La condena a ocho años de prisión por abuso sexual sólo alcanza al ex arzobispo de Santa Fe Edgardo Storni. Pero el fallo de la jueza María Amalia Mascheroni alude a las complicidades que permitieron que el prelado pedófilo recién fuera castigado dos décadas después del crimen. Storni abusó de un seminarista adulto, pero el expediente judicial registra también otras víctimas menores de edad, que la justicia no investigó o cuyas causas prescribieron, ya que esa fue la estrategia central de la defensa del eclesiástico. El sucesor de Storni, José María Arancedo, dijo que esperaba los resultados de la apelación y que la justicia debe conducir a la reconciliación. Ningún medio consultó qué pensaban de esa hipótesis las víctimas del obispo predador. La página oficial del Episcopado, que registra las actividades de cada jurisdicción eclesiástica, no informó hasta ahora sobre la condena a uno de sus miembros, quien sigue figurando como arzobispo emérito de Santa Fe de la Vera Cruz y reside en La Falda, Córdoba.
Storni fue designado obispo auxiliar en 1981 por Juan Pablo II, para corregir la pastoral de su antecesor, Vicente Zazpe quien había comenzado a denunciar las violaciones a los derechos humanos. En 1984 lo sucedió y estrechó relaciones con las Fuerzas Armadas. Storni fue uno de los obispos con mayor actividad política y uno de los que entre 1991 y 1999 recibió sobresueldos “por debajo de la mesa”, según la expresiva calificación del único prelado que rechazó esa dádiva arguyendo que no era transparente. José Luis Manzano puso a los obispos en la lista de Aportes del Tesoro Nacional, práctica que continuaron los ministros del Interior Gustavo Beliz, Carlos Rückauf y Carlos Corach. Esto fue al margen de los pagos legales de la Cancillería por el culto, de las provincias por los colegios y de otros aportes negros de SIDE y Presidencia. Storni recibió 92.500 dólares en 1997, 100.000 en 1998 y 154.198 en 1999. Con estas cadenas de la felicidad el presidente Carlos Menem aseguró la gobernabilidad mientras sacaba a remate a precio vil el patrimonio social acumulado por generaciones de argentinos. El método obró milagros. En noviembre de 1991, cuando arreciaban las denuncias por casos de corrupción en ese proceso de desguace del Estado y por sus consecuencias sociales, Menem fue recibido por la Asamblea Plenaria del Episcopado. Su presidente, el cardenal porteño Antonio Quarracino, no lo consultó con sus pares, cuya molestia fue expresada por el ex hombre fuerte de la Iglesia, Raúl Primatesta. Storni informó sobre la visita de Menem a los periodistas, quienes a su vez se lo comunicaron a otros obispos que no estaban al tanto. Menem se jactó de que no había discrepancias entre su gobierno y la Iglesia “por las consecuencias del ajuste económico” y dijo que “en la Argentina no trabaja el que no quiere”. Esa fue su respuesta al obispo Gerardo Sueldo, quien había dicho que “hay sectores que no trabajan porque no tienen la posibilidad” y aludido al contraste brutal “entre la pobreza de muchos y la ostentación de otros”. Siete años después pereció en un choque en la ruta, la principal causa de muerte de los sectores más avanzados de la jerarquía, como Enrique Angelelli, Carlos Horacio Ponce de León, Vicente Zazpe, Alberto Pascual Devoto o el obispo chileno Manuel Larraín, fundador del Celam. Antes de irse, Menem besó a Quarracino en la mejilla, mientras otros obispos lo aplaudían.
El fallo aclara que no se pena la homosexualidad sino el aprovechamiento de la autoridad episcopal para intimidar a quienes estaban bajo su responsabilidad y cuidado. El Vaticano tiene un criterio diferente. En agosto de 2005, Benedicto XVI excluyó de la admisión al sacerdocio a “las personas con tendencias homosexuales”, porque esto “obstaculiza una correcta relación con hombres y mujeres”. El problema no sería así el abuso de poder, sino la homosexualidad, que uno de los sacerdotes que declararon ante la justicia refirió como la “enfermedad” de Storni. Varios seminaristas abusados vivían momentos de especial vulnerabilidad. Uno pidió que el obispo lo confesara porque “se sentía mal anímicamente”. Otro acababa de perder a su madre. A un tercero, Storni le dijo “te entregás o te vas”. A otro le dijo que Dios quería el amor entre los hombres. El rector del seminario diocesano, Jorge Juan Montini, informó por escrito al presidente del Episcopado de entonces, cardenal Raúl Primatesta, y al nuncio apostólico Ubaldo Calabresi de las relaciones del Arzobispo con varios seminaristas, pero lo único que logró fue que lo obligaran a dejar el cargo. El sacerdote José Guntern le escribió a Storni una carta confidencial y amistosa, para pedirle que se alejara de la diócesis porque su comportamiento afectaba “a un grupo en plena formación espiritual y humana”. Años después, cuando la carta trascendió, Storni ordenó a los vicarios de la diócesis que le trajeran a Guntern. Los vicarios Hugo Capello, Mario Grassi, Edgard Stoffel y Marcelo Mateo lo forzaron a subir a un auto y lo condujeron al Arzobispado donde lo esperaba un escribano. Lo encerraron y lo obligaron a firmar sin leerla una retractación. “En ningún momento se realizó referencia a algún acoso de tipo sexual en relación a los seminaristas. El término desliz no se refiere a lo sexual. El adolescente interpretó erróneamente los gestos afectuosos de monseñor Storni”, decía. Tres jueces que intervinieron en forma sucesiva (Julio César Costa, Eduardo Giovannini y Carlos Ferrero) procesaron a los vicarios por coacción y a Storni como instigador. De los careos surgió que Storni estaba a pocos metros cuando Guntern fue forzado y que luego de la discusión todos rezaron juntos. Esa causa paralela se cerró al morir Guntern.
El Vaticano abrió una investigación, que encomendó al obispo de Mendoza, José Arancibia, quien documentó los abusos sexuales contra seminaristas luego de escuchar el testimonio de 47 jóvenes, sus familiares y la psicóloga que los atendió. Pero el episodio sólo se publicó en la edición rosarina de este diario y el Vaticano archivó el informe. En 1995 el papa Juan Pablo II ratificó su confianza en el arzobispo pedófilo. Con ese respaldo, Storni hizo gran alarde de actividad contra los proyectos de ley de salud reproductiva, la distribución de anticonceptivos en los hospitales públicos y en reclamo de mayores aportes del Estado para las escuelas confesionales. El Vaticano tampoco tomó en cuenta las denuncias de ex detenidos desaparecidos que dijeron haberlo visto en los campos de concentración en los que estaban recluidos. La causa judicial en contra de Storni recién se abrió en 2002, cuando la publicación del libro de Olga Wornat La Santa Madre impulsó a uno de los seminaristas a acercarse a la justicia. En su requerimiento de instrucción la fiscalía solicitó que se pidiera al Vaticano aquel expediente y que Arancibia fuera citado a declarar como testigo. Arancibia no respondió y el fiscal pidió que se lo denunciara por la comisión de delito. Pero la resolución de la magistrada deja entender que nada de eso ocurrió. Es ostensible que además del secretismo vaticano, estas prácticas son favorecidas por la reverencia hacia la institución que se refiere a sí misma como Madre y Maestra.
Esto no ocurre por casualidad. El decreto Crimen sollicitacionis, emitido en 1962 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, dispuso que no se diera aviso a las autoridades civiles de las denuncias por abusos sexuales y que los acusados fueran traslados a otra diócesis. Escrito en latín, impone la obligación de guardar secreto al sacerdote señalado, a cualquier testigo y a la propia víctima, bajo pena de excomunión. Su objetivo manifiesto era proteger la reputación del sacerdote mientras se investigaba, pero en la práctica se utilizó para silenciar todos los casos. Tal como ocurre con la política de rotación de acusados de la policía de la provincia de Buenos Aires, el traslado a otra diócesis sin avisar a los fieles de sus antecedentes ni impedirles el contacto con niños y jóvenes, les permitía repetir sus iniquidades. Durante veinte años, el cumplimiento del decreto estuvo a cargo del cardenal Joseph Ratzinger. En 2001, Ratzinger modificó el decreto, sólo para atribuir al Vaticano competencia exclusiva en casos de abusos sexuales, es decir reforzar el secreto. En 2002 estalló el escándalo de los curas pedófilos en Estados Unidos, donde se formó una junta nacional de revisión formada por laicos y presidida por el gobernador católico de Oklahoma, Frank Keating. Esta respuesta política del Episcopado estadounidense causó escándalo en Roma. Según un artículo publicado en el New York Times desafió la opinión de la Iglesia sobre sí misma, como una institución eterna y no terrenal, que sólo responde a Roma y no a los poderes temporales. Los obispos estadounidenses que establecieron una política de tolerancia cero hacia los abusadores respondieron a la crisis en forma casi secular, política, reescribiendo reglas, confesando faltas y reconociendo que necesitaban auxilio externo para mantenerse honestos, dijo el diario. “Para algunos funcionarios vaticanos, esto representó un asombroso apartamiento de la teología y la costumbre y un pertubador precedente”. Uno de ellos dijo que los obispos manejaban el tema “como si no entendieran quiénes son”. Keating quien debió renunciar a la Junta de Revisión después de una entrevista en la que comparó el comportamiento de algunos sacerdotes y obispos con el de la Cosa Nostra. En su carta de renuncia dijo que “rechazar las citaciones judiciales, suprimir los nombres de los clérigos acusados es el modelo de una organización criminal, no el de mi Iglesia”. Lo que más preocupó al Vaticano fue que el Episcopado estadounidense se obligó a separar del ministerio activo a cualquier sacerdote que hubiera sido blanco de una acusación de abuso sexual infantil y a “informar de esas acusaciones a las autoridades civiles, privándolos de cualquier discreción”. Esta molestia tiene profundas raíces filosóficas. La Iglesia Católica está mal predispuesta a someterse a las leyes que obligan a todos los ciudadanos, porque se considera depositaria de una ley superior, que llama natural y originada en la voluntad divina, de la que se proclama heredera y única intérprete. Ése es el fundamento tanto de su oposición al matrimonio entre personas del mismo sexo o al aborto cuanto de su indulgencia con los sacerdotes pedófilos. Antes que someterse a la ley prefieren dictarla.
En el documental de 2007 “Abusos sexuales y el Vaticano” la BBC investigó el efecto de este decreto, con casos de Irlanda, Estados Unidos, Gran Bretaña y Brasil. El sacerdote irlandés Tom Doyle, un canonista separado del Vaticano por cuestionar esa política, refiere que en ningún documento se habla de ayudar a las víctimas, sólo de amedrentarlas y castigarlas por revelar los hechos. El fiscal de Arizona Richard Romley solicitó al Vaticano que dispusiera el regreso a Estados Unidos de dos sacerdotes pedófilos que habían huido a Roma, pero el entonces secretario de Estado, cardenal Angelo Sodano, se negó a recibir la carta, según indicó el correo italiano. Antes, había ordenado guardar toda la información en la Nunciatura Apostólica, cuyo status diplomático la pone a salvo de allanamientos judiciales. Uno de los sacerdotes estuvo refugiado en la sede romana de su orden mientras duró el juicio de extradición, pero desapareció de allí luego de perderlo.
Este año, Benedicto XVI ordenó intervenir la Orden de los Legionarios de Cristo, una secta ultraconservadora y multimillonaria financiada, entre otros, por el magnate de las comunicaciones Carlos Slim. Antes de su ascenso al papado, en 2004, Ratzinger había investigado los abusos sexuales del fundador de la orden, Marcial Maciel, acusado desde la década de 1940 por episodios de pedofilia, pero el expediente se archivó porque el sacerdote mexicano era amigo personal de Juan Pablo II. Ya como papa, Ratzinger negoció un acuerdo: la renuncia a la acción canónica a cambio de un retiro silencioso de Maciel de cualquier actividad pública. El trato se cumplió hasta la muerte de Maciel, en 2008, pero el año pasado el papa dispuso intervenir la poderosa orden cuando se supo que Maciel había mantenido durante años a una amante y a la hija que tuvo con ella. Esta decisión, igual que la condena a Storni, sugieren que algo comienza a cambiar, pese a la tenaz resistencia de quienes desearían mantener por toda la eternidad, privilegios que no tienen el resto de los mortales y que se ejercen a expensas de los más débiles, esos pequeños del Evangelio a quienes Jesús dijo que nadie podría escandalizar sin eludir su ira.
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