Los organismos de derechos humanos, el Poder Ejecutivo y el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas coincidieron la semana pasada en reclamar celeridad a los jueces que instruyen causas por delitos de lesa humanidad. La imagen que sugieren ocho juicios en curso y otros tantos confirmados se diluye ante el universo de represores que esperan turno (ya hay 649 procesados, la cifra crece cada semana) y se esfuma cuando se pone la lupa sobre los procesos: instrucciones lentas, demoras de los tribunales orales federales para iniciar los debates, audiencias espaciadas por falta de salas, una veintena de sentencias sin confirmar en la Cámara Nacional de Casación Penal y en la Corte Suprema de Justicia. “Nos encontramos frente a una suerte de sabotaje de algunos miembros de la corporación judicial”, denuncia el Centro de Estudios Legales y Sociales en un adelanto de su informe anual. Agrega que “la cadena de responsabilidades abarca el entramado judicial de todo el país” y apunta un dato alarmante: al ritmo actual habrá juicios a represores hasta 2030.
El análisis del rol del Poder Judicial exige una aclaración previa: los mayores obstáculos para investigar los crímenes de la dictadura son producto de decisiones políticas. La primera, en defensa propia, fue la impunidad planificada por el Estado terrorista. El capitán Antonio Pernías recordó que mil quinientos marinos rotaron por grupos de tareas. “¿Sólo existió el de la ESMA?”, se indignó. Resumió la razón por la que sólo un puñado rinde cuentas como “errores de contrainteligencia”. Se conocen: sacarse la capucha antes de tiempo, confesar entre tinto y tinto un vuelo de la muerte, no verificar que el asesinado haya dejado de respirar, como bien sabe el teniente coronel Martín Rodríguez, identificado por un sobreviviente de Campo de Mayo que logró escapar de un auto fondeado en un arroyo.
La segunda decisión que no deja de rendir frutos la tomó Raúl Ricardo Alfonsín en 1987, cuando le garantizó impunidad a los asesinos. Cientos de represores murieron en los dieciocho años que separan las felices pascuas radicales del fallo de la Corte que declaró inconstitucionales las leyes del olvido. También quedaron en el camino sobrevivientes y familiares de víctimas que hoy serían testigos centrales, en tanto militantes que investigaron en los ’80 y fueron reemplazados por jóvenes que debieron empezar de cero.
Una explicación rigurosa exigiría desarrollar desde temas procesales hasta historias de magistrados con nula vocación por investigar el genocidio, especie de la que Alfredo Bisordi es emblema (saltó sin escalas de la Cámara de Casación a la defensa de Luis Patti) aunque no un caso aislado. Sólo un organismo estatal y una ONG estudian el problema con sistematicidad: la Unidad Fiscal de Coordinación y Seguimiento de causas sobre terrorismo de Estado de la Procuración General de la Nación (PGN), y el programa Memoria y Lucha contra la Impunidad del CELS.
Un problema de fondo que persiste es la negativa de algunos jueces a instruir las causas en base a los vínculos ostensibles entre casos (una sucesión de secuestros, cautiverios en un mismo centro de detención) y no como si fueran delitos aislados. Por consejo de la PGN varios magistrados aplicaron criterios de acumulación, que derivaron o derivarán en juicios con un buen número de imputados y de casos. Otros se resisten, con la complicidad de las cámaras que los controlan. El caso más grave se da en Mendoza, donde Walter Bento fragmentó la instrucción al máximo. La Cámara cuyana es demasiado turbia como para interesarse en agilizarla. La Unidad Fiscal reclamó a la Corte, por ahora sin suerte, que utilice sus facultades de superintendencia para hacer cumplir la celeridad que propuso en su última acordada de 2008.
Idéntica resistencia opuso Cristina Garzón de Lascano en Córdoba, donde aún no existe una megacausa La Perla, con un agravante para la ahora ex jueza: la propia Cámara le recomendó seguir el criterio de los fiscales. En Paso de los Libres fue al revés: un juez acumuló y la Cámara de Corrientes dio marcha atrás, con excusas de antología: “No basta que los hechos guarden similitud”, la instrucción atomizada beneficia “el ejercicio de defensa y la averiguación de la verdad real” (sic).
Los tiempos de algunos jueces son eternos. Siete años le llevó al platense Manuel Blanco detener al primer grupo de represores de La Cacha. Avanzó cuando vio peligrar su competencia. Similar eficacia demuestran Arnaldo Corazza, responsable de varias causas del circuito Camps, y el jujeño Carlos Olivera Pastor, quien alegó no ordenar capturas por falta de plazas para alojar represores. Desde que le garantizaron las celdas dilata llamados a indagatoria y se niega a acumular expedientes. Algunas cámaras no se quedan atrás. En la de Rosario hiberna desde hace un año la causa “Hoffer”, que el nicoleño Carlos Villafuerte Russo tardó un año y medio en elevar. En Trelew tardaron diez meses para traducir las pruebas contra el marino Roberto Bravo, imputado por la Masacre de Trelew.
Cuando al fin llega la etapa de juicio oral comienzan las excusaciones y recusaciones, el calvario para conformar los tribunales y encontrar salas adecuadas. Según el informe del CELS, la demora promedio desde que los tribunales reciben la causa hasta que inician el debate (nadie les fija plazos) es de un año y medio. Los defensores usan el estancamiento para reclamar excarcelaciones. Casación acaba de intimar al TOF de Mar del Plata a que juzgue al torturador Gregorio Molina. El tribunal recibió el caso hace treinta y cuatro meses. La primera causa que llegaría a juicio en Santiago del Estero estuvo “traspapelada” más de un año en Casación. Ahora no logran formar el tribunal. La mejor excusa la aportó el catamarqueño Antonio Rodríguez Seín: se niega a trabajar en otra provincia. El inicio del juicio a los penitenciarios de la Unidad 9 se postergó tres veces por problemas internos del tribunal que preside Carlos Rozansky. De los cientos de asesinos de Ramón Camps sólo fueron juzgados Miguel Etchecolatz y el cura (siempre activo) Cristian Von Wernich.
El problema de las salas en Buenos Aires comenzó hace un año, cuando se reasignaron las causas acumuladas en el TOF5. El tribunal de San Martín que juzga a los jerarcas de Campo de Mayo demostró que con voluntad se puede impartir justicia en un gimnasio. Los colegas de Comodoro Py se resisten a mover el bote. La lectura de la acusación a Acosta, Astiz & Cía., con dos audiencias semanales como promedio, algunas de tres horas, demoró noventa días porque tres tribunales comparten la sala. Ahora se está adecuando otra para el juicio de Vesubio. Desde junio será compartida con el de Automotores Orletti. Los procesos de la ESMA y Primer Cuerpo tienen más de trescientos testigos cada uno. A 2,5 audiencias por semana, es probable que más de un marino escuche la sentencia desde el más allá.
Cuando los juicios comienzan, la pachorra se torna más visible. Cada tribunal decide sin rendir cuentas a nadie la periodicidad y duración de las audiencias. La Corte supo reclamar celeridad pero no se decide a aplicar sus facultades para despabilar a quienes no acusan recibo. En Salta intentaron recusar al presidente del TOF por ordenar cuartos intermedios de una semana. En el TOF5 supo ser regla arrancar con una hora de demora y parar noventa minutos para almorzar, mientras familiares de desaparecidos comparten con camaradas de torturadores los acogedores pasillos de Comodoro Py.
También son eternos los tiempos de Casación y de la Corte Suprema de Justicia para confirmar las sentencias. Hasta hoy sólo tienen condena firme Miguel Etchecolatz y Julio Simón, juzgados en 2006. Si se cumple el pronóstico del médico que sugirió apartar a Antonio Bussi del juicio por Jefatura de Policía, pronto los supremos deberán sobreseer por muerte al asesino tucumano. Casación fue un rayo para frenar la investigación sobre las adopciones irregulares de Ernestina Herrera de Noble pero sólo confirmó cinco de veintitrés veredictos por delitos de lesa humanidad. La demora garantiza que no se revean las libertades otorgadas luego de condenas simbólicas como las de los ex jefes de Mansión Seré o la de Jorge Olivera Róvere, ex dueño de vidas y muertes de la ciudad, quien aún camina por la avenida Callao con una perpetua a cuestas.
La Presidenta destacó el 24 de marzo la necesidad de “dar vuelta la página de la historia con verdad y justicia”. Madres y Abuelas que ponen cuerpo y alma desde hace décadas asintieron con la cabeza. Deberán armarse de paciencia. Según los registros del CELS, los 75 imputados que escucharon su sentencia representan el seis por ciento de los 1216 que deberían ser juzgados si no mueren a tiempo. Hay casi setenta causas elevadas que esperan turno en tribunales orales, doscientas treinta en instrucción, 41 prófugos que no aparecen, miles de civiles que integraron las filas de Inteligencia del Estado terrorista y todavía no fueron investigados, y un carromato judicial que se resiste a poner segunda.
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