Desde Wurkro, Tigray
El fantasma de la sequía, que eternamente amenaza el destino de millones de seres humanos en el Sahel, empieza a desvanecerse. Porque las lluvias llegaron, con un pequeño retraso pero con caudal suficiente para confiar en una buena cosecha. Sin embargo, a los campesinos de Etiopía donde el hambre es una enfermedad social crónica no les basta con labrar hasta el último palmo de tierra, trabajando desde las primeras hasta las últimas horas de luz de cada día como hace mil años, con arados de madera y bueyes. Ni siquiera es suficiente que sus oraciones sean atendidas y llueva. Sus destinos ya no dependen únicamente de que caiga el agua del cielo, sino de los designios de un nuevo Dios más poderoso y despiadado que el de sus ancestrales creencias religiosas: el libre mercado. Un dios cuyas leyes exigen el sacrificio de multitudes empobrecidas en los altares de la Bolsa de Chicago, oficiado por una legión de brokers dedicada a incrementar el precio de los alimentos.
“¿Que aquí pueden morir 150.000 niños, como advierte el Unicef? ¿Y a quién le importa? Como si mueren millón y medio. Es algo que no le va a quitar el sueño a nadie. Son cifras frías, estadísticas que hablan de criaturas desconocidas, sin nombre ni rostro.”
Quien pronuncia estas palabras desgarradas es Angel Olaran, un misionero español de 70 años que trabaja en soledad en el Tigray, una de las regiones etíopes donde la miseria es más profunda.
“La comida está cada día más cara y la gente puede comprar cada vez menos. Pone los pelos de punta saber que grandes grupos financieros internacionales especulen en los mercados, condenando al hambre a millones de personas. ¿Acaso se puede llegar a un grado mayor de maldad?”
Hablamos en el cobertizo de un comedor de caridad que sus patrocinadores de Cataluña prefieren denominar centro de desarrollo bajo cuyo techo de paja aguarda turno un centenar de mujeres cargadas de criaturas famélicas. Tras someterlas a un somero examen médico para controlar su evolución, recibirán un paquete de alimentos elaborados como complemento dietético. Otro eufemismo, ya que para la mayoría constituye la base principal de su alimentación.
“Es una papilla fuerte lo que se llevan –explica Olaran–, pero hay madres que tienen un hijo en el programa de ayuda y tres o cuatro más esperando en casa. Así que acabarán repartiéndola entre todos. ¿Estamos prolongando su agonía? No sé. Lo cierto es que no se atiende a los niños menores de seis meses, considerando que hasta esa edad deben alimentarse de la leche materna... pese a que la malnutrición seque los pechos de las mujeres.”
La estricta normativa de la ayuda humanitaria se aplica con rigor, para administrar unos fondos siempre insuficientes. Hay que recordar que los máximos dirigentes de los ocho estados más ricos del mundo que suman el 58 por ciento del producto bruto mundial para disfrute de sólo un 15 por ciento de la población del planeta cerraron su reciente reunión en Hokkaido (Japón) con el incumplimiento de sus anteriores promesas de incrementar la ayuda a los pueblos más desvalidos. Y que el balance final de la última cita del G-8 quedó reducido al palabrerío de los buenos propósitos, tras el compromiso de pagar a plazos 6300 millones de euros para compensar el alza de precio de los alimentos que, según la Banca Mundial, no tardará en causar otros 100 millones de hambrientos.
La gestión de la penuria presupuestaria determina que los centros de nutrición como el de Wukro admitan a los niños cuando se encuentran en torno del 70 por 100 del peso que correspondería a su edad. Y establece que dejen de percibir la ayuda alimentaria cuando su mejoría resulta visible, sin que lleguen nunca a alcanzar la talla debida. Se ven expulsados del programa cuando superan el 80 o el 85 por 100 del peso ideal, para reemplazarlos por otras criaturas aún más débiles. Ello supone normalizar la precariedad. Se evita que miles de niños mueran de hambre pero se los condena a sobrevivir lastrados por una falta de proteínas y vitaminas esenciales que les impedirá desarrollarse plenamente.
“Quienes escatiman las ayudas, quienes impiden un reparto más justo y quienes gobiernan la Bolsa de Chicago deberían venir aquí y entrar en los hogares de estas mujeres. En cada casa recibirían una... el viejo misionero duda un instante y prosigue una de esas cosas que los curas repartimos en misa.”
La escasez resulta evidente en el mercado de Wukro, como en todas las poblaciones rurales. Empobrecidas, sus gentes compran cada vez en menores cantidades. La oferta de alimentos mengua sin cesar, mientras el precio del tef cereal que constituye el plato único de la mayoría de la población se ha doblado en menos de cuatro meses. Los niños son los más frágiles, pero no los únicos atormentados por el hambre. Otro sector especialmente vulnerable es el de los ancianos, que acuden por centenares a la misión de St. Mary, en busca de limosnas para alimentarse. Son gentes de una dignidad antigua, humilladas por la pobreza extrema, a quienes se entrega una ayuda máxima de quince euros mensuales.
“Hay personas que hace tres meses vivían con cierta holgura y ahora pasan hambre afirma Angel Olaran y todo indica que los precios van a seguir subiendo. Porque el capital no tiene piedad y sus sicarios seguirán especulando con los alimentos para acumular beneficios a base de extender la miseria.”
Las consecuencias sociales del empobrecimiento general se hacen también visibles en prisiones y prostíbulos. Durante los últimos meses se han incrementado los delitos contra la propiedad. El director de la cárcel de Wukro nos explicó que la mayoría de sus 700 inquilinos entre ellos numerosos adolescentes había cometido pequeños hurtos de bienes que les resultaban inalcanzables. Tesfay, el bibliotecario del penal, purga seis años de condena por haber vivido un apasionado romance sin disponer de dinero para casarse, en un país donde la virginidad garantiza una importante dote. Y en el pabellón femenino, una muchacha llamada Salem nos contó que no había resistido la tentación de robar un vestido para embellecer sus 14 años recién cumplidos. Faltas que se juzgan y castigan, comportamientos incorrectos que jamás cometerían los tan probos como poderosos señores que rigen la pobreza, desde los más elevados puestos del poder económico mundial. Como los comportamientos vergonzantes que muchas mujeres del Tigray deben asumir para sacar adelante a sus familias, comerciando con lo único que poseen: sus cuerpos. Pero los efectos de la crisis se dejan sentir también en los bares donde los mercaderes suelen festejar sus negocios.
“La cerveza también ha subido y hay menos hombres en los bares cuenta Olaran, eso hace que la vida de estas mujeres sea aún más amarga. Muchas vienen a pedir ayuda, soñando con que un microcrédito les permita salir de los prostíbulos y dedicarse a otra cosa. Algunas lo consiguen. Pero la miseria es muy difícil de superar. Y las condiciones económicas empeoran constantemente.”
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