Se comenta por ahí que Abel era nómade y Caín, sedentario. Y hay hasta quien dice que la historia de la humanidad puede leerse en función de la oposición, el rechazo, la necesidad de expulsión que sienten los sedentarios por los nómades.
Abel era pastor y Caín, labrador. Uno deambulaba junto a su rebaño de acuerdo con el clima y con el estado de la tierra. No estaba atado a un lugar sino a un estado de cosas: iba tras él, en un continuo microclima que creaba su propio desplazamiento. El otro echaba raíces, se definía a sí mismo como parte de un solo paisaje, le ponía nombre a su lugar de origen, creaba una bandera, componía un himno, y reglamentaba las condiciones en las que los extranjeros podían atravesar su territorio.
El primer crimen de la historia occidental permitió corporizar ese duelo simbólico entre los que migran y los que se afincan. Es que, si se lo piensa un poco, son dos maneras radicalmente opuestas de estar en el mundo.
En El rey de los alisos, Alain Tournier sugiere que “la querella entre Caín y Abel prosigue generación tras generación, desde el principio de los tiempos hasta nuestros días, como la atávica oposición entre nómades y sedentarios o, más exactamente, como la encarnizada persecución de que son víctimas los nómades por parte de los sedentarios”. Tournier dice que un ejemplo, un remedo desdibujado pero descendiente de aquella lucha, son los carteles que rezan, al lado de cada entrada a los pueblos, “prohibido acampar”.
Se prohíbe, según ese cartel, establecer un campamento, un estilo de vida precario en el que es imposible aplicar el concepto de propiedad privada, toda vez que la propiedad privada es un invento de los sedentarios. El nómade no tiene nada porque no le interesa apropiarse de la tierra ni llenarla con objetos de valor. El nómade no es dueño de nada. Cuanto menos tenga, más fácil será su traslado hacia otro lugar cuando el clima cambie. Mientras el nómade traza sus propios valores en virtud de su modo de vida, y se distrae viajando, el sedentario se distrae primero declarándole la guerra al nómade y más tarde haciendo leyes para perseguir las inmigraciones ilegales.
Caín, por su crimen, fue condenado por su Padre a vivir el destino de su hermano. “Ahora –dijo el Eterno– serás maldito en la tierra que abrió la boca para recibir la sangre de tu hermano. Cuando la cultives ya no dará sus frutos, y andarás por ella errante y fugitivo.” Un castigo, se ve, de múltiples lecturas psicológicas, políticas, antropológicas. Un primer daño al medio ambiente causado por Dios en persona, no sólo para advertirle al ser humano que no se debe matar, y mucho menos al hermano, sino además para inaugurar oficialmente la necesidad de huir. Cuando la tierra no dé más frutos, Caín deberá abandonarla si quiere sobrevivir. Esa insistencia divina en la existencia de nómades nos dice, seguramente, que los nómades son inevitables.
A partir de estas reflexiones, dos propuestas para pensar en esto.
La primera, que la lucha entre nómades y sedentarios se puede observar perfectamente hoy, tanto en la xenofobia europea como en el muro entre Estados Unidos y México, como en la explotación, en los países periféricos, de los trabajadores golondrina o los esclavos textiles. Los sedentarios sólo dan a los nómades el permiso de paso cuando pueden usarlos o bien para hacer rendir los frutos de la tierra, o bien para acumular más propiedad privada.
La segunda, la posibilidad de que en cada uno de nosotros esas dos partes estén presentes. Un yo nómade y un yo sedentario en constante puja y persecución. Un impulso hacia el traslado y un impulso hacia la raíz. ¿Cómo resolver en cada espíritu esa ecuación entre dos necesidades tan vitales? Lo retentivo y lo expulsivo pueden leerse en esta clave. Se pueden adivinar también, en esa misma escena, millones de fracasos afectivos entre quienes intentan vivir bajo contratos fijos, estables y rígidos, tan tranquilizadores como alienados, y quienes son nómades en sus sentimientos, y se trasladan de amorío en amorío buscando un clima que les guste. En todo caso, la idea ilumina una tensión de la que todos sabemos, por la que todos hemos pasado y seguiremos pasando.
En El rey de los alisos la lucha no se describe con distancia ni ánimo contemporizador. El autor toma partido decidido y de alguna manera insinúa lo ilusorio de esa lucha. No se puede no ser nómade.
Con prosa arrasadora, Tournier susurra y vaticina una lluvia de fuego sobre los sedentarios, “que serán arrojados en confuso montón a los caminos, y huirán enloquecidos de sus ciudades malditas y de la tierra que se niega a alimentarlos. Y yo, Abel, el único sonriente y saciado, desplegaré las grandes alas que escondo bajo la ropa de mecánico, golpearé con el pie los cráneos ennegrecidos, y alzaré vuelo hacia las estrellas”.
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