Dio pena ver por televisión esta semana a jóvenes clasemedieros bolivianos armados con palos, piedras, pistolas y escopetas tomando aeropuertos, canales de televisión y todo tipo de instituciones públicas, destruyendo mercados populares y apaleando a campesinos, en decenas de acciones de choque repartidas entre Santa Cruz, Beni, Pando y Chuquisaca, coordinadas y previamente concertadas por los gobernadores, con un diplomático estadounidense actuando como facilitador, acciones que culminaron con la masacre de quince líderes indígenas ametrallados a la vera de un camino en Pando, asesinados por un escuadrón de la muerte que respondería al gobernador, Leonel Fernández, hoy buscado por genocidio.
Bolivia te rompe el corazón. Tanto odio, tanta destrucción, tanta impotencia escenificada en una especie de pueblada burguesa en contra de los indígenas y los campesinos para mantener viejos privilegios, ante la pasividad del gobierno, de su policía y de las fuerzas armadas. El presidente Evo Morales, recientemente ratificado por dos tercios del voto, debe tragar saliva ante cada nueva embestida para evitar dar la orden que lleve al baño de sangre.
Bolivia está al borde de la guerra civil. Aunque el gobierno y los líderes de la oposición acordaron sentarse a negociar esta tarde, las rebeliones son muy difíciles de controlar una vez que se desatan, y su propia inercia las lleva a radicalizarse. No hay salida política posible cuando se desconoce la ley, las autoridades legítimamente elegidas y las reglas de juego de la democracia. Cuando las disputas se dirimen a través del uso de fuerza, ganan los que tienen más fierros.
En Bolivia los fierros pesados son de las fuerzas armadas. Por algo sus cuarteles y destacamentos son prácticamente las únicas instituciones federales que las patotas autonomistas no han atacado. Los militares en actividad han dado muestras de lealtad al gobierno de Morales. Se trata de una cuestión cultural. El 90 por ciento de los soldados bolivianos son indígenas. El servicio militar es obligatorio, pero muchos blancos consiguen libretas médicas. “El indígena que no hace cuartel (colimba) es mal visto en su comunidad, como que no se hizo hombre. Evo es el primer presidente que hizo cuartel desde la dictadura y eso los militares lo respetan”, cuenta uno de sus asesores.
Cuando asumió en el 2006, Morales pasó por alto una promoción de generales, presuntamente involucrados en una compra irregular de misiles, para nombrar a su cúpula militar. Desde entonces no ha habido intrigas ni complots dentro de la fuerza y la cúpula se ha mantenido intacta, a pesarde los esfuerzos de algunos militares retirados vinculados a la oligarquía cruceña.
Los autonomistas dicen que no van a devolver los edificios federales que tomaron, sino que los van a reconvertir en entes provinciales, y así van a empezar a aplicar los estatutos autonómicos que votaron el año pasado.
Pero no es lo mismo tomar el edificio de la dirección impositiva que capturar los ingresos que esa oficina percibía antes de la toma, por la sencilla razón de que el gobierno redireccionó a los grandes contribuyentes para que paguen sus impuestos y tributos directamente en La Paz. Así como los estatutos fueron declarados ilegales de antemano por la Corte Electoral y desconocidos por la comunidad internacional, lo mismo pasa con las instituciones que surgen de su aplicación.
Sin fuentes de ingresos y con las rutas cortadas, la rebelión de los ricos no puede durar mucho porque los empresarios pierden plata. Por dar un ejemplo, la feria de Santa Cruz, la más grande del país, debía arrancar en dos semanas. El año pasado reunió a 3000 empresarios de 40 países. Ahora quién sabe si se hace, ni quién va a participar, ni cómo van a llegar con las rutas cortadas y los aeropuertos tomados.
Lo más triste es que todo este caos se desató porque el gobierno impuso un recorte promedio del seis por ciento en sus transferencias a las prefecturas para pagarle una modesta jubilación a los más pobres, la llamada Renta Dignidad. Y no es que las prefecturas venían sufriendo la codicia del gobierno central, sino todo lo contrario: además de contar con uno de los sistemas fiscales más federales del mundo, la estatización de los hidrocarburos que decretó el gobierno que hoy combaten había triplicado sus ingresos en menos de tres años.
El problema principal que tienen los autonomistas es la creciente popularidad de Evo Morales. El presidente que llegó al gobierno con poco más de la mitad de los votos había prometido una reforma redistributiva pero necesitaba algún tipo de acuerdo con la oposición para sumar los dos tercios en la Asamblea Legislativa que iba a modificar la Constitución. Pero en el referéndum revocatorio del mes pasado Morales sumó más del 67 por ciento de los votos. Si repite la performance en el referéndum constitucional de principios del año que viene, entonces su Constitución habrá sido refrendada por mayoría absoluta, reelección incluida, sin necesidad de hacer concesiones.
Este es el escenario que desespera a los autonomistas. Su única esperanza es que Morales muerda el anzuelo y desate una represión feroz que los ponga en el lugar de víctimas, para así justificar su insurrección. Pero hasta ahora Morales ha hecho prevalecer su paciencia aymara, su muñeca de gremialista y su visión de estadista, prefiriendo mostrarse débil antes que entrar en la espiral de violencia.
Pero en un punto Morales es prisionero de su propio éxito. Cuanto más avanza con sus reformas, más crece su popularidad. Cuanto más crece su popularidad, más se aísla la oposición autonomista. Cuanto más se aísla la oposición, más arriesga. Perdida por perdida, sale a quemar las naves. El objetivo ya no es imponer el programa propio sino incendiar el proyecto del gobierno en un acto de destrucción mutua. Para lograrlo, los autonomistas no dudan en recurrir a lo más bajo de la política: el racismo, la xenofobia, el macartismo, la demagogia, el nacionalismo barato, los insultos, las patotas, los palos, las palizas, los saqueos, las masacres.
Entonces el pueblo agredido quiere reaccionar y el jefe de Estado intenta contenerlo. Pero no es fácil esperar que actúe la Justicia, que funcionen las instituciones, que se calmen las aguas para recuperar lo robado y rehacer lo destruido. No es fácil sentarse a ver cómo las llamas del odio se devoran rutas, oficinas, estaciones, mercados, vidas humanas y la esperanza de un futuro mejor. Te rompe el corazón.
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