Uuuuuuu... Ahhhhhhhh... Hmmmmmmmmmmmm... ¿¿Ehhhh??... ¡No! !Epa! Wow!
Sorpresa, perplejidad, asombro, bronca, indignación, boca en boca, repercusión, rebote internacional, ruido, palabras.
Así funciona el Premio Nobel de la Paz. Siempre fue un instrumento de política exterior tanto o más que un reconocimiento. A veces pone el foco en un conflicto que a su juicio no recibe la atención que merece y premian a una activista como la birmana Aug Suu Kyi o el argentino Adolfo Pérez Esquivel, que luchan contra un régimen opresivo a través de la resistencia pacífica. A veces premia a una organización que hace las cosas bien como Amnesty o Unicef.
Y a veces premia a los grandes líderes del mundo. Premiar a estos tipos es casi una necesidad. Si no los premian no tienen prensa. Nadie habla del premio y nadie se entera de los birmanos y los argentinos.
Entonces si quiere poner el foco en la agenda ecológica le da el premio a Al Gore, ex vicepresidente de un país que durante su mandato intervino –bah, mandó soldados a matar gente, cualquiera sea la razón– en Somalia y los balcanes.
A veces el comité apuesta a premiar el fin de una negociación diplomática para poner su capital simbólico al servicio de la consolidación y legitimación del acuerdo alcanzado, como sucedió con los sucesivos premios Nobel por los distintos tratados de Medio Oriente, tanto los que se mantienen como los que eventualmente fracasaron, o el compartido entre Mandela y De Klerk por el fin del apartheid, o el que recibió Arias cuando terminó la guerra en Centroamérica.
A veces apuesta a poner el foco en negociaciones en marcha, como cuando premió a la agencia atómica de Naciones Unidas y a su experto estrella Mohamed Al Baradei por mediar en el conflicto nuclear iraní, aunque Al Baradei ya no media y el conflicto sigue igual o peor.
Y a veces apuesta a incidir en un conflicto en marcha, como cuando le dio el premio al obispo Desmond Tutu en pleno apartheid o cuando se lo dio a Pérez Esquivel durante la dictadura argentina. En estos casos no se eligió a la figura más conocida o representativa de la resistencia no violenta, o sea, no se lo dieron a la figura más gravitante en la eventual caída del régimen opresor, como podrían ser el Mandela encarcelado o las Madres de Plaza de Mayo. Eligieron privilegiar a un líder más pacífico, y por lo tanto más pasivo, y se lo dan, entre otras cosas, porque ha renunciado a ejercer una resistencia activa.
Entonces cuando premian en el tercer mundo premian la resistencia pacífica pasiva, aunque esa forma no logre conmover a los opresores. La junta birmana que lleva décadas en el poder, aunque el país cambie de nombre cada dos por tres. En cambio cuando premian a los líderes de las potencias, premian a lo que obtienen los resultados deseados, aunque sea a punta de fusil.
Otro criterio que respeta el comité noruego es el de alternancia entre norte y sur, izquierda y derecha. Tienen que mezclar para no perder audiencia y, por lo tanto, gravitación. Entonces mezclan tibetanos con sudafricanos, birmanos con guatemaltecos, coreanos del sur con irlandeses del norte y vuelta a empezar. Si quisieran ayudar a voltear a Mugabe elegirían a un activista en Zimbabwe que nunca se trenzó con nadie, si quisieran darles un mazazo a los golpistas de Honduras el premio iría a algún zelayista que nunca tiró una piedra.
A veces reparten el premio entre opresores y oprimidos, vencedores y vencidos. Mandela se hizo famoso por combatir el apartheid al frente de una organización política, el Congreso Nacional Africano, que incluyó la lucha armada entre sus metodologías políticas. De Klerk se dio a conocer como representante del régimen vencido, no porque la guerrilla tomó el poder, sino por el peso de una multimillonaria campaña de desinversión y un implacable bloqueo comercial que vaciaron sus arcas, y un boicot diplomático, político, cultural y deportivo que le anuló sus vías de legitimación. A Mandela se lo dieron por no castigar a sus verdugos. A De Klerk por entregarle la banda presidencial a un negro.
A los miembros del comité no parecen gustarles las causas silenciosas. Por eso si un tema no tiene suficiente prensa, como el tema de las bombas-racimo, por ejemplo, o la búsqueda incansable de los bebés expropiados en la dictadura argentina, entonces el premio no llega, por más méritos que hagan los referentes en el tema. En cambio si Paul McCartney y su mujer lisiada se embanderan con las minas antipersonales, el premio no tarda en llegar. Por eso un tipo como Bono siempre es un buen candidato.
Entonces premian a los Obama, a los Kissinger, a los Gorbachov, a los Begin y a los Gore, si no, no serían los Nobel. Serían otra cosa y estaríamos escribiendo de las elecciones en Uruguay.
Claro que hasta ahora los premios a los grandes líderes siempre se los dieron a veteranos de trayectoria, con algunas batallas encima, con pasado, con archivo, como se dice: Yitzak Rabin, Jimmy Carter, Roosevelt, Arafat.
Esta vez le tocaba a uno de esos tipos. ¿A quién se lo iban a dar? ¿A Sarkozy? ¿A Hu Jintao? ¿A Putin? ¿A Fidel Castro? ¿A Berlusconi? Cualquiera de ellos hubiera generado un escándalo tan grande como el que se armó con el premio a Obama. Entonces eligen al que más les gusta y qué importa si todavía no peina canas.
Si llegó a la presidencia de Estados Unidos, primer negro para más datos, algo habrá hecho, perdón por la expresión. Una sola decisión que haya tomado este líder mundial, qué sé yo, el desmantelamiento del escudo antimisiles en Europa o el nombramiento de Sonia Sotomayor, seguramente tuvo más impacto que toda una vida de resistencia en Rangoon.
Entonces “no hizo nada” es relativo. Por lo pronto llegó a la Casa Blanca con una nieta de esclavos y no poca gente cree que sólo por eso lo van a matar.
Claro que no le dieron el premio por derribar barreras raciales. Los miembros del comité, en sintonía con los líderes de las potencias europeas, decidieron que este año hay otras prioridades en la agenda.
Europa quiere arreglar con Irán, salirse de Afganistán, terminarla en Irak, calmar a Rusia y arreglar lo de Guantánamo. Entonces le dan el premio para que haga eso, diciendo que ya lo empezó a hacer.
Es cierto que algo empezó a hacer Obama al respecto: sacó soldados de Irak, sacó presos de Guantánamo, arregló un desarme nuclear con Rusia. Y su postura dialoguista debería representar un avance para la paz mundial con respecto a su antecesor, George W. Bush. Pero en Medio Oriente armó un par de reuniones sin conseguir nada y en Afganistán apenas empezó a dudar.
El tipo está en guerra y le dan el premio de la paz. Se lo dan en nombre de Nobel, un fabricante de armas, y se lo da un organismo semioficial de un país fabricante de armas. Y a los activistas del tercer mundo no le perdonan ni tirar una piedra.
Los anteriores ganadores del premio entienden el mecanismo y por eso, salvo alguna excepción, salieron en coro a felicitar a Obama y decir que el reconocimiento fue merecido, contra la opinión del otro 99,99 por ciento del mundo. Y por supuesto que aprovecharon la ocasión para discursear en favor de sus causas políticas, haciendo eje en las políticas de Obama, que por supuesto influyen sobre cada una de esas causas.
El Nobel de la Paz funciona así. Como instrumento de política exterior de una poderosa institución del norte europeo, más allá de los méritos de los ganadores y las contradicciones del comité. Por eso Obama se pone nervioso y dice que no lo merece, pero confirma que lo va a recibir igual y se banca el abucheo. No se la hicieron fácil pero no se va a quedar afuera. No sería Obama, no sería el Nobel.
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