Por orden expresa de jueces federales de todo el país, militares y marinos en actividad ofician de remiseros, cadetes y custodios, y a la vez de policías y guardiacárceles, de camaradas retirados procesados por crímenes de lesa humanidad. Los mandados encomendados por Sus Señorías incluyen desde detenerlos y trasladarlos a tribunales o al Hospital Militar hasta apreciar durante dos horas las dotes de nadador del general Reynaldo Benito Bignone en la pileta del Círculo Militar, u observar al coronel Pascual Oscar Guerrieri durante sus caminatas en el Regimiento de Patricios, el mismo donde intentó refugiarse cuando un cronista lo descubrió raqueta en mano violando su arresto domiciliario. Como la Ley de Defensa Nacional prohíbe a las Fuerzas Armadas realizar las tareas de seguridad interior que paradójicamente ordenan jueces de la Nación, la ministra de Defensa, Nilda Garré, dispuso reiterar por tercera vez a los magistrados que revean el criterio de alojar represores en cuarteles y usar a los militares de che pibe, y, por primera vez, prohibió a los jefes de las tres fuerzas acatar sin su autorización expresa requerimientos de detenciones, traslados y alojamientos de criminales de lesa humanidad.
Abogados y habitués de tribunales ya no se sorprenden al ver llegar a viejos generales en autos oficiales, sin esposas, acompañados por señores de saco y corbata. Los recados suelen encomendarse directamente al coronel Edgardo Benjamín Carloni, jefe del departamento Asuntos Humanitarios, que no fue creado para servir a dinosaurios. Los privilegios que los jueces brindan a militares en desgracia son de vieja data. Antes de ser ministro de Seguridad de Mauricio Macri, el entonces juez Guillermo Montenegro ordenó al Ejército trasladar dos veces por semana a Antonio Domingo Bussi desde su casa en un country de Pilar hasta la chacra Victoria, en el kilómetro 79 de la Panamericana, para que “efectúe caminatas”. Pese a ser ex liceísta e hijo de un capitán de fragata, Montenegro encomendó la custodia a una desconocida “División Castrense de la República Argentina”. Luego el juez santiagueño Angel Jesús Toledo dio el visto bueno al ex gobernador tucumano para “permanecer y/o pernoctar” en la casa de su hija María Fernanda, en Figueroa Alcorta 3590, cada vez que desee ir al médico.
Rodolfo Canicoba Corral le ordenó al Ejército “proveer el medio de transporte y la seguridad del traslado” cada vez que el general de brigada Héctor Gamen y los coroneles Alberto Barda y Pedro Durán Sáenz “requieran visitas médicas”. Otras dos veces por semana, autorizado por el juez Daniel Rafecas, Durán Sáenz concurre al psiquiatra del Hospital Militar. Es comprensible que el ex jefe de El Vesubio, acusado de violar a mujeres secuestradas, precise atención psiquiátrica. Lo cuestionable es que deba ser atendido por empleados públicos y trasladado por oficiales en actividad en móviles del Ejército.
Como juez federal interino Julián Ercolini solicitó al Ejército que martes y jueves traslade al hospital al coronel Rubén Héctor Visuara para que “realice caminatas dentro del predio de ese nosocomio castrense”. También dos veces por semana el juez Ariel Lijo autorizó al coronel Pascual Guerrieri a caminar dentro del Regimiento de Patricios, el mismo donde el ex torturador de la Quinta de Funes intentó refugiarse cuando lo filmaron jugando al tenis. Lijo aclaró al menos que “deberá permanecer custodiado en forma permanente, evitando que tome contacto con personal militar”. Tal vez sea hora de invertir en cintas para caminar en casa.
El juez federal de Posadas, Ramón Claudio Chávez, autorizó al coronel Carlos Humberto Caggiano Tedesco a concurrir al Hospital Militar con su esposa y su auto pero con custodia militar. Cuando terminó el tratamiento lo autorizó a “continuar su terapia física” en el cuartel de Villa Martelli. También Rafecas encomendó a Asuntos Humanitarios trasladar a Jorge Rafael Videla al Hospital Militar “las veces que sean necesarias” para aplicarse una inyección de Suprefact Depot. El camarista salteño Dardo Rafael Ossola ordenó a Asuntos Humanitarios que trasladara al coronel Miguel Raúl Gentil al Hospital Militar “cuando su salud lo requiera”.
“Las veces que sea necesario”, coincidió el juez federal Miguel Antonio Medina. “Cuando sea necesario” son tres palabras que se reiteran en la mayor parte de los escritos. Significa que cuando les plazca pueden llamar por teléfono al coronel Carloni para que les envíe coche y chofer. La jueza subrogante Gladis Graciela Comas ratificó el criterio de Medina y agregó: “procurando el retorno a su domicilio”. Si vuelve, mejor.
El juez federal de San Martín, Alberto Suares Araujo, al menos le permite a Carloni organizar la agenda. Por orden de Su Señoría, martes y jueves de 9 a 11 Asuntos Humanitarios traslada al general Eugenio Guañabens Perelló al Hospital Militar para recibir su tratamiento de kinesiología. Lunes y viernes a la misma hora lo llevan a nadar a la pileta del Círculo Militar, frente a la plaza San Martín. Los miércoles el general prefiere dormir hasta el mediodía. Martes y jueves a las ocho el madrugador Bignone puede optar entre hospital o pileta. Tres veces por semana el general Eduardo Alfredo Espósito va al Hospital Militar “a fin de realizar actividad física”. Martes y jueves a primera hora el general Santiago Riveros se cruza en los pasillos del hospital con los camaradas Bignone, Guañabens Perelló y Osvaldo Jorge García. Esta semana los abogados querellantes en la causa del mayor centro de exterminio del país presentarán un escrito a Suares Araujo para que la ex cúpula de Campo de Mayo sea trasladada con esposas y por el Servicio Penitenciario Federal.
También los ex oficiales de la ESMA con arresto domiciliario suelen ponerse de acuerdo para coincidir en el Hospital Naval, al que llegan con minutos de diferencia. En 2006 ex detenidos de la ESMA denunciaron que Alfredo Astiz se reunía con sus camaradas en una oficina del hospital. Igual que la mayor parte de los jueces que investigan a represores del Ejército, Sergio Torres encomienda a los marinos las detenciones de sus compañeros. El argumento, que sus colegas comparten, es que las Fuerzas Armadas están facultadas para citar a sus hombres en cualquier momento y a sancionarlos si no acatan la orden. No concurrir a una citación judicial también es una falta disciplinaria. El mes pasado, cuando fueron a Pilar a detener al suboficial primero Víctor Olivera, su mujer les dijo que no estaba pero que a la mañana siguiente se iba a entregar. Como no tenían orden de allanamiento no pudieron verificar si “Lindoro”, como se llamaba en la ESMA, estaba en un ropero o tras los pasos del Laucha Corres. Por la mañana comprobaron que la mujer no había mentido, pero el susto de esa noche, que pudo haberles costado la carrera, no se lo olvidan. Ya son varios los capitanes de la Armada que se niegan a cumplir las órdenes de detención.
El alojamiento de procesados con prisión preventiva en cuarteles, más de una vez los mismos donde cometieron los delitos, fue cuestionado por fiscales y organismos de derechos humanos desde las primeras detenciones posteriores a la reapertura de las causas, en 2003. En diciembre de 2005 la Cámara Federal porteña le ordenó al juez Torres que los represores de la ESMA dispersos en bases navales fueran custodiados por penitenciarios. Pero nada cambió. En abril de 2006 la ministra Garré solicitó por primera vez a los jueces federales de todo el país que reconsideraran la decisión de mantener genocidas en bases y regimientos. Ninguno acusó recibo.
Tres meses después el grueso de los marinos fue trasladado al Instituto Penal de las Fuerzas Armadas en Campo de Mayo, por entonces con custodia a cargo de Gendarmería. Fue necesaria la aparición del cadáver envenenado del prefecto Héctor Febres en su dúplex VIP de Prefectura para que la sociedad accediera a las imágenes del ex torturador montando a caballo o haciendo la plancha en la pileta de la base de Azul, y para que Sus Señorías se dignaran a rever privilegios y lujos.
En enero pasado, cuando la mayor parte de los represores que no gozan de arresto domiciliario ya estaban concentrados en Campo de Mayo, Defensa firmó un convenio con el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos para que la custodia quedara en manos del Servicio Penitenciario Federal. Pero 2008 deparaba otra lección amarga: la fuga del teniente coronel Julián Oscar Corres, el 26 de julio, de la delegación Bahía Blanca de la Policía Federal, donde lo alojó el juez federal Alcindo Alvarez Canale. Con el papelón consumado, el ministro Aníbal Fernández instruyó a todas las fuerzas de seguridad para que dejaran de alojar represores en sus dependencias, y ordenó al Servicio Penitenciario Federal que cumpliera en 48 horas todos los traslados pendientes (Corres debió ser trasladado a Campo de Mayo un mes antes de la fuga).
Si bien el ex torturador de La Escuelita bahiense no se había fugado de un cuartel militar, la ministra Garré reiteró a todos los magistrados, una vez más sin éxito, su solicitud de rever el criterio que obliga a soldados activos a oficiar de guardiacárceles. Por estos días hay aún 34 militares alojados en Campo de Mayo, más una docena en el cuartel La Unión del Cuerpo III en Córdoba, servidos por militares bajo responsabilidad de la jueza federal Cristina Garzón de Lascano, y otros tantos dispersos en cuarteles de Corrientes, Jujuy, Mendoza y Comodoro Rivadavia.
El más célebre, por muertos en el haber, acumulación de condenas y procesamientos, es el general Luciano Benjamín Menéndez, trasladado desde la cárcel modelo de Bouwer al ex arsenal tucumano Miguel de Azcuénaga a principios de agosto para afrontar el juicio que concluyó el jueves. De inmediato Defensa puso el grito en el cielo, reclamó al Tribunal Oral Federal de Tucumán que revea el criterio y resaltó una contradicción que los jueces no deberían ignorar: según la Ley de Personal Militar los retirados mantienen una relación jerárquica sobre los activos que deben custodiarlos, situación que enfrenta a los soldados con la contradicción de tener que controlar a sus superiores. La garantía constitucional de igualdad ante la ley “sólo puede ser corregida con el alojamiento en cárceles de la Nación en condiciones de igualdad con los demás detenidos”, concluye el escrito.
El argumento de los jueces tucumanos para rechazar el pedido fue contundente: el ex centro de tortura y exterminio es “el lugar más apropiado y conveniente para asegurar la comparecencia a juicio”.
El jueves, tras la condena, Garré reiteró el reclamo al presidente del tribunal, Carlos Jiménez Montilla. Menéndez aún sigue allí. El jueves se sabrá si Bussi cumplirá su pena en una cárcel común, como solicitó el fiscal Alfredo Terraf, o si continúa en su country de Yerba Buena.
A partir de mañana el resto de los jueces recibirá la misma nota que Jiménez Montilla. “Las Fuerzas Armadas no podrán ejecutar ninguna tarea propia del proceso penal salvo previa y expresa autorización de este ministerio, ni alojar en unidades militares a personas procesadas o condenadas penalmente”, resolvió Defensa. La nota argumenta una vez más lo obvio: que la seguridad interior es una tarea vedada a las Fuerzas Armadas, que los cuarteles no están diseñados para servir de cárceles y que los soldados no están capacitados para oficiar de penitenciarios. Garré recuerda que la distinción de competencias entre fuerzas armadas y de seguridad es “una conquista democrática”, explica que las órdenes de los jueces obligan a los militares a violar la Ley de Defensa Nacional, dificultan “el proceso de fortalecimiento institucional” que exige un Estado democrático de derecho y “el desafío de la profesionalización” dentro del cual ocupa un lugar central “el estricto apego a la legalidad”. Concluye advirtiendo a los magistrados que “cuando circunstancias objetivas” los obliguen a requerir cooperación militar para realizar traslados o detenciones, designen primero a personal policial o de fuerzas de seguridad, únicos habilitados por la ley a ejecutar ambas tareas.
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