“Se pagan tarifas irrisorias”, sostuvo la candidata a vicepresidenta por Cambiemos, Gabriela Michetti. “Van a tener que ir bajando los subsidios”, agregó Patricia Bullrich. Juan José Aranguren, ex presidente de Shell y probable ministro de Energía de un gobierno de Mauricio Macri, batalló desde siempre contra los subsidios a los servicios públicos y trabaja en un esquema para suprimirlos, preservando la asistencia estatal a sectores carenciados. Dentro del sciolismo, el economista Miguel Bein también plantea la necesidad de recortar una porción de esos beneficios que estableció el kirchnerismo desde 2003. El sistema fue mutando todos estos años, pero conserva su razón de ser: abaratar costos a las familias y a las empresas que les pagan los sueldos, ya que los subsidios constituyen un aporte indirecto al poder adquisitivo de los salarios por parte del Estado. La ecuación es simple. Todo lo que se achiquen los subsidios deberá ser integrado por el bolsillo del trabajador, quien deberá resignar otros consumos. En ese sentido, también implica una sustancial reorientación de recursos que afectará a diversas actividades económicas. Si los 150 mil millones de pesos al año que destina el Estado a los subsidios (nivel de 2015) van a tener que ser asumidos por los usuarios, habrá 150 mil millones menos para gastar en alimentos, textiles, calzados, turismo y demás rubros. El índice de inflación, a su vez, pegará un salto cuando se corte la soga del ancla de los subsidios. La capacidad sindical para recomponer esa pérdida en paritarias será la que determine cuánto del costo de lo que deja de cubrir el Estado lo absorben los trabajadores y cuánto las empresas. Si al mismo tiempo se produce una devaluación, como anticipan con énfasis los mercados financieros desde las elecciones del domingo, la puja distributiva será intensa y los riesgos de derrumbe de la capacidad de compra de los salarios muy elevados.
Frente al atraso cambiario y al atraso de tarifas que pregonan economistas del equipo de Macri asoman propuestas para producir un fabuloso atraso salarial. Las declaraciones gastadas sobre la redistribución del ingreso adquieren así un carácter concreto. Devaluación y quita de subsidios provocarán una transferencia de dinero contante y sonante de sectores populares a prestadores de servicios públicos y exportadores. El argumento principal de aquellos economistas para desmontar los subsidios es su inviabilidad fiscal. Es decir, el Estado no puede seguir gastando tantos fondos para sostener “tarifas irrisorias”. Los perjuicios del déficit fiscal, sostienen, son mayores para los trabajadores, porque obligan a emitir pesos para financiarlo, y la emisión, en el dogma neoliberal, es sinónimo de inflación.
En 2014, la inflación según el índice Congreso (opositor) fue del 40 por ciento, y este año el mismo indicador arroja una proyección de 25. Esa menor velocidad en la suba de precios se dio a pesar de un aumento de la emisión y de un mayor déficit fiscal, lo que contradice su hipótesis.
Más allá de ese debate, los mismos sectores que cuestionan la aplicación de subsidios proponen eliminar retenciones a las exportaciones, con lo cual lo que se “ahorra” de un lado se compensa por menores ingresos del otro. La situación de déficit, entonces, no cambiaría demasiado. Lo que sí cambiaría es el sector social atendido por el Estado. En un caso, los trabajadores; en el otro, los exportadores. Otra vez, lo que se advierte es un programa de redistribución regresiva del ingreso. De políticas de fomento de la demanda, como los subsidios, se pasaría a un programa de estímulo de la oferta, como la reducción de cargas fiscales. Las mayores ganancias empresarias, en el mejor de los casos, deberían luego derramar sobre el resto de la sociedad. Es la teoría del derrame de los ‘90. El fundamento de las políticas heterodoxas de la última década, por el contrario, es ensanchar la base de la demanda para incentivar la inversión. “Poner plata abajo” tiene ese fin, además del de la justicia social. En sentido inverso, retirar la asistencia disminuye la capacidad de consumo y el nivel de actividad, como se ve en Brasil.
La solvencia del programa viene siendo puesta en duda desde 2003, cuando las reservas del Banco Central rondaban los 14.000 millones de dólares y el país estaba hundido en el default. La deuda en dólares con acreedores privados era entonces el 75 por ciento del PBI. Hoy representa apenas el 7,8 por ciento. Las reservas bordean los 27.000 millones, y el 92,8 por ciento de los acreedores aceptaron la reestructuración de la deuda.
Pasar de tarifas subsidiadas a tarifas de mercado significará un golpe para sectores mayoritarios. Una familia de cuatro personas en el área metropolitana paga actualmente 65 pesos en promedio por el servicio eléctrico y entre 200 y 300 por el de gas, dependiendo de los niveles de consumo y de ahorro. Si se eliminara la contribución estatal, en el primer caso la factura pasaría a unos 700 pesos, y en el segundo, a entre 850 y 1250 pesos. Es decir, de 265 pesos por ambos servicios a entre 1550 y 1950 pesos por bimestre. Unas once veces más para los usuarios de Edenor y Edesur y entre tres y cuatro más para los de Metrogas. Las estimaciones aparecen en un paper del Ministerio de Planificación al que tuvo acceso este diario.
Macri ya dio muestras de su firmeza para ajustar tarifas cuando la Ciudad aceptó el traspaso del subte. El primer aumento fue del 127 por ciento en 2012, de 1,10 peso a 2,50. El segundo en 2013, del 40 por ciento, hasta 3,50 pesos, y el último en 2014, del 29 por ciento, hasta los actuales 4,50. Un salto del 309 por ciento en tres años, mucho más que cualquier estimación de la inflación en el período.
En el transporte de colectivos, el boleto mínimo treparía de 3 pesos a 10 sin subsidios. Quien realiza 60 viajes al mes gasta 180 pesos con la tarifa actual, contra 600 pesos que debería afrontar a valores de mercado. Con 100 viajes al mes, el costo pasaría de 300 pesos a 1000. Para el salario mínimo de enero de 2016, de 6060 pesos, la incidencia saltaría del 3,0 por ciento al 10 con 60 viajes, y del 5,0 por ciento al 16,5 con 100 viajes.
Un ajuste de tarifas de esa magnitud y una devaluación acabarían con el proceso de recuperación económica que se fue consolidando a lo largo de 2015, contra los pronósticos de los economistas del establishment, que anticipaban una recesión profunda para esta altura del año. El mercado interno y las políticas anticíclicas –como el plan Pro.Cre.Ar– son los que sostienen el nivel de actividad, mientras el mercado externo luce cada vez más complicado. De ahí que todos los países de Sudamérica, salvo Bolivia, tengan en 2015 su peor desempeño en seis años.
Otro trabajo, en este caso del Ministerio de Economía, expresa los costos de afectar los subsidios del siguiente modo. “Dentro de la Capital Federal, la ida y vuelta al trabajo cuesta 7 pesos, 3,50 por viaje. El Estado nacional subsidia 8 pesos de cada pasaje, por lo que la quita del beneficio lo elevaría a 11,50 pesos. Y en el día, de 7 pesos pasaría a costar 23”. El alza sería de más del 300 por ciento. El informe luego agrega un dato revelador: “El subsidio que el Estado le da a una familia tipo por mes en transporte equivale a una cuota para comprar un auto cero kilómetro”. En cuanto a otros subsidios, en electricidad son 7776 pesos por año para una familia tipo; en gas, 7344 pesos, y en agua, 6600 pesos. “Cada hogar recibe un promedio de subsidios entre todos estos servicios de entre 40.500 hasta casi 63.000 pesos al año”, engloba. Y finaliza, para tomar dimensión de lo que está en juego: “Esto podría ser el equivalente a unas vacaciones en Buzios de 10 días para toda la familia en enero, el amueblamiento de una casa con Smart TV de 42 pulgadas, lavarropas, heladera, sommiers, juego de mesa con cuatro sillas y una cocina”. Esa es la capacidad de consumo que perderían de abastecer, además, numerosos sectores productivos nacionales, que también sufrirían las consecuencias de las políticas de ajuste que ahora dominan el debate.
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