¿Puede ser una suprema coincidencia? ¿O acaso hay gato –o superhéroe– encerrado?
Para entender por qué ahora, justo ahora, en esta de todas las fechas posibles, se llevó a cabo el ajusticiamiento de Bin Laden, tal vez sea necesario vincular su muerte repentina y deseada con dos acontecimientos aparentemente desconectados que surgieron la semana pasada.
El primero, que causó entre fanáticos de la guerra entre el bien y el mal casi tanta consternación como el asesinato del funesto y lúgubre jefe de Al Qaida, aunque menos júbilo, fue el anuncio de Superman (en la historieta número 900 de aniversario que celebra sus peripecias) de que pensaba ir a las Naciones Unidas para renunciar a la ciudadanía norteamericana. El Hombre de Acero que, desde su primera aparición inaugural en la revista de historietas Action de junio de 1938, se viste con los colores de la bandera yanqui y actúa en nombre de los valores norteamericanos, llegó a tan drástica decisión después de sufrir los reproches del encargado de seguridad del gobierno estadounidense (un hombre de raza negra con un peregrino parecido a Colin Powell) por haber volado hasta Teherán para demostrar durante veinticuatro horas su solidaridad con los manifestantes de la revolución verde que protestaban contra el despotismo de Ahmadinejad y sus secuaces. El gobierno de Irán (en la historieta, por cierto, ya que dudo de que los ayatolas reales se dediquen a leer solapadamente las aventuras de Superman) denunció tal acto –por silencioso que fuera, y animado por la no violencia– como una injerencia del Gran Satanás en sus asuntos internos, casi como una declaración de guerra. Me desagradan sobremanera los autócratas de Irán, pero no se les puede objetar su lógica al aceptar las palabras del propio Hombre de Acero respecto a encarnar desde hace décadas “truth, justice and the American way” (“la verdad, la justicia y el modo de ser/proceder de EE.UU.”). Así que Supermán, para poder obrar desde ahora en adelante más allá de las fronteras nacionales y los intereses circunstanciales de cualquier Estado, se vio obligado a establecer su independencia frente a su país adoptivo. Porque, en efecto, Supermán no nació en los Estados Unidos sino que en el planeta Krypton, llegando de bebé (sin pasar por aduanas ni inmigración) a Kansas en una diminuta nave espacial, siendo acogido en ese territorio, en mero centro de EE.UU., por los Kent, granjeros que personifican precisamente la “American way”. Era Ka-El. Sería Clark Kent.
Es difícil exagerar la indignación con que este acto audaz de renuncia a la ciudadanía, esta “bofetada”, de Superman fue recibido por el pueblo norteamericano. He leído (¡en serio!) blogueros que llaman a deportar a su planeta de origen al nuevo campeón del internacionalismo (como si fuera un mexicano “ilegal”), y ya circula una petición para que los ejecutivos de la Time Warner (dueños de la empresa que mercantiliza a Superman) fuercen a los autores de la historieta a retractarse. Y múltiples comentaristas conservadores habían visto este insulto del superhéroe como la prueba definitiva de la decadencia del país más poderoso de la tierra: ¡hasta el ídolo que representa más universalmente nuestro modo de vida nos está dando la espalda!
No sé si el presidente Obama sigue atentamente las aventuras de Supermán (se sabe que es un fan del Hombre Araña, de cuyo origen neoyorquino no caben dudas), pero alguien tiene que haberle llamado la atención sobre la merma de prestigio que significa la deserción de un tal titán. ¿Qué pasa, por ejemplo, si el Hombre de Acero, adalid de los desposeídos, decide cerrar Guantánamo o usar sus ojos de rayos equis para liberar algunos Super Wikileaks, ahora que ya no jura lealtad a la bandera norteamericana? ¿Qué pasa si se pone al servicio de una potencia como China? –aunque, pensándolo bien, no hay mucha Verdad o Justicia en ese país, así que seguramente no aceptaría ese tipo de alianza. En todo caso, los consejeros de Obama tienen que haberle explicado que la defección de Supermán debía tratarse como una inmensa crisis cultural e ideológica que incluso podía costarle al presidente su re-elección, puesto que los republicanos ya cocinaban planes para acusarlo de haber “perdido” a Superman (como si fuera Cuba o Vietnam).
La respuesta de Obama fue genial: al matar a Bin Laden, probaba que EE.UU. no necesita a un hombre musculoso que vuela y atraviesa paredes para defenderse de los terroristas, que para eso tiene helicópteros y Navy Seals y computadoras y armas –cómo que no– de acero. Un modo de restaurar la confianza nacional que estaba a mal traer y que difícilmente podía tolerar otro menoscabo a su aureola.
Claro que antes de que pudiera realizarse aquella operación en Pakistán Obama tenía que arreglar otro asunto, un problema que lo rondaba hace varios años. ¿Cómo iba a pararse frente al mundo y revelar el asesinato de Bin Laden en nombre de los Estados Unidos si un insólito porcentaje de su propio pueblo dudaba de que el presidente fuera, en efecto, norteamericano? ¿Cómo crear el contraste con el tránsfuga Supermán si a Obama mismo se lo acusaba de haber nacido en el extranjero, en Kenya, que, como se sabe, está mucho más lejos de Kansas que el planeta Krypton, por mucho que los tres lugares compartan la Kafkiana letra K?
Y de ahí que Obama produjo hace unos días su certificado de nacimiento, tapándoles la boca a quienes lo señalaban como un “alien” (ajeno, extranjero, pero también “alien” significa extraterrestre, otro significativo paralelo entre el presidente y el Super-héroe). Por cierto que un grupo de conciudadanos suyos sigue creyendo que Obama no nació en territorio norteamericano. Insisten en que el documento se falsificó y que el hospital fue sobornado y que la madre (¡nacida originalmente ni más ni menos que en Kansas!) trajo al niño de contrabando a Hawaii porque sabía que en cuarenta y tantos años más ese niñito mulato sería presidente. Se me ocurre que la única manera de que esos recalcitrantes acepten de que Obama nació en EE.UU. sería que se blanqueara enteramente la cara y toda la piel. Ya no sería, entonces, un “alien”.
Pero para la mayoría de sus compatriotas, Obama logró en una semana una verdadera y triple proeza. Habiendo probado que era un presidente legítimo, pudo, armado de su certificado de nacimiento y también del ejército más vigoroso del globo, eliminar al siniestro enemigo número uno de los Estados Unidos. Y sin que interviniera Superman.
¿Y ahora qué?
Ahora, propongo una hazaña de verdad: ya que la razón por la cual Bush invadió Afganistán era debido al amparo que los talibán le ofrecieron a Bin Laden, ¿no ha llegado el momento de retirar todas las fuerzas norteamericanas de ese país de montañas y guerrillas?
Estoy seguro de que Superman, en conjunción con las Naciones Unidas y esgrimiendo su nuevo pasaporte cosmopolita y global, estaría feliz de ayudar en el transporte rápido de la tropas. Sería bonito que lo leyéramos en las próximas aventuras del Hombre de Acero, sería alentador que Obama y Superman –ambos con sus orígenes en Kansas, ambos menospreciados por ser “extranjeros”– colaboraran para crear por lo menos un pequeño oasis de paz en un mundo donde desafortunadamente escasean por ahora tanto la verdad como la justicia.
* Su última novela es Americanos: Los pasos de Murieta.
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