Derecha. Herencia de los asambleístas de 1789 en París. Palabra que muy pocos se asumen cabalmente hoy. Definición que ha perdido lares ideológicos. ¿Dónde empezar a buscar la derecha? ¿En la oposición al Gobierno? Por cierto. ¿En la interna del justicialismo? Sin duda. ¿Cómo repensarla en sus formas actuales? A partir del lockout del agro se vuelve a discutir ahora el tema de la derecha política e ideológica, frente a la “nueva nación agraria como reserva moral de la nación”, según ciertos medios golpistas, evocantes de añejas “reservas morales de la patria”.
Dilema enredado y a examinar, cuando la derecha no pretende ser, hoy en la Argentina y en otros países, un partido desde sus antiguas prosapias, o que busque un nuevo traje que la delate. Tampoco una programática que aparezca “contra alguien en especial”. Más bien una adopción para todos, que se yergue y aduce la desintegración de “anacronismos” basados en las vetustas ideas de “conflicto” político, de “intereses opuestos enfrentados”, de “lucha social”. La derecha es, desde hace años, activa: de avanzada. Es una permanente operatoria cultural de alto despliegue sobre la ciudadanía, como comienza a evidenciarse en nuestro caso con el apoyo de importantes sectores “al campo”.
La derecha en Occidente constituye un armado modernizante desde una opinión pública mediática expandida diariamente. Configura el reacomodamiento de un tardo capitalismo, camino hacia otro estado de masas, incluidos amplios segmentos progresistas conservadurizados. Operatoria que busca plantear el fin de las ideologías, el fin de las disputas de clase, el fin de las derechas y las izquierdas, precisamente como premisas disolventes de todo sentido de conciencia sobre lo que realmente sucede con la historia que se pisa. No azarosamente, crece desde que el dominio económico tuvo que endurecer y dividir el planeta, desde los ’80, entre perdedores y ganadores netos.
Lo mediático es hoy su gran operador: el espíritu de época encarnado, diría Hegel. Derecha como Sociedad Cultural que nos cuenta el itinerario de los procesos. Que coloca los referentes y las figuras, y decide cómo encuadrar lo que se tiene que ver y lo que no se tiene que ver. La derecha, desde esta operatividad cultural, es la disolvencia de lugares y memorias. Es un relato estrábico, como política despolitizadora a golpes de primeros planos y títulos sobreimpresos.
Un buen ejemplo de esto podría ser Eduardo Buzzi, representante de la Federación Agraria, que concita en su discurso todos los signos de la desintegración de lo ideológico. Del agrietamiento de lo que antecede a una historia, y también de lo que la proyectaría hacia adelante. Se sitúa en una zona propicia de un discurso post-político, magmático. En un no lugar, que en realidad es “el lugar” propicio. Todo se vuelve equivalente, decible, posicionante. Ex militante del PC, miembro de la CTA, ha aportado, sin embargo, con su voz la argamasa política clave en su alianza con Miguens y Llambías, para situar a la oligarquía agraria en el pico de sus aspiraciones como nunca en los últimos 50 años, en tanto histórico conglomerado de poder. A su vez –paralelo a las cacerolas antipopulares de Barrio Norte pidiendo la caída del gobierno–, Buzzi llegó a solicitar nada menos que la reestatización de YPF, se arrodilló devoto frente a la virgen campestre de la nueva “patria agraria”, y demandó, junto a las rutas, imitar lo que hacía Evo Morales en Bolivia, el líder indígena jaqueado por la sojera Santa Cruz de la Sierra, socia ideológica de nuestro agro alzado repartiendo escarapelas “por otro ordenamiento” que respete dividendos.
Un vaudeville bajo lógica mediática que precisamente suele alcanzar lo que se propone: trasmitir “una realidad nacional” en capítulos, indiferenciada, incorporable a la experiencia plateística donde “todo es posible de darse”. Donde nada es definido ni reconocible, ni da cuenta de algún sentido mayor. Un armado de situaciones a componer y recomponer bajo matriz teleteatral, cuyo objetivo es construir protagonistas esporádicos (como presencias “legalizadas por la cámara”) de corte contrainstitucional y antiinstitucional. Pulverizar desde pantalla –entre comicio y comicio nacional– toda posibilidad de “calidad institucional”, de representación institucional dada, a partir de intereses afectados en alianza con medios de masas primos hermanos.
Hace tres décadas, y a raíz del rotundo empuje con que se expandió la estrategia de la revolución conservadora, el francés Pierre Dommergues planteó lo siguiente: “Los neoconservadores se proponen una revolución cultural que destrone el actual régimen de partidos y deje atrás a los referentes sociales de la izquierda democrática. La lucha se dará en el campo cultural y de massmedia para un tiempo de reordenamiento de mercado donde desaparezcan las variables de izquierda y derecha como paradigmas de orientación social, en pos de limitar a las demandas democráticas y a los Estados de corte social. Se ofrece, como sustitución, un liberal conservadurismo y un liberal modernismo, que más allá de sus divergencias coincidan en la voluntad de imponer una nueva repartición de la riqueza, disciplinar a la mano de obra, descalificar toda política que se resista a este disciplinamiento y establecer una nueva forma de consenso. Es una amplia operación de reestructuración cultural de gobernabilidad para correr a la sociedad en su conjunto hacia la derecha, a través de un Partido del Orden Democrático. Es una nueva sociedad de la información para un nuevo tiempo moral”. Sin duda estamos discutiendo el abrumador éxito de esta profunda estrategia cultural, que tres décadas atrás fue estudiada para entender no solo qué sería la sociedad conservadora, sino, sobre todo, cómo esa batalla en el plano de las interpretaciones –desde la derecha política en EE.UU. y hacia el orbe– significaba invisibilizar este propio proceso resimbolizador para una nueva edad del sistema.
La revolución conservadora significó la permanente constitución de un nuevo sentido común, a partir de una inédita capacidad tecnoinformativa para generar estados de masas. Un fenómeno creciente y a la vista, que en 1989 le hizo decir al socialista Norberto Bobbio “A medida que las decisiones resultan cada vez de orden técnico mediático y cada vez menos políticas, ¿no es contradictorio pedir cada vez más democracia en una sociedad cada vez más tecnificada y privatizada en sus enunciaciones?”.
No se está por lo tanto frente a una conspiración imperialista. Ni frente a una entelequia de la CIA. Asistimos sí a una edad civilizatoria de éxito tecno-cultural de los poderes –de las derechas– sobre los desechos de una histórica izquierda que había predominado como conciencia mayoritaria de masas para la edad “del progreso social y de los pueblos” entre 1945 y 1980. Discutir la derecha en nuestro país es entonces debatir, en principio, no un partido ni una figura. Es desollar una cultura que se fue desplegando, supuestamente “fuera de la política”: en lo indiscernible de las posiciones. En cómo me compro una remera o miro al otro. Cultura común y silvestre, que recién se activa políticamente cuando las circunstancias de los dominios societales lo creen necesario. Puede ser con una nueva ley contra inmigrantes de la Unión Europea. O con la calidad de presunto terrorista a ser desaparecido en cualquier parte de USA. O con los millones de sin trabajo, sin papeles, sin escolaridad, que registran como abstractos “ciudadanos votantes” y se resisten a las falsas mesas “del consenso”. Sujetos que precisarían de una “salvación moral” a cargo de las clases pudientes que los rescate de ser acarreados como ganado. Cultura de derecha, que hospeda a las políticas de derecha.
Comenzar a explorar la derecha no es, en principio, fijar demasiada atención en Carrió, Macri, Reutemann, López Murphy o Scioli. Se trata, preferentemente, de visitar, antes, las maternidades de la criatura: nuestro diálogo cotidiano y familiar con el mundo de sus obstetras. Activar lo audiovisual hegemónico y de mayor audiencia. ¿Qué nos cuenta esa criatura? Veamos.
La historia: será siempre, por sobre todo, el hallazgo individual. El caso. Los antípodas de las masas como historia. La pobreza: una latente amenaza delictiva, un paisaje de miseria inalterable como tipología geográfica de “lo malo” en la ciudad. La cultura ajena al espectador. El hambre: algo que ya no tendría ideología ni biografía social, un ícono suelto en la vidriera para cualquier retórica del espinel político.
Lo policial: lo que debería incorporarse idealmente, como ortopedia, al núcleo familiar protegido. Un policía al lado mío. El Estado regulador, interventor, recaudador: un espacio ineficiente (ilegitimado), que “gasta mi dinero” y corrupto (por político). La política: un descrédito en manos de zánganos que podría existir como no existir para lo que hace falta. La nota policial: en tanto amedrentación y reclamo de seguridad, pasa a ser el verdadero estado social de la vieja política a cancelar. Lo que escapa a la “Ley y concordia” del mercado. Lo comunitario: una utopía solitaria entre yo, el negocio y “mi bolsillo” (tenga 100 pesos o mil hectáreas adentro). Lo nacional: un espacio a-histórico, siempre al borde del caos que sólo victimiza. Con habitantes nunca representados por nadie, solo por el foco de la cámara, y donde la única noticia es que la política ya ha fallado, siempre, antes de empezar. La nueva comunidad pos-solidaria es ahora una sociedad en tanto arquitectura de servicios que “me debe servir” con la eficiencia modélica de lo privado selecto. Ya no soy parte de la memoria de lo público, de los hospitales sociales y universidades políticas hoy en crisis, sino que me trasvestí en un cliente exigente del otro lado del mostrador. La libertad: el simple pasaje desde el “libre consumidor” al “libre sufragista” sin identidad, alabado por sin partido, por vaciado en cada elección, a punto de comprar algo “genuinamente” entrando al escaparate del cuarto oscuro. La gente: un “yo” sublimado, absuelto en tanto construcción narrativa. Una unidad personal “auténtica”, que representa un muchos en tanto estos muchos no se constituyan en otro tipo de “yo” (como sujeto político identificado), y permanezca como infinita clase media de “empleados” por el capitalismo, en una competitiva y ansiada igualdad de explotados. Lo sindical, lo popular, los desocupados: una realidad indiscernible de hombres de a “grupos”. Algo que debe vivir a distancia de mi vida y que “el Estado no atiende”. Seres organizados para algo que nunca se sabe. Imagen mítica en pantalla con palos y pasamontañas. No blancos, peligrosos en conjunto, dirigidos por vagos, punteros, jefes de barriadas y líderes pagados. Un otro cultural y existencial que como nunca, en la Argentina de la plenitud informativa y formativa, ha alcanzado casi el apogeo de una lucha cultural de clases de lo gorila sobre lo peronista, como un racismo no disimulado sobre lo popular, gremial y piquetero: universo de la negatividad política, del voto subnormal y de politizados a propinas.
Sobre este tablero mediático hegemónico, la nueva derecha, hoy como semilla de república agroconservadora, juega siempre de local. El trabajo del sentido común, de ver el mundo, le viene ya dado. Y desde ahí aspira ahora a convertirse en bloque social histórico, desde sus núcleos de neorrentistas, nuevos arrendatarios y bisoños inversionistas especuladores que le amplían sin duda el campo cultural de ciudadanía.
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