Desde Darwin, islas Malvinas
El susurro helado se impone sobre un silencio que intenta apoderarse de todo. El micrófono alimentado por un grupo electrógeno multiplica el eco del viento por los parlantes. La ceremonia religiosa acaba de empezar en el cementerio argentino de Darwin. Por un momento no se escucha palabra. El vacío de un páramo desolado, con el pasto amarillento quemado por las heladas y apenas unos minúsculos arbustos que conservan algo de verde, es acompañado por el constante ronroneo de ráfagas de viento glacial. El cementerio está ubicado sobre una elevación del terreno, de espaldas al canal que serpentea por el centro de la isla Soledad. A pocos kilómetros de estas 231 cruces de lapacho pintadas de blanco se encuentra el campo de Pradera del Ganso. En ese lugar se libró la batalla más cruenta de la guerra. Cada cruz indica una tumba. Algunas recuerdan un nombre y apellido, una biografía, una historia. Otras están destinadas al “soldado argentino sólo conocido por Dios”.
Delmira de Cao, vecina de Lomas del Mirador, La Matanza, es una privilegiada. Sabe dónde está la tumba de su hijo. Maestro de grado, casado y con una esposa embarazada, Julio Cao murió en los últimos días de la guerra. Había pedido dos prórrogas para el servicio militar. La primera para estudiar magisterio, la segunda para casarse. Cuando le tocó enrolarse en el Regimiento de Infantería Motorizada N° 3 de La Tablada, Cao no quiso pedir la excepción por tener un hijo en camino. “Soy maestro, tengo que dar el ejemplo”, le dijo a su madre. Su madre es una de las referentes más conocidas de la Comisión de Familiares. En sus ojos y en su sonrisa algo cansada se percibe la sabiduría que van dando los años. “La guerra no la hacen los pueblos, la deciden los gobiernos”, murmura. Delmira se ve contenta por este primer viaje a las islas, por la inauguración definitiva del cementerio. Como todos los visitantes, ella quiere dejar algo en la tumba de su hijo. En un relicario ha traído tierra negra de su casa de la calle Pringles, también el retoño de un pino que su hijo había plantado a los 21 años.
“Mi hijo siempre decía que había plantado un árbol, que iba a tener un hijo y que le faltaba escribir un libro. Yo creo que el libro lo escribió con su carta a los alumnos”, dice Delmira. Se refiere a una carta que escribió tras viajar a Malvinas, dirigida a los alumnos de tercer grado de la escuela 32 de Laferrère. El hijo de Cao finalmente fue una nena: Julia María, hoy de 27 años. El maestro soldado nunca la llegó a conocer.
La inauguración del cementerio está a cargo del sacerdote santiagueño Sebastián Combin. El cura viajó especialmente invitado por la Comisión de Familiares. Padres, hermanos, hijos de los muertos permanecen mudos ante el altar levantado al pie de una enorme cruz blanca de cemento. Muchos recordarán ese momento por el viento que azota la turba malvinense como si buscara alisar para siempre las ondulaciones de la isla. Entre los visitantes se ven ponchos salteños de color rojo, bolsas de comercio que contienen rosas de plástico y rosarios de color celeste y blanco; bajo los abrigos aparecen máquinas fotográficas con rollo de 35 milímetros, aquellas que ya casi no se ven en los negocios de electrónica. De las 170 personas desembarcados en la base militar de Mount Pleasant (Bahía Agradable) hay varias que no viajaron nunca en avión.
Aunque ya hubo más de veinte viajes de familiares, esta visita humanitaria tiene tres características inéditas. Es el primer vuelo con un contingente tan numeroso, 170 personas, su objetivo es inaugurar el monumento en homenaje a los caídos –enormes placas de piedra con los nombres de los 649 soldados muertos en la guerra–, y por primera vez familiares de los 343 tripulantes del crucero General Belgrano que murieron en el océano. La ceremonia está encabezada por el cura santiagueño, el coordinador de la comisión de Familiares Héctor Cisneros, y el párroco católico de Puerto Argentino, al que los británicos llaman Stanley a secas, de nombre Peter Norris. “Contemplar este cementerio nos estimula a abandonar nuestras actitudes egoístas y a ser ciudadanos comprometidos con la patria, como fueron ellos. Hoy nuestra patria necesita héroes que den la vida por una patria más justa y solidaria”, exhorta el cura.
Los familiares se sientan en sillas de campaña que se instalaron entre la enorme cruz de granito y las tumbas de los soldados argentinos. En esas sillas se ubican también el comandante de la guarnición militar británica, comodoro Gordon Moulds, y el primer secretario de la gobernación, el vicegobernador de hecho, Paul Martínez, londinense de ascendencia española. Según relataría luego Cisneros, Moulds y Martínez le habían pedido permiso para asistir a la misa. Durante la compleja negociación que hizo posible este viaje, como también el vuelo de los 205 familiares que llegarán a Malvinas el próximo sábado, la Embajada de Gran Bretaña había planteado una serie de condiciones. En concreto, pidieron que los familiares no cantaran el Himno Nacional ni enarbolaran o hicieran flamear banderas argentinas. Esos gestos podrían haber sido interpretados como actos provocadores por la población kelper.
Los visitantes cumplen las consignas. Esta cuestión no era intrascendente para las autoridades de las islas: el jueves 5 de noviembre los tres mil habitantes de Malvinas tendrán elecciones para elegir a los ocho consejeros de la Asamblea Legislativa. Los familiares se conforman con enrollar sus rosarios alrededor de las cruces, con depositar fotos enmarcadas en una urna de vidrio que había sido empotrada en la dura tierra malvinense. Hay quien se desabrocha la campera para sacarse una foto con una escarapela que esperaba ver la luz bajo la prenda más abrigada. Pero el viento polar obliga a protegerse enseguida con todo lo que esté a mano. De hecho, dos marineros de la armada británica con el gorro típico que los presenta como tripulantes del “Her Majesty’s Ship (HMS) Gloucester” ofrecen mantas azules a cada uno de los argentinos que quisiera ingresar al cementerio. El frío hace inevitable pensar en las condiciones que debieron enfrentar los soldados en el invierno de 1982.
“Hace menos de una hora que estamos acá y ya no aguantamos más. Imaginate los pibes”, comenta a Página/12 un periodista de Radio Nacional. Algo parecido le viene a la mente al cura antes de invitar a rezar el viejo y conocido Padrenuestro. “Estoy convencido de que esta oración la rezaron mucho los héroes que cayeron en estas tierras”, dice Combin. Pensar en los soldados rezando por sus vidas, para darse ánimo o para enfrentar al miedo, hace emocionar a familiares y simples testigos del momento.
Entre esos testigos se encuentra el fotógrafo de Télam Sergio Quinteros, asignado por la agencia de noticias para la cobertura del viaje. Soldado clase 62, nacido y criado en Lomas de Zamora, Quinteros hizo el servicio militar en el Batallón de Infantería de Marina N° 5 de Río Grande. Quedó afectado por el inicio de la guerra a pesar de que ya le había llegado el plazo para la baja. Combatió en Monte Williams, en las afueras de Puerto Argentino. “No pude pensar en nada en particular. Se me venían muchas imágenes a la cabeza”, dice a Página/12. De lo único que cree estar seguro es que desde el cementerio de Darwin ha podido localizar el paraje en el que estuvo desplegado en los últimos días antes de la rendición. Es el imperio de la memoria.
La atención de los británicos es tan correcta que los visitantes no pueden evitar elogiarla. Efectivos de las tres fuerzas armadas de Gran Bretaña, acompañados por personal civil de la gobernación, colocaron tres carpas como resguardo del frío, con café, té y sopas. Los familiares agradecen, algunos sonríen con cortesía, otros ensayan palabras en inglés. Los británicos responden con la mayor cortesía que se puede imaginar. Cuando termina la ceremonia hay abrazos, saludos afectuosos entre quienes compartieron más tiempo, agradecimiento de la Comisión de Familiares a las autoridades del Reino Unido.
La única excepción es cuando los visitantes hacen cola para embarcar de regreso a Río Gallegos. Dos mujeres que trabajan para Migraciones en el aeropuerto militar bromean acerca de su desconocimiento del castellano. Una le pregunta a la otra, en inglés, cómo se dice “apúrense”. La segunda responde con una sonrisa maliciosa y un gesto elocuente: “¡Fuera!”, es su singular traducción al español.
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