Le gustaba jugar con los grandes nombres de la historia. Fue capaz de sacar a Bolívar de su efigie escolar, con calmas rememoraciones administradas por el Estado, para convertirlo en lo que fue su “moderno príncipe”, para él, para millones de venezolanos, y para todos quienes seguimos su trayectoria con simpatía y que recibimos con tristeza su momento agónico. Revivió leyendas, retomó historias perdidas que tenían libretos opacos o profesorales, y expuso de nuevo los nudos del pasado con otros énfasis y otra voz. Golpea ahora con un repentino estrépito saber que no volveremos a escuchar esas frases que tenían remotos énfasis de cuarteles, pero infinitamente entreveradas con el asombro ante un mundo intelectual que brindaba palabras inesperadas, a la vez nunca desprendidas de una alegre rimbombancia con cadencia de bolero. Se lo podía escuchar citando a Gramsci con un candor de estudiante y luego percibir que sin abandonar las napas profundas del habla popular caribeña, dejaba saber que hacía flotar sobre la contemporaneidad venezolana la antigua palabra socialismo.
La vestía nuevamente, le daba una y otra vez aspectos cambiantes que ni resignaban cierto aire evangélico ni el uso de la lengua bañada de un gracioso desafío –admirablemente divertida–, como cuando se refería a los dueños del poder mundial con desenfadados exorcizos. No es fácil decir en este momento, absortos por este brusco manotazo con que los caprichos de la historia nos anotician de nuestra absurda fragilidad, qué lugar le dejamos a la zozobra pública, aunque no ha de ser la del culto resignado, sino el de la pregunta por el carácter que irá adquiriendo su legado. Chávez escribió el capítulo donde su mensaje se presentaba siempre amigo de las grandes celebraciones épicas; tendrá su nombre asociado a ellas. No se privó de abrir el ataúd de Bolívar para buscar explicaciones señeras, pues las que había le aparecían bajo señales que consideraba falsas. Quizás un cristianismo que no había perdido su dramatismo originario podía inspirarle un horizonte escénico donde lo que se escuchaban no eran plegarias pueriles, sino una vibración extraña y contundente, cual era la de las masas populares que cargaban, en otros idiomas y con otros conjuros, solicitaciones políticas que grandes líderes de las izquierdas mundiales habían ya pronunciado. Sin habérselo propuesto, o a lo menos, nunca lo dijo así, encarnó con su idioma no militarista, aunque sí de una juvenilia militar, la reconciliación de Bolívar con Marx.
Un ocurrente collage presidía sus discursos extensos, y él mismo era el fruto de una pedagogía donde reinaban, como en los mitos vivientes de la política, la inagotable recomposición de piezas arcaicas, memorias independentistas del siglo XIX e insondables desafíos de este siglo que exigía descifrar con inteligencia suprema un nuevo rompecabezas. Chávez pudo ser desdeñado por quienes pensaban que la política son trazados conservadores, primero, y una división de trabajo entre economistas y políticos timoratos, después. Ni aceptó ver la historia bajo su luz conservadora –al contrario, la vio como fuente permanente de inquietudes– ni aceptó ninguna división conceptual entre economía y política. A su manera, mientras citaba a figuras de la cultura popular venezolana como el cantante Alí Primera, escribió las líneas latinoamericanas primerizas de una nueva crítica de la economía política. No fue jeque petrolero, coronel fragotista o conspirador profesional. Pensó el petróleo con frases de Oscar Varsasky, el profesor argentino que innovó en el pensamiento tecnológico y Chávez escuchó como aprendiz avanzado, y pensó las frases sobre la cuestión intelectual que había escuchado en las clases que había tomado sobre la obra gramsciana, casi como un ingeniero de petróleo.
Ni nos será alcanzable la posibilidad de ignorar esta ausencia que duele, ni nos será inapropiado mantener una serena preocupación que también nos inspire para mantener esta vibración promesante que exige la prosecución de los procesos democráticos que escapan de las rutinas preestablecidas, no para vulnerar instituciones, sino para renovarlas bajo nuevas sensibilidades colectivas. Chávez fue un demócrata cabal. De ahí su condición polémica. Como se lo veía siempre ante un abismo, y no poco contribuía a ello su constante desafío a los poderes mundiales, sostenido en su amotinada ínfula oratoria –esta sí, verdaderamente heredada de las menciones del propio Bolívar sobre su ensueño al subir al Chimborazo–, fue blanco persistente de una cosmovisión política fatigada o caduca, que lo veía peligroso, fuera de cuajo. Chávez gozaba con su interesante intuición teatral, en esos momentos en que aparecía envuelto en polémicas y altercados, que enfrentaba como un dotado comediante de plaza pública. No autócrata. No tapando los poros de la sociedad. No envolviéndolo todo con su nombre. Al contrario, su nombre era un gran juego panteítico. Se cansó de dar, tomar, devolver e invocar nombres ajenos. Tomó muchos de la Argentina. Los libros que citaba, incesantes citas, por cierto, los convertía en “libros vivientes”, como decía también su reverenciado Gramsci, el encarcelado italiano que había escrito unas pocas líneas sobre Argentina y ninguna sobre Venezuela.
Chávez ha muerto. Interpeló a muchos poco, a otros nada y a muchos mucho. La política es muchas cosas, pero también una interpelación silenciosa sobre la muerte. Quizá no se notaba en su estilo proclamativo, en su activismo, que no se permitía menos que altisonancias fundadas en floridos fraseos. Pero si algunos pudieron disgustarse o hasta manifestar con sigilos ominosos alguna alegría por su enfermedad, harían bien en reparar en que actuó como un gran personaje trágico. Indicó a su sucesor con una dying voice, la voz moribunda de los grandes momentos funestos de la literatura. Ahora esperamos que su legado, como todo gran legado, sepa que en el combate hay porciones rituales necesarias, pero siempre abriéndose a los temas renovados, a la severa vida que sigue, y que reclama fidelidades no de rutina sino abiertas a lo que aun no conocemos, abiertas también al “o inventamos o erramos” de Simón Rodríguez, otro de los maestros errantes que inspiraron su latinoamericanismo de pedagogo popular.
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