí se puede hablar de una Rusia nueva, inesperada y sorprendente. Con deuda pública relativamente baja (es mucho mayor la deuda privada) y con reservas muy altas (más de 350.000 millones de dólares, según el Banco Central), el nacionalismo ruso parece fuerte, renovado y sólido, y eso explicaría el alto consenso que mantiene Putin.
En la despedida, anoto un elemento común a los pueblos del Báltico, que según algunos estudios influye necesariamente en los chicos en edad escolar: el clima. Y es que la temperatura media anual es de 5 grados, con largos inviernos a 20 grados bajo cero y muy escasa luz natural. Lo cual determina sociedades introvertidas y más bien tímidas. Es el caso de los finlandeses, que en todo enero pasado tuvieron sólo 14 horas de sol. Y en noviembre, inicio del crudo invierno, apenas 3 horas en 30 días.
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