Hace un tiempo bastante breve la palabra hegemonía era casi exclusivamente utilizada entre nosotros con fines descalificadores. Deliberadamente o no, su uso se remitía al pensador liberal-conservador italiano Giovanni Sartori, quien, en su clasificación de los sistemas de partido, reservaba el concepto “partido hegemónico” a aquellos regímenes políticos en los que una fuerza política tenía garantizado –a través del fraude, la violencia o el control monopólico de los recursos políticos– el ejercicio del gobierno. Podía haber otros partidos, como en el México del PRI o en la Hungría de antes de la caída del Muro, pero se limitaban a formar el decorado que legitimaba a un régimen no pluralista.
Así, el gobierno de Néstor Kirchner fue tachado de “hegemonista” por una variada constelación de políticos de oposición y comentaristas también de oposición. Nadie llegó tan lejos en esa ruta como la diputada Carrió, que llegó a asimilarlo al régimen del rumano Ceaucescu y al nacionalsocialismo hitleriano, pero no fueron pocos los que estrujaron el concepto sartoriano hasta el límite de considerar “hegemónico” a un partido que suele perder elecciones.
En el último período, el que va del conflicto agrario hasta nuestros días, reapareció otra acepción de la hegemonía: la que está asociada al nombre de Antonio Gramsci y la concibe como dirección político-cultural de una sociedad por parte de un sector de la misma –la clase obrera, en el pensamiento del célebre político y filósofo italiano–. Fue la presidenta Cristina Kirchner la que reintrodujo la cuestión, cuando sostuvo, en el crítico otoño de 2009, que lo que estábamos viviendo era una “batalla cultural”. En esa batalla, los sectores privilegiados utilizaban toda su influencia para desprestigiar y desautorizar un rumbo signado por la idea central de la redistribución de la riqueza en el país. Curiosamente, en medio de esa batalla cultural más de uno de los “combatientes” que apoyaban al Gobierno desarrollaron un discurso que bien podría caracterizarse de “pregramsciano”, en el sentido de pensar la lucha política como una expresión de fuerzas cuya posición ya estaba predeterminada por sus intereses sectoriales. Así, la “clase media” fue colocada en el lugar de un sector social fatalmente condenado a despreciar a las fuerzas populares y a enfrentarlas. Muchos de los errores que llevaron a la derrota del proyecto oficial, primero en la sociedad y después en el Congreso, fueron tributarios de ese enfoque.
Gramsci concibió a la hegemonía como la capacidad de alcanzar y sostener la unidad de un bloque social. Y esa capacidad no gira en torno del puro dominio, del ejercicio real o potencial de la violencia sino de una fuerza de orden cultural y moral, una “fe” decía el pensador sardo. No es muy forzada la conexión entre esa formulación y la insistencia de la Presidenta en la existencia de una lucha entre “relatos” opuestos en la realidad argentina. El discurso presidencial de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso es una muestra elocuente de esa estrategia: los datos y cifras que allí expuso no tenían la cadencia de un “balance de gestión”; se presentaban como la ilustración de los resultados de un proyecto político. Toda una reactualización de la vigencia de los programas políticos partidarios a los que apresuradamente se les extendió carta de defunción desde la perspectiva de la “pospolítica”, que sitúa al gobierno en el lugar de la administración de lo dado, sin capacidad creadora alguna.
¿No es también la apelación de la Presidenta a no permitir la desunión de las fuerzas favorables al rumbo político actual un gesto “hegemónico” en el sentido gramsciano? La unidad, dice y repite Cristina Kirchner, no es un objetivo en sí mismo; es una premisa de supervivencia y profundización del proyecto en curso. Parafraseando en términos de Gramsci, es la “unidad del bloque social” lo que está en juego. Y la idea de bloque social se diferencia del planteo economicista de la “clase” en que no está unido por supuestos “intereses objetivos” que preexisten a la práctica política, sino que es esta misma práctica la que los construye y los explicita. Siempre en el vocabulario gramsciano, este bloque social tiene en su interior intereses “corporativamente” contradictorios. Es decir que si se miraran exclusivamente los intereses del sector social particular, la unidad del bloque social no sería un objetivo deseable.
Los episodios de estos últimos días materializan dramáticamente estas abstracciones. Hugo Moyano ha producido un espectacular gesto de poder; enfrentó a la sociedad con el fantasma de un día caótico, sin camiones, colectivos, subterráneos, trenes ni barcos. El argumento propiciatorio fue el de defender al movimiento obrero de las agresiones políticas y periodísticas que recibe a diario. Como suele decirse en el ajedrez, “la amenaza es más fuerte que la ejecución”. El anuncio le permitió al líder cegetista situarse en el centro de la escena, obligar al Gobierno a dialogar y bajar los decibeles alrededor de un exhorto de la Justicia suiza que no pasará a la historia por la precisión de sus fundamentos y mucho menos por su calidad de redacción. Como frutilla del postre y para que no queden dudas de la naturaleza de la operación, Moyano dijo que los trabajadores no quieren ser limitados por reivindicaciones sectoriales: quieren el poder.
No está de más insistir en que el deterioro de la imagen del sindicalismo y la extraña credibilidad de cualquier acusación política o ética que los involucre no tiene nada de natural ni de inocente. La historia del movimiento obrero en su etapa peronista ha tenido glorias y miserias. Pasó por la resistencia contra la falsa democracia de las proscripciones y la lucha contra las dictaduras. Y también por el oprobio de la complicidad de algunos con el terrorismo de Estado y la participación en las ganancias del remate de los bienes públicos ejecutado por el menemismo. Da la impresión, sin embargo, que no son las claudicaciones sindicales el objeto del escarnio multimediático. De otra manera no se explicaría la “prudencia” con la que se trató la detención del Momo Venegas y la furia calificativa que, por ejemplo, la editorial de La Nación de ayer, sábado, dedica a la figura del líder camionero.
No parece, entonces, que el tema sea ético, sino que es esencialmente político. Y es político porque apunta a un componente clave de la coalición que conduce la Argentina desde 2003: la alianza entre el Gobierno y el movimiento obrero. Quienes ponen el grito en el cielo por el supuesto carácter no republicano de esa alianza, no se escandalizaron de igual modo cuando, con Menem y con De la Rúa, los interlocutores principales del Estado eran los grandes grupos del poder económico concentrado. La alianza entre Estado y CGT no es una simple estrategia electoral. Por el contrario está cimentada en un proceso de cambios en el mundo del trabajo como no se registraba en el país desde hace muchas décadas. Es la alianza que permitió reincorporar al empleo a cinco millones de personas, recuperar las convenciones colectivas de trabajo y el salario mínimo vital y móvil, instaurar la paritaria docente, aumentar sensiblemente sueldos y jubilaciones y crear la asignación universal a la niñez, entre muchas otras novedades de época. Todo eso en un tiempo en el que muchos consideraban que habían desaparecido los actores sociales y la política era una cuestión de individuos aislados sólo unificados en la condición de audiencia de los medios de comunicación.
El hecho es que en estas horas hemos vivido la amenaza más significativa a la unidad de la coalición que hoy gobierna el país. Y que el episodio toca el nervio más crítico para la posibilidad de continuidad de su proyecto político, el de sus propias contradicciones internas. Si alguien en el Gobierno cree que se puede gobernar en la dirección asumida sin el acompañamiento de una porción considerable del movimiento sindical, terminará contribuyendo a la derrota. Y si algún líder sindical cree que los trabajadores van a llegar al poder sobre la base de la fractura de la actual coalición político-social de gobierno, va a convertirse en la clave del éxito de las operaciones mediático-políticas que dice combatir. De eso trata la hegemonía, de contener en unidad la diversidad y hasta la contradicción.
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