“Es increíble ver los calabozos con las leyendas ‘incomunicados’ o ‘menores’, abrir la puerta y ver los colchones, ver que siguen siendo calabozos. Uno se queda sin palabras. Por el sufrimiento, el drama, las chicas embarazadas que estuvieron ahí y la resistencia de tantos compañeros, hace rato que debería ser un espacio para la memoria”, reflexiona el ex sacerdote irlandés Patrick Rice. “Sentimos ganas de pedir un minuto de silencio por tantas vidas que quedaron ahí, pero no nos animamos”, confiesa su compañera Fátima Cabrera, ex catequista del grupo del padre Carlos Mugica en la villa de Retiro.
Ambos se refieren a la ex Superintendencia de Seguridad Federal, actual Superintendencia de Interior y Delitos Federales, un edificio gris como cualquier otro si no fuera porque allí funcionó el centro de torturas y exterminio más cercano al Obelisco porteño. El matrimonio junto con otros tres sobrevivientes recorrió ayer el tercer piso de Moreno 1417 en compañía del juez federal Daniel Rafecas, quien instruye la causa. El martes, a partir de las 18.30, la agrupación H.I.J.O.S. Capital convoca a un escrache contra lo que considera “un símbolo de la impunidad de la historia argentina”.
A apenas una cuadra del Departamento Central de Policía, la ex sede de “Coordinación Federal” fue desde los ’60 el eje de la represión política del área metropolitana. Desde Onganía en adelante, “Coordina” fue sinónimo de castigo y tortura. Desde allí operaron las patotas de la Triple A a partir de 1974. De allí sacaron a los treinta masacrados en Fátima, primera ejecución masiva de la Policía Federal que llega a juicio oral y público, cuya sentencia se conocerá a mediados de julio. Una delegación de la Conadep junto a sobrevivientes recorrió el edificio en 1984. Sin embargo, nunca dejó de ser una repartición pública.
En el playón donde el 20 de agosto de 1976 fueron cargados los treinta moribundos luego dinamitados, un escudo con un águila en el centro aún reza “honor y lealtad”. En el hall de planta baja una llama recuerda a los “caídos en cumplimiento del deber”. En el tercer piso, epicentro del ex campo clandestino, funciona el departamento de Delitos Ambientales. “Cuando el ascensorista preguntó ‘a qué piso’, pensé ‘cualquiera menos el tercero’. Su sola mención evoca el horror”, recuerda Rice. “No bien me sacaron del ascensor me metieron en una oficina donde me torturaron por primera vez”, relató Francisco Loguercio al juez.
A simple vista sólo las fotos de uniformados con bigote reglamentario en cada piso distinguen a Superintendencia de cualquier oficina pública. “La Virgen estaba ahí –señala Rice–, me la mencionó el embajador” de Irlanda, quien intercedió para rescatarlo. Los tres escalones que precedían a la puerta tijera que los sobrevivientes recuerdan están semicubiertos por una rampa. Hay un pasillo angosto y, tras la “sala de extracción de efectos”, los calabozos. Ya no son dos hileras de cinco. Los últimos fueron modificados. “Yo caminaba un kilómetro por día. Dos pasos de ida, dos de vuelta”, recordó Franco Castiglioni ante la mirada de los abogados Alcira Ríos, Pablo Llonto, Carolina Varsky, Julieta Parellada y también la de un oficial largo y flaco de pipa y mostacho de historieta con pistola en la cintura. Las paredes entonces repletas de escritos hoy están pintadas de un verde lavado. Tres carteles indican “femeninos”, “incomunicados” y “menores”. Las camas son de material. Las rejas fueron reemplazadas por tramas de hierro para que nadie muera sin consentimiento.
La tercera hilera de calabozos y la sala contigua donde se inyectaba a los secuestrados antes de trasladarlos ya no es un depósito humano sino judicial. Hay ropa, zapatillas y discos de marcas falsas. “A este calabozo oscuro me trajo un par de veces un guardia que intentó violarme. Cuando se lo conté a Juan Mainer, me dijo ‘la próxima vez gritá fuerte y empezamos a golpear las puertas’. Su consejo me salvó”, relató Cabrera ante el juez. “Yo tenía 17 años y Mainer 16. A la distancia, después de ver crecer a nuestros hijos, parece mentira haber estado ahí tan jóvenes”, reflexiona.
“El ruido del metal cada vez que se abría o cerraba la mirilla del calabozo era tremendo. Significaba que buscaban a alguien y nos ponía en alerta”, explica y muestra Castiglioni, ahora del lado de afuera.
–Las baldosas son las mismas. Era lo que más veíamos. Y el lugar estaba fresquito como ahora –sonríe.
–Sí, pero teníamos menos ropa –acota Adrián Merajver. En ambos casos el humor parece imprescindible para amortiguar los golpes de la memoria.
En la “leonera” donde Rice oró el Día de la Madre de 1976 para el resto de los cautivos, “flacos y barbudos dignos de Auschwitz” en sus palabras, hoy hay lockers de chapa y un par de camas, la más lejana con un hombre que ronca indiferente a la inspección ocular. Cuesta ubicar la segunda “leonera”. Del cotejo con los planos dibujados por sobrevivientes surge que la sala ya no existe. Formaría parte de un ambiente más amplio donde funciona la videoteca de Delitos Ambientales, que incluye una colección de Jacques Cousteau y títulos memorables como Las gaviotas cangrejeras.
“Impresiona ver ese lugar de sufrimiento y horror igual que entonces, ver que la impunidad sigue, que la gente trabaja en oficinas como en 1976. Es terrible saber que por allí pasaron compañeros desaparecidos y ni siquiera es un espacio de la memoria”, lamenta Cabrera. Con ese reclamo elemental los H.I.J.O.S. convocan el martes a las 18.30 en Rivadavia y Callao, desde donde marcharán hacia el escrache de Superintendencia.
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