Desde El Cairo
Los guerreros de Tahrir no llevan armas. Anteojos de natación para protegerse los ojos de las balas de caucho de la policía, algún que otro pañuelo o echarpe como resguardo ante los gases lacrimógenos letales, zapatillas veloces y una expresión común que atraviesa el rostro de una generación de guerreros democráticos que tienen entre 20 y 30 años y ya van por su segunda revolución. Los une una fraternidad a toda prueba y un coraje capaz de desafiar a cualquier soldado de elite de un ejército profesional. Abdel Gamal, Mohammed, Ali u Omar no tienen las mismas ideas políticas, no son hinchas del mismo club, no viven en el mismo barrio ni van a la misma universidad, no pertenecen al mismo extracto social ni tampoco se relacionan con la religión con igual intensidad, pero son los defensores de la plaza Tahrir, una mezcla aguerrida de jóvenes laicos del Movimiento Seis de Abril, muchachos de los barrios pobres, estudiantes de universidades caras, islamistas, jóvenes de la burguesía urbana muy empapada en las nuevas tecnologías e hinchas de fútbol que pertenecen a una de las tantas barras bravas que surgieron en Egipto hace diez años. Abdel Gamal explica: “Estamos unidos por la batalla. Acá no hay jefes ni jerarquía, ni órdenes, ni capitán, ni nada. Nuestro enemigo común es la policía, que es lo mismo que el régimen. Desde la revolución de enero hasta ahora nos hemos unido en situaciones extremas”.
Tahrir no le tienen miedo a nada. Los potentes gases lacrimógenos que tira la policía tienen una carga letal denunciada por todas las ONG internacionales, pero ellos se pasean entre el humo como si fuera un jardín. “Ya estamos acostumbrados a los palos, las balas de goma, las corridas y el humo. No nos amedrentarán con eso”, dice Ali. Los grupos que protegen la plaza se mueven de manera despareja pero con la misma función: impedir que la policía entre y los desaloje: “Este es el espacio de nuestra revolución. Mientras permanezcamos acá, la revolución sobrevivirá”, afirma Abdel Gamal. Ali el Sharif forma con otros jóvenes el núcleo más aguerrido que estuvo en primera línea durante la brutal batalla que se plasmó en torno de la calle Mohammed Mahmud. Esta arteria desemboca en el centro de la plaza Tahrir y conduce al Ministerio del Interior, la sede oficial más odiada por los revolucionarios egipcios porque representa lo peor del antiguo régimen que persiste en éste. Ali y su grupo libraron las batallas más cruentas contra las unidades antidisturbios de la Amn al Merkazi, la Seguridad Central.
Ali el Sharif y Kamel Fatah no son Hermanos Musulmanes y tampoco integran el Movimiento 6 de Abril: son ultras, es decir, hinchas de fútbol, barrabravas del club Zamalek SC que detestan a la policía por la violencia con que actúa y al sistema por la desigualdad y la corrupción que propaga. Están acostumbrados a enfrentarse con las fuerzas del orden afuera de la cancha de fútbol y son expertos en el arte de saltar paredes, arrojar piedras, resistir a los gases lacrimógenos e ir al choque frontal contra unidades policiales perfectamente entrenadas. “Sin ellos no hubiésemos resistido tanto”, reconoce Abdel Gamal. Abdel estudia psicología en una prestigiosa universidad de El Cairo, pero en la plaza es igual que Ali o Kamel. “Nuestra lucha es el totalitarismo, la corrupción del sistema, la policía secreta, la violencia, la falta de medios y de libertad. Eso se ve en todas partes, desde una cancha de fútbol hasta un barrio más acomodado.”
La represión del régimen de Mubarak les dio a las barras bravas un papel mucho más político que el que tienen en América latina. La policía de Mubarak los cercó y ellos se organizaron hasta crear estructuras perfectamente coordinadas en cuyo seno se fue alimentando un odio sin límites a la policía y a los cuadros del partido mubarakista PND, Partido Nacional Democrático. Tahrir los unificó en una fraternidad por encima de clubes y clases sociales. Kamel Fatah daría su vida por el Club Zamalek SC mientras que Ashraf daría la suya por el Al Ahly Sporting Club. Ambos no tienen más de 23 años. Son maestros en la táctica de guerrilla urbana. Poseen una experiencia única cuando se trata de ponerse en grupo para enfrentar a la policía o dar vuelta e incendiar los vehículos de las fuerzas del orden. Los demás jóvenes, los más politizados, los que florecieron con la lucha social en apoyo a las huelgas del 6 de abril de 2008 –de allí el nombre del Movimiento 6 de Abril– los respetan como héroes.
“Ellos fueron los actores determinantes de la revolución de enero. El 25, sin que nadie los llamara y sin que hubiese una consigna posterior, ellos vinieron a defender la plaza Tahrir. Y de ahí no se movieron”, recuerda Tamer, un abogado recién egresado. Egipto y el mundo, a través de la televisión, descubrieron a esos muchachos expertos en la lucha y la logística para defender la ocupación de espacios. La capacidad de movilización de estos ultras es masiva e instantánea. Los tres principales, Ahlawy, los White Knights y los Blue Dragons, atraen a decenas de miles de personas. El poder que los infiltró y buscó manipularlos para convertirlos en sus lacayos encontró en ellos sus enemigos más acérrimos.
En los momentos de tranquilidad, los guerreros de Tahrir son como niños. Juegan a las corridas, simulan peleas, se cuentan sueños, entonan slogans de sus clubes, gritan otros contra el régimen y la policía o cantan estrofas de la ya célebre “Sout al Horeya”, La Voz de la Libertad. La canción fue grabada en Tahrir y es un himno a la revolución, a la paz colectiva, al sacrificio por la libertad: “Rompimos las barreras/Nuestra arma fue nuestro sueño/En cada calle de mi país/La voz de la libertad nos está llamando/Hemos mantenido la cabeza alta hasta el cielo/Lo más importante son nuestros derechos/Y escribir nuestra historia con sangre”. No hay nadie en la plaza Tahrir que no conozca esta letra. Aquí, cada individuo está dispuesto a escribir la historia con su sangre: los barrabravas, los estudiantes, los islamistas, los burgueses o los obreros.
La plaza está regida por un orden fraternal y espontáneo. “Estamos creando un mundo y eso es más que la misma revolución”, asegura Fadi con ojos cansados y la mitad de la mandíbula vendada. Hace cuatro días la policía lo arrinconó en una de las calles adyacentes a la plaza pero anoche volvió a la arena, primero a bloquear la entrada de la sede del gobierno para que el nuevo primer ministro no ingrese, y luego aquí. Fadi es ingeniero, sin trabajo por ahora. Unas semanas antes de la revolución del 25 de enero una empresa alemana le ofreció trabajo en un puerto alemán. Había aceptado, pero la revuelta de Tahrir cambió su destino. “Esto no es una plaza, es una República en sí, un espacio de esos con los que se sueña y que las combinaciones de la vida tornan realidad.” Eso es precisamente lo que mantiene activos y fraternales a los guerreros de Tahrir: “Salvo contadísimas ocasiones, aquí a los políticos no se les permite tomar la palabra”, cuenta Abdel. Lo que dice está escrito con letras rojas sobre las lonas dispuestas en la parte central de la plaza: “Está prohibido lanzar proclamas políticas, está prohibida la entrada a todos los partidos políticos”. Hoy habrá una nueva manifestación cuya palabra clave es otra lección para las clases políticas del planeta y los movimientos de lucha social: “legitimidad revolucionaria”.
Para los guerreros de Tahrir, eso significa algo muy profundo: “Quiere decir que un movimiento popular y nacional es una expresión de soberanía y de legitimidad mucho más válida y transparente que los arreglos a espaldas del pueblo entre los militares y los políticos del viejo sistema”. Tahrir se prepara ya a una nueva velada revolucionaria. Sus defensores escrutan atentos los movimientos de la policía. Se mueven como felinos pacíficos, auténticos guerreros que protegen su legitimidad y el territorio conquistado a pesar de las heridas, de los golpes, de las diferencias entre ellos, de la amenaza inminente de una nueva barbarie policial. A su manera juvenil y comprometida, los guerreros sin armas de Tahrir son los guardianes de un sueño universal siempre inconcluso, siempre distorsionado. Aquí, en este espacio ya lamido por la luz de la luna se juega una partida que excede los espacios de la plaza. En Midan-Tahrir confluyen muchas cosas: estaciones de metro, avenidas importantes y la imagen del Egipto eterno con el Museo Egipcio rebosante de las maravillas más hermosas de la civilización de los faraones. Del otro lado está el pasado con el edificio ennegrecido por las llamas de la sede del partido de Hosni Mubarak, incendiado en enero apenas se inició la revuelta que lo derrocó. En el centro de la plaza está el presente y el aún incierto futuro. La democracia o la dictadura.
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