Eric Hobsbawm aparece en la puerta de la Embajada de Alemania en Londres. Son poco más de las tres de la tarde en la hermosa Belgrave Square y las banderas de las embajadas se adivinan por detrás de las copas de los árboles. Lleva anteojos, la gorra puesta, un abrigo no muy pesado. Saluda. Tiene manos grandes y huesudas, pero no parecen las manos de un viejo. Ninguna deformación de artritis las atacó. Muy pronto una pequeña prueba demuestra que las piernas de Hobsbawm también están en buena forma. Baja con agilidad los tres escalones que llevan del palier a la vereda. Parece ver bien. Tiene un bastón en la mano derecha. No se apoya en él, pero quizá lo use como un seguro, por si trastabilla, o como un sensor de alerta temprana que detecta escalones, charcos y, de inmediato, el cordón de la vereda. Hobsbawm es alto y flaco. Uno ochenta y pico. No pide ayuda. El chofer del Foreign Office que nos acompaña le abre la puerta izquierda del Jaguar negro. Entra en el auto con facilidad. El coche es grande, por suerte, y cabe, pero el viaje igual es corto.
El auto da media vuelta a Belgrave Square y se detiene frente a otro palacete blanco de tres escalones, porche rodeado de columnas y puerta de madera pesada. Por algún motivo mágico el conductor de pelo blanco con mechón sobre la cara, traje azul y sonrisa como la del ayudante del inspector Morse de Oxford, ya le abre a Hobsbawm. Entre esas construcciones tan parecidas, la elegancia del Jaguar lo asemeja a un carruaje recién lustrado. El cochero sonríe cuando Hobsbawm desciende. El profesor le devuelve la simpatía mientras trepa con facilidad hasta un hall oscuro. Ya entró en Canning House y a la derecha ve una enorme imagen de José de San Martín. A la izquierda del pasillo, una gran sala. El té ya está servido. Es decir, el té, las masas y una torta. Otro cuadro del mismo tamaño que el de San Martín. Es Simón Bolívar. Y también es Bolívar el caballero del busto sobre el aparador. ¿Cuánto té habrán tomado Bolívar y San Martín antes de salir de Londres a Sudamérica, a principios del siglo XIX, para cumplir su plan de independencia?
–¿Cómo está la Argentina? –interroga pero no tanto, porque no espera y comenta–. El año pasado Cristina estuvo por venir a Londres para una reunión de presidentes progresistas y pidió verme. Yo dije que sí, pero ella no vino. No fue su culpa. Estaba en medio de la confrontación con la Sociedad Rural.
“¿Qué pasó con ese conflicto?”, pregunta. Tras la explicación correspondiente, el profesor inclina la cabeza, más curioso que antes, mientras con la mano derecha su tenedor intenta cortar la tarta de manzana. Es una tarea difícil. Entonces se desconcentra de la tarta y fija la mirada esperando, ahora sí, alguna pregunta.
–El mundo está complejo –afirma, sin embargo, manteniendo la iniciativa–. No quiero caer en slogans, pero es indudable que el Consenso de Washington murió. La desregulación salvaje ya no sólo es mala: es imposible. Hay que reorganizar el sistema financiero internacional. Mi esperanza es que los líderes del mundo se den cuenta de que no se puede renegociar la situación para volver atrás, sino que hay que rediseñar todo hacia el futuro.
–Es que a esta altura se necesita otro FMI absolutamente distinto, con otros principios, que no dependa sólo de los países más desarrollados y en el que una o dos personas toman las decisiones. Es muy importante lo que están proponiendo Brasil y la Argentina para cambiar el sistema actual. ¿Cómo están las relaciones entre ustedes?
–Eso es muy importante. Manténganlas. Las buenas relaciones entre gobiernos como los de ustedes son muy importantes en medio de una crisis que también implica riesgos políticos. Para los standards norteamericanos, los Estados Unidos están girando a la izquierda y no a la extrema derecha. Eso también es bueno. La Gran Depresión llevó políticamente al mundo a la extrema derecha en casi todo el planeta, con excepción de los países escandinavos y los Estados Unidos de Roosevelt. Incluso en el Reino Unido llegó a haber miembros del Parlamento que eran de extrema derecha.
–No lo sé. ¿Sabe cuál es el drama? El giro a la derecha tuvo dónde recostarse: en los conservadores. El giro a la izquierda también tuvo en qué descansar: en los laboristas.
–Sí, pero me gustaría hacerle un planteo más general. Ya no existe la izquierda tal como era.
–Lo señalo.
–A las distintas variantes de la izquierda clásica. A los comunistas, naturalmente. Y a los socialdemócratas. ¿Pero sabe qué pasa? Todas las variantes de la izquierda precisan del Estado. Y durante décadas de giro a la derecha conservadora, el control del Estado se hizo imposible.
–Muy sencillo. ¿Cómo controla usted el Estado en condiciones de globalización? Conviene recordar que a principios de los ’80 no sólo triunfaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher. En Francia, François Mitterrand no logró una victoria.
–Sí, de la primera. Mitterrand ganó, pero cuando intentó una unidad de izquierdas para nacionalizar un sector mayor de la economía no tuvo el poder suficiente para hacerlo. Fracasó por completo. La izquierda y los partidos socialdemócratas se retiraron de la escena, derrotados, convencidos de que nada podía hacerse. Y entonces, no sólo en Francia sino en todo el mundo, quedó claro que el único modelo que podía imponerse con poder real era el capitalismo absolutamente libre.
–Porque con libertad absoluta para el mercado, ¿quién atiende a los pobres? Esa política, o la política de la no política, es la que se desarrolló con Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Y funcionó –dentro de su lógica, claro, que no comparto– hasta la crisis que comenzó en el 2008. Frente a la situación anterior la izquierda no tenía alternativa. ¿Y frente a ésta? Fijémonos, si quiere, en la izquierda más clásica de Europa. Es muy débil en Europa. O está fragmentada. O desapareció. Refundación Comunista en Italia es débil y las otras ramas del ex Partido Comunista Italiano están muy mal. Izquierda Unida en España también está cayendo de la ladera de la colina. Algo quedó en Alemania. Algo en Francia, con el Partido Comunista. Ni esas fuerzas, y menos aún la izquierda más extrema, como los trotskistas, y ni siquiera una socialdemocracia como la que describí antes, alcanzan todavía como respuesta a esta crisis y a sus peligros. La misma debilidad de la izquierda aumenta los riesgos.
–En períodos de gran descontento como el que empezamos a vivir, el gran peligro es la xenofobia, que alimentará y a su vez será alimentada por la extrema derecha. ¿A quién buscará esa extrema derecha? Buscará atraer a los “estúpidos” ciudadanos que cuidan su trabajo y temen perderlo. Y digo estúpidos irónicamente, quiero aclararle. Porque ahí reside otro fracaso evidente del fundamentalismo de mercado. Dejó libertad para todo. ¿Y la verdadera libertad de trabajo? ¿La de cambiarlo y mejorar en todos los aspectos? Esa libertad no la respetó porque, para el fundamentalismo de mercado, habría resultado políticamente intolerable. También habrían sido políticamente intolerable la libertad absoluta y la desregulación absoluta en materia laboral, al menos en Europa. Yo temo una era de depresión.
–Si lo desea podemos hablar técnicamente, como los economistas, y cuantificar trimestres. Pero no hace falta. ¿Qué otra palabra puede usar uno para denominar un tiempo en el que muy velozmente millones de personas pierden su empleo? De cualquier manera, hasta el momento no veo un escenario de una extrema derecha ganando por mayoría en elecciones, como ocurrió en 1933 cuando Alemania eligió a Adolf Hitler. Es paradójico, pero con un mundo muy globalizado un factor impedirá la inmigración, que a su vez suele ser la excusa para la xenofobia y el giro hacia la extrema derecha. Y ese factor es que la gente emigrará menos –hablo en términos masivos– al ver que en los países desarrollados la crisis es tan vasta. Volviendo a la xenofobia, el problema es que aunque la extrema derecha no gane podría ser muy importante en la fijación de la agenda pública de temas y terminaría por imprimirle una cara muy fea a la política.
–Me parece bien, vamos a la práctica. El peligro disminuiría con gobiernos que gocen de la suficiente confianza política por parte del pueblo por su capacidad de restaurar el bienestar económico. La gente debe ver a los políticos como gente capaz de garantizar la democracia, los derechos individuales y, al mismo tiempo, coordinar planes eficaces para salir de la crisis. Ahora que hablamos de este tema, ¿sabe que veo a los países de América latina sorprendentemente inmunes a la xenofobia?
–Yo le pregunto si es así. ¿Es así? –interroga ahora Hobsbawm a su entrevistador.
–No, yo lo pienso en términos masivos.
–Sí, América latina es interesante. Yo lo intuyo. Fíjese el país más grande, Brasil. Lula mantuvo algunas líneas de estabilidad económica de Fernando Henrique Cardoso, pero extendió enormemente los servicios sociales y la distribución. Algunos dicen que no es suficiente...
–Que no es suficiente. Pero que lo que Lula hizo, lo hizo. Y es muy significativo. Lula es el verdadero introductor de la democracia en Brasil. Y nadie lo había hecho nunca en la historia de ese país. Por eso hoy tiene el 70 por ciento de popularidad, a pesar de los problemas previos a las últimas elecciones. Porque en Brasil hay muchos pobres y nadie jamás hizo tantas cosas concretas por ellos, desarrollando a la vez la industria y la exportación de productos elaborados. Aunque la desigualdad sigue siendo horrorosa. Pero hacen falta muchos años para cambiar más las cosas. Muchos.
–Sí. Lamento decirlo, pero apostaría a que habrá depresión y que durará algunos años. Estamos entrando en depresión. ¿Sabe cómo se da cuenta uno? Hablando con gente de negocios. Bueno, ellos están más deprimidos que los economistas y que los políticos. Y a la vez, esta depresión es un gran cambio para la economía capitalista global.
–Porque no hay vuelta atrás hacia el mercado absoluto que rigió en los últimos 40 años, desde la década del ’70. Ya no es una cuestión de ciclos. El sistema debe ser reestructurado.
–Porque ese modelo no sólo es injusto: ahora es inviable. Las nociones básicas según las cuales las políticas públicas debían ser abandonadas, ahora están siendo dejadas de lado. Fíjese lo que hacen, y a veces lo que dicen, dirigentes importantes de países desarrollados. Están intentando reestructurar las economías para salir de la crisis. No estoy elogiando. Estoy describiendo un fenómeno. Y ese fenómeno tiene un elemento central: ya nadie siquiera se anima a pensar que el Estado puede no ser necesario para el desarrollo económico. Ya nadie dice que bastará con dejar que fluya el mercado, con su libertad total. ¿No ve que el sistema financiero internacional ya ni funciona? En un sentido, esta crisis es peor que la de 1929-1933, porque es absolutamente global. Los bancos ni funcionan.
–Nada menos que en Viena y Berlín. Era un chico. Qué horroroso ese momento. Hablemos de cosas mejores, como Franklin Delano Roosevelt.
–Sí, y rescato los motivos políticos de Roosevelt. En política aplicó el principio de “Nunca más”. Con tantos pobres, con tantos hambrientos en los Estados Unidos, nunca más el mercado como factor exclusivo de asignación de recursos. Por eso decidió realizar su política de pleno empleo. Y de ese modo no solamente atenuó los efectos sociales de la crisis sino sus eventuales efectos políticos de fascistización sobre la base del miedo masivo. El sistema de pleno empleo no modificó de raíz la sociedad, pero funcionó durante décadas. Funcionó razonablemente bien en los Estados Unidos, funcionó en Francia, produjo la inclusión social de mucha gente. Se basó en el Estado de bienestar combinado con una economía mixta que tuvo resultados muy razonables en el mundo de la segunda posguerra. Algunos Estados fueron más sistemáticos, como Francia, que implantó el capitalismo dirigido, pero en general las economías eran mixtas y el Estado estaba presente de un modo u otro. ¿Podremos hacerlo de nuevo? No lo sé. Lo que sé es que la solución no estará sólo en la tecnología y el desarrollo económico. Roosevelt tuvo en cuenta el costado humano de la situación de crisis.
–(Piensa.) No deliberadamente. Sí pueden ir cometiendo errores que las llevan a terribles catástrofes. O al desastre. ¿Con qué razonabilidad, durante estos años, se podía creer que el crecimiento con tal nivel de burbuja sería ilimitado? Tarde o temprano se terminaría y algo debía ser hecho.
–No me interesan las predicciones. Mire, si viene, viene. Pero si hay algo que se pueda hacer, hagámoslo. Uno no puede perdonarse no haber hecho nada. Por lo menos un intento. El desastre sobrevendrá si nos quedamos quietos. La sociedad no puede basarse en una concepción automática de los procesos políticos. Mi generación no se quedó quieta en los años ’30 y ’40. En Inglaterra yo crecí, participé activamente de la política, fui académico estudiando en Cambridge. Y todos estábamos muy politizados. Nos tocó muy de cerca la Guerra Civil Española. Por eso fuimos firmemente antifascistas.
–Claro, fue un tema muy fuerte para todos. Y nosotros, en Cambridge, veíamos que los gobiernos no hacían nada por defender a la República. Por eso reaccionamos contra las viejas generaciones y los gobiernos que las representaban. Años después entendí la lógica de por qué el gobierno del Reino Unido, donde nosotros estábamos, no hizo nada contra Francisco Franco. Ya tenía la lucidez de saberse un imperio en decadencia y tenía conciencia de su debilidad. España funcionó como una distracción. Y los gobiernos no debieron haberla tomado así. Se equivocaron. El alzamiento contra la República fue uno de los hechos más importantes del siglo XX. Recién después, en la Segunda Guerra...
–Es verdad. Le decía que recién después el liberalismo y el comunismo hicieron causa común. Se dieron cuenta de que, si no, eran débiles frente al nazismo. Y en el caso de América latina el modelo de Franco influyó más que el de Benito Mussolini, con sus ideas conspirativas de la sinarquía, por ejemplo. No lo tome como una disculpa a Mussolini, por favor. El fascismo europeo en general es una ideología inaceptable, opuesta a valores universales.
–Pero no me pregunte de la Argentina. No sé lo suficiente de su país. Todos me preguntan por el peronismo. Para mí está claro que no puede ser mirado como un movimiento de extrema derecha. Fue un movimiento popular que organizó a los trabajadores y eso quizá explique su permanencia en el tiempo. Ni los socialistas ni los comunistas pudieron establecer una base fuerte en el movimiento sindical. Sé de las crisis que sufrió la Argentina y sé algo de su historia, del peso de la clase media, de su sociedad avanzada culturalmente dentro de América latina, fenómeno que creo que todavía se mantiene. Sé de la edad de oro de los años ’20 y sé de los ejemplos obscenos de desigualdad comunes a toda América latina.
–Sigo en la izquierda, sin duda con más interés en Marx que en Lenin. Porque seamos sinceros, el socialismo soviético falló. Fue una forma extrema de aplicar la lógica del socialismo, así como el fundamentalismo de mercado fue una forma extrema de aplicación de la lógica del liberalismo económico. Y también falló. La crisis global que comenzó el año pasado es, para la economía de mercado, equivalente a lo que fue la caída del Muro de Berlín en 1989. Por eso me sigue interesando Marx. Como el capitalismo sigue existiendo, el análisis marxista aún es una buena herramienta para analizarlo. Al mismo tiempo, está claro que no sólo no es posible sino que no es deseable una economía socialista sin mercado ni una economía en general sin Estado.
–Si uno mira la historia y mira el presente, no tiene ninguna duda de que los problemas principales, sobre todo en medio de una crisis profunda, deben y pueden ser solucionados por la acción pública. El mercado no está en condiciones de hacerlo.
–No hay razón para que no los pueda ver. Es un poco absurdo. Hay hasta cartas privadas mías dando vueltas por ahí que salieron de otros archivos que sí fueron desclasificados, lo cual genera una contradicción ridícula. Mire, no es extraño que existan los archivos de seguridad, y no es extraño que yo esté. Lo que no entiendo, a esta altura, es por qué no me lo dejan ver. Soy curioso.
–Puede ser. Y además en mi caso ni siquiera es historia reciente. Pasaron alrededor de 70 años.
–Diarios, por supuesto. Revistas. Libros. Estos días leo L’invention du peuple juif, de Shlomo Sand. Trata sobre el concepto de pueblo judío, hurga en el Talmud, se mete con la idea de pueblo-nación. Es un tema que me interesa. Todavía no lo terminé de leer, así que aún no puedo sacar conclusiones. Sí tengo claro qué es ser judío en mi vida. De pequeño me decían: “Debes decir que eres judío y jamás sentir vergüenza”. Siempre lo hice así. Lo hago incluso cuando no estoy de acuerdo con políticas concretas del gobierno de Israel. Sigo confiando en el ser humano y estoy orgulloso de ser judío.
–Me impactó mucho Man on wire.
–Sí. La película cuenta cómo hizo Petit, en 1974, para cruzar en un cable los 60 metros que separaban una torre Gemela de Nueva York de la otra. Me interesó por la naturaleza humana: un hombre intentaba hacer algo que parecía imposible. Y lo hizo. Es un buen motivo de reflexión en un momento de tensiones políticas y sociales.
–(Golpea rítmicamente el brazo de la silla con todas las uñas de la mano derecha durante casi un minuto.) Ana Karenina, de León Tolstoi. Una novela maravillosa. La más grande que leí en mi vida. Y no sé si podré leerla de nuevo. Ya que hablo con un latinoamericano le digo que me gusta mucho Gabriel García Márquez, en especial Cien años de soledad. Captura inmediatamente tu atención y toda tu vida. Y siempre leí mucha poesía.
–El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Un gran análisis de la sociedad y la política. Un gran trabajo de historia. Una gran obra del periodismo. Todo eso junto a veces produce resultados extraordinarios.
–Y bueno, no se olvide de que originalmente yo soy un historiador del siglo XIX. ¿No seré también un hombre del siglo XIX? A fines de ese siglo la gente creía en el progreso técnico y moral. Tenía esperanzas en un mundo educado y civilizado que estaba aboliendo la tortura y la esclavitud. Yo creo en esa idea de progreso moral. Pero no soy necio, y sé que es difícil mantenerlo. Y ya que hablamos de Marx, obviamente el socialismo era optimista por naturaleza. Creía en la posibilidad cierta del cambio. Ya ve para qué sirven los historiadores: recuerdan lo que otros quieren olvidar.
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