El marinero Vasili Maquedon dice que no quiere vivir más allá de los 50 años. A bordo del barco “Georgios K”, entre el puerto chipriota de Lárnaca y el libanés de Saida, el marinero de origen rumano muestra con desdén al jefe maquinista. El hombre fuma un cigarrillo recostado sobre la pasarela del barco. Sus 70 años son visibles, pesados. Vasili dice que no vale la pena vivir como él, sin poder beber, sin tener mujeres. La meta más alta de Vasili es la acción humanitaria, y la vida, a toda velocidad. El marinero fuma tres paquetes de cigarrillos por día y bebe una botella y media de vodka. “Así me gusta la vida, entera, intensa.” El “Georgios K” transporta hacia los puertos de Saida y Tiro, en el sur del Líbano, 300 toneladas de ayuda humanitaria. Un viaje largo, agotador. Más de 15 horas a bordo, varias horas para descargar en cada puerto y luego, sin descanso, regresar a Lárnaca en busca de una nueva carga. Vasili asegura convencido que ayudar a la gente es un objetivo irrenunciable. “Tengo esa misión y para mí es una razón para vivir, quizá la más importante.”
El marinero no miente ni actúa. “Esa gente” es la humanidad que sufre, bajo las bombas y las destrucciones que provocan. El puerto de Saida se abre sobre un paisaje de brumas estivales. El calor es aplastante, opresivo. El Líbano muestra sus primeras costas, intactas. Las grúas se atarean para sacar del fondo del “Georgios K” la preciosa carga. Vasili cuenta que hubo días en que vaciaban las bodegas bajo las bombas israelíes. Abajo, en el muelle, el personal de las ONG internacionales supervisa los containers. Las huellas de la guerra no aparecen en ningún rostro. Un enjambre de jóvenes libaneses, musculosos y con el pecho descubierto, ofrece sus servicios. La situación ha cambiado en pocos días, pero otra guerra comienza, esta vez política, interna, con el telón de fondo del desastre humano y material que dejaron los 34 días de bombardeos. Las ONG, el gobierno libanés y el movimiento chiíta Hezbolá trabajan en un mismo plano: la reconstrucción del país, la asistencia, el futuro. Haidir, un libanés chiíta de la ciudad de Tiro, ha puesto sus esperanzas en la acción social del Hezbolá. “No sé quién de Israel o del Hezbolá ganó realmente este conflicto. Sólo sé quién lo perdió: fuimos nosotros, los civiles. Cuando tienes una casa y la encuentras en ruinas sin haber jamás usado un revólver, entonces alguien tiene que venir en tu ayuda. Eso espero. Ellos (el Hezbolá) lo harán.”
En el suburbio sur de Beirut, en Saida y en Tiro centenas de personas se precipitaron a los centros improvisados por el Hezbolá para presentar un pedido de ayuda. Según fuentes del movimiento, los bombardeos israelíes destruyeron 15 mil viviendas. Las historia de Haidar, Hassan o Tarek se repiten al infinito. Algunos perdieron sus viviendas porque estaban al lado de una sede del Hezbolá, otros por error o por esa ceguera estratégica que mueve toda guerra. Al igual que en los demás países árabes, el Líbano no escapa a la influencia del Partido de Dios en los sectores más empobrecidos de la sociedad. Los movimientos islamistas se ocuparon de los segmentos sociales que el Estado había olvidado. Sus respectivas audiencias vienen, en gran parte, de esa acción. La batalla por la reconstrucción es hoy un argumento político de peso, una suerte de trampolín hacia una legitimidad más sólida.
Hassan Nasralá no explicó con qué fondos iba a financiar sus programas. Nadie sabe muy bien de dónde vienen los capitales, todo ese dinero al contado que los militantes del Hezbolá distribuyen ahora en el sur y las afueras de Beirut. Las sospechas apuntan hacia Irán, principal financista del programa. La población afectada cree en la promesa y el Hezbolá notardó en organizar los circuitos que tornan verosímil y realizable su política. En los locales del movimiento chiíta donde la gente acude a pedir ayuda, un cartel dice “daños” y otro “destrucción”. Salim Nasser tenía su casa en Tiro pero fue hasta Beirut a inscribirse. Hizo la cola delante del cartel “destrucción”. “Me prometieron que se iban a ocupar pronto de mi caso porque mi situación es desesperada. De mi casa sólo me quedaron un montón de manojos de cemento y de hierro y algunas fotos de mi familia intactas. Tengo fe. En cuanto escuché lo que Hassan Nasralá dijo en la televisión, me puse a buscar una casa.”
En Tiro, una de las ciudades bombardeadas con más empeño por Israel, Nabil Kauk, el comandante regional del Hezbolá, también promete compensar a quienes lo perdieron todo. Vestido con un impecable turbante blanco, su discurso, amable, tiene acentos de refundación. “Queremos que el sur del Líbano recupere su verdadera vida, que se reconstruya y sea aún mejor de lo que era antes de la guerra.” Según Kauk, harán falta por lo menos dos años para que los libaneses reconstruyan las casas destruidas. Durante todo ese lapso, el dirigente del Partido de Dios precisa que, sin pasar por el gobierno, el Hezbolá debería pagar los alquileres de la gente que se quedó sin casa hasta que los trabajos de reparación o de adquisición de un nuevo domicilio estén terminados. Y para los habitantes de las casas dañadas pero en pie, el movimiento chiíta se compromete a pagar “compensaciones que equivalen al precio de los trabajos realizados o el valor de los muebles comprados”. Mejor aún, en algunos sectores de Tiro y de Beirut, el Hezbolá anunció incluso que proporcionaría hasta los obreros para reparar las casas. “Los edificios serán reconstruidos igual a como eran antes. Vamos a utilizar los mismos planos. La única diferencia está en que serán casas nuevas.”
La tarea es gigantesca y la ambición política y social que la acompaña es proporcional a su amplitud. El Hezbolá quiere pesar con toda su influencia en ese extraño campo que son los países después de las batallas. En Tiro, al caer la tarde, sus militantes recorren las enredadas y románticas callejuelas haciendo la contabilidad de las casas perjudicadas por las bombas. Silenciosa, sin barcos ni banderas, la batalla de la acción social podría dibujar con otros trazos la próxima carta política del Líbano.
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